Kimber se acurrucó en la cama en posición fetal, colocó la almohada bajo la cabeza e intentó dormir. No tuvo suerte, pero tampoco la sorprendía. Esos días su vida se parecía mucho a una telenovela. «Un triángulo amoroso, un embarazo no deseado, un posible acosador psicópata». En realidad, sólo faltaba una buena pelea de gatas o alienígenas para rivalizar con cualquier culebrón de sobremesa.
No, no le sorprendía la falta de sueño, aunque llevaba cansada la mayor parte del día; era uno de los síntomas de embarazo, según había oído. Suspiró. Pronto iría a ver al médico para que le confirmara su estado, le diera una fecha aproximada del parto y le explicara qué ocurriría en los siguientes nueve meses. Luego se lo diría a su familia. Kimber se encogía de miedo al pensar en cómo reaccionarían Logan y Hunter.
Incorporándose, le dio un puñetazo a la almohada y la recolocó de nuevo. ¿Por qué no lograba encontrar una postura más cómoda…?
«Toc, toc, toc». Una pausa. «Toc».
«¿Qué diablos era eso?». Aquellos ruidos eran extraños y parecían provenir de la salita. Sí, era su primera noche de vuelta al apartamento, pero había vivido allí lo suficiente para conocer los sonidos habituales. Y ésos que estaba oyendo no lo eran.
En el piso de arriba vivía una familia con niños que no hacían más que correr de un lado para otro hasta cerca de las once. Los recién casados del piso de al lado mantenían relaciones sexuales todas las noches —por lo menos una vez— y ella podía oír los rítmicos movimientos de la cama contra la pared. Pero ese sonido… era muy sutil. Como si alguien estuviera intentando no hacer ruido.
De hecho, sonaba como si alguien estuviera forzando una de sus ventanas.
Saliendo de la cama, Kimber se puso en pie. Agarró con nerviosismo el móvil de la mesilla con una mano húmeda y se presionó el estomago revuelto con la otra. Se aproximó al pasillo con intención de investigar el ruido cuando oyó pasos sobre el suelo de madera. Era un ruido suave, como si alguien estuviera avanzando lentamente. Aquel sonido era muy claro y no dejaba lugar a equivocaciones.
Descalza, atravesó la habitación con rapidez, se metió en el vestidor y cerró la puerta.
Luego marcó el 911 y entre susurros le dio su dirección a la telefonista. La operadora le pidió que se quedara donde estaba y que esperara a la policía.
Los pasos sonaron cada vez más cerca, con lo que quedó claro que esperar a la caballería no era una opción. Iba a tener que defenderse ella sola.
En ese momento se sintió orgullosa de todas la horas que había pasado practicando autodefensa y artes marciales con sus hermanos, de cada minuto que había pasado siendo su sparring y todas las pruebas de resistencia a las que se había visto sometida por ellos.
Oyó que los pasos entraban en el dormitorio, se detenían, daban una vuelta por la habitación y luego, se encaminaban al vestidor.
Al apretarse contra la pared interior del vestidor, su mano chocó contra algo sólido, de madera. Sonrió, sintiéndose sumamente agradecida de pertenecer al equipo femenino de softball de la urbanización.
Aquel imbécil estaba a punto de llevarse una buena sorpresa.
A Deke le habían sudado las palmas de las manos desde que había salido de Dallas.
Casi veinticuatro horas después de que Kimber hubiera dejado caer la bomba, estaba preparado para hablar con ella. No, tenía que hablar con ella. Así que había conducido hacia el oeste, a través de la oscura noche, con las entrañas retorciéndose como si estuvieran conectadas a un cable de alta tensión.
Luc le había dicho un montón de verdades. Doce años antes, Deke había sido culpable de muchas cosas. De hacer el amor con una chica emocionalmente inestable. De no pensar bien las cosas. De permitir que las turbulentas emociones de Heather —y las de su familia— ahogaran por completo su lógica.
Pero lo que no había hecho, tal y como su primo y Kimber habían señalado, había sido obligar a Heather a tragarse las pastillas. Era duro de aceptar, pero cierto. Había sido ella quien había escogido aquel camino por razones que él jamás comprendería, pero que no tenían por qué estar relacionadas con el embarazo.
Enfrentarse a su pena de nuevo había conducido a Deke al origen de su culpa, y por fin estaba preparado para comprender en qué momento lo había fastidiado todo con Heather. La había abandonado antes de saber cómo podían haber ido las cosas entre ellos. Primero porque sólo tenía diecisiete años y estaba aterrorizado por el embarazo, luego porque había estado furioso con ella por haberse acostado con otro chico sólo para hacerle daño. No se habían hablado en casi tres semanas. Y después, ella había puesto fin a todo aquello de manera permanente, dejándole lleno de preguntas y remordimientos.
¿Había amado a Heather? Quizá había sido demasiado joven para saber lo que era el amor, pero no había estado preparado para que su relación se terminara de aquella manera, en especial por el suicidio de ella. Mirándolo retrospectivamente, sólo había sido culpable de ser demasiado estúpido y estar demasiado asustado para luchar por lo que podría haber sido.
No volvería a cometer ese error con Kimber, sobre todo amándola como la amaba.
Si finalmente ponía fin a la relación, sería por elección de ella.
Por desgracia, Deke no se hacía ilusiones; se había comportado como un imbécil después de que Kimber hubiera anunciado su embarazo. Como Luc había apuntado, la había tratado peor de lo que había tratado a Heather. La revelación del secreto de su primo tampoco había contribuido a mejorar las cosas. Pero ahora ya había tenido tiempo para procesar todas las emociones y de decirse a sí mismo que había llegado el momento de hacer las cosas de manera diferente. O por lo menos de intentarlo.
Buscar la dirección de Kimber en Internet había sido muy fácil. Tendría que hablar con ella sobre cómo proteger mejor sus datos personales. Pero eso sería más tarde.
Se metió en el aparcamiento del complejo de apartamentos, tratando de encontrar el edificio de Kimber en la oscuridad. No estaba bien señalizado, maldita sea. Deke miró a su alrededor con el ceño fruncido. Los edificios estaban distanciados unos de otros, y había zonas de recreo entre ellos. Muchos árboles por todas partes. Muchas esquinas oscuras. Ningún puesto de seguridad.
¿Por qué ninguna mujer —el sexo más vulnerable— pensaba jamás en la seguridad antes de elegir un lugar para vivir?
Quizá tras esa noche, Kimber dejaría aquel lugar y se iría con él; entonces la falta de medidas de seguridad no sería un problema. Él era un experto en eso. Demasiado.
Pero antes tenía que descubrir si ella quería tener algo que ver con él.
Encontró el edificio de Kimber al final del complejo, al lado de un solar vacío y rodeado de grandes árboles que arrojaban sombras bajo la luz de la luna. Kimber vivía en un apartamento de la planta baja. Y cuando pasó por delante de él observó que una de las ventanas estaba abierta de par en par.
Con una imprecación, aparcó el Hummer, preguntándose por qué coño ella no había cerrado la ventana y conectado el aire acondicionado. ¿Por qué Logan y Hunter habían permitido que viviera en un lugar tan desprotegido? ¿Por qué no le habían advertido sus hermanos sobre el peligro que suponía para una mujer que vivía sola dejar las ventanas abiertas a expensas de cualquier pirado que consideraba la violación y la tortura puro entretenimiento?
Tras cerrar el vehículo, Deke llamó a la puerta de Kimber, y esperó en el silencio de la noche apenas roto por el chirrido de los grillos.
«Nada».
Frunció el ceño. Quizá estaba profundamente dormida. O quizá ni siquiera estaba allí.
«¿No se te había ocurrido pensar en eso, imbécil?».
Había escuchado en la radio que ella había sido vista en un pequeño restaurante almorzando con el gilipollas de la voz de falsete. ¿Volvería Kimber a sentir algo por Jesse de nuevo? Deke no podría culparla después de la manera en que la había tratado, pero Dios… sólo de pensarlo le hacía querer golpearlo.
Sacó el móvil y la llamó. No hubo respuesta. Debía de haber visto el identificador de llamadas y decidido ignorarlo. Tenía que ser eso.
Deke quiso estrellar el teléfono contra la jodida puerta. La frustración hervía en su interior, a punto de ebullición, como si fuera algún tipo de experimento científico en un tubo de ensayo a punto de explotar. Pero no pensaba darse por vencido. Hacía mucho calor esa noche, tal vez incluso lloviera. Pero no le importaba. Pensaba quedarse esperando delante de su puerta toda la noche —días, si fuera necesario— hasta que ella volviera a la casa.
Deke hundió los hombros. No podía fingir que no le dolía que ella no quisiera hablar con él. Y si no dejaba de recorrer mentalmente aquel camino de nuevo, comenzaría a llorar como un bebé. Otra vez. No quería perder la compostura cuando se enfrentara a ella, quería mirarla de frente y prometerle que haría todo lo posible para ser el hombre que ella necesitaba.
Pero ¿sería realmente ese hombre? Su inseguridad en sí mismo lo azotó como un látigo cruel.
Apoyando la frente en la puerta, Deke luchó contra sus demonios interiores que seguían empeñados en mermar sus esperanzas. Cerró los puños contra la puerta, deseando que ella estuviera allí para poder abrazarla. La amaba con todo su ser… Amaba su sensatez y su agudo ingenio. Aquella vena traviesa que nunca dejaba de sorprenderle. La manera en que afrontaba la vida. Todos aquellos sentimientos y emociones que había compartido con él cuando estaba con ella… dentro de ella. Dios, ojalá volviera con él.
Un ruido —¿un gruñido?— lo arrancó de sus pensamientos. Aunque débil, aquel sonido estaba completamente fuera de lugar. Un gruñido masculino había salido del apartamento de Kimber.
Deke frunció el ceño y se acercó a la ventana. Oyó otro sonido que no conseguía ubicar.
Un choque, como algo golpeando contra la pared.
«¿Qué coño estaba pasando allí?». La ansiedad se enroscó en su estómago. Era ella… ¿habría llevado a otro hombre —quizá a Jesse— a su cama? No. No podía creerlo… no, no de Kimber. Ella no era Heather.
Pero Deke todavía no sabía a qué se debían esos sonidos. Sólo sabía que estaban fuera de lugar.
Colándose por la ventana, Deke sacó su SIG Sauer por si las moscas. Rodeó el sofá, pasó por delante de la cocina y recorrió el pasillo con el arma apuntando hacia delante. Contuvo el impulso de lanzarse a la carga como un toro. Tenía que proceder con tiento hasta saber qué diablos estaba pasando.
Un chillido agudo rasgó la noche, y un escalofrío le recorrió la espalda. «¡Kimber!».
Maldición.
Precipitándose por el pasillo hacia el origen del sonido, llegó al dormitorio. Estaba oscuro y vacío, con la cama deshecha.
Los sonidos de una lucha en el cuarto de baño le hicieron girar la cabeza en esa dirección.
Venían de detrás de la puerta cerrada dentro del cuarto de baño. ¿Del vestidor?
Si ese hijo de perra había dañado un solo pelo de la cabeza de Kimber, iba a comer durante el resto de su vida por una pajita después de que recibiera el primer puñetazo. Si recibía otro más, aquel cabrón no necesitaría ni pajita ni comida ni nada.
Acercándose sigilosamente hacia la puerta cerrada, Deke intentó escuchar. No quería poner a Kimber en peligro por precipitarse como un idiota.
—Pon el bate de béisbol en el suelo —gruñía el hombre—, no quiero hacerte daño.
A continuación se escuchó un golpe sordo y un gruñido.
—¡Perra! Me has hecho daño.
Kimber le había acorralado. Bien. Aquel bastardo no era demasiado hábil y ella todavía estaba viva. Aquéllas eran buenas noticias. Deke no sabía si volvería a conquistarla, pero sí sabía que iba a salvarla.
De repente, Kimber soltó un grito.
—Maldita sea, muere como una buena chica.
«¡No!». El grito de terror de Kimber atravesó las paredes y desgarró las entrañas de Deke.
Deke destapó la botella de sus emociones —miedo, culpa, frustración, rabia— y las dejó volar mientras echaba abajo la puerta del vestidor e irrumpía en el pequeño cuarto. Allí no había más que oscuridad, pero vio el contorno del cuerpo de Kimber en el suelo, y cómo se golpeaba su cabeza contra la pared. La sangre resbalaba por su torso.
«Oh, no. ¡Demonios, no! Dios…».
Embargado por la furia, Deke se giró con rapidez, agarró al extraño por el cuello y lo empujó contra la pared. Un destello metálico llamó su atención. Esquivó el filo y cerró los dedos en torno a la garganta del hombre. Con la otra mano, acercó el cañón de su arma a la frente de aquel hijo de perra.
—Tira el cuchillo al suelo.
El extraño vaciló. Deke podía oír sus ásperas boqueadas, podía oler su miedo, sentir sus temblores. No era suficiente. Quería ver cómo aquel bastardo se desangraba, cómo se retorcía de dolor, cómo se estremecía bajo sus manos mientras rogaba piedad.
Liberar a su salvaje interior.
Apartando aquéllos pensamientos a un lado, Deke le dirigió al hombre una mirada letal.
—No necesito más razones para acabar contigo, cabrón. Tira el cuchillo.
El extraño vaciló indeciso. Deke apretó el arma, y presionó la palma de la mano contra la traquea del hombre. Aun así éste no cooperó.
Y Deke no tenía ni idea de si la vida de Kimber estaba escurriéndosele entre los dedos en ese momento.
—Voy a acabar contigo. —El dedo de Deke comenzó a apretar el gatillo.
El extraño debió sospechar que Deke hablaba en serio y soltó el cuchillo. Cayó sobre la bota izquierda de Deke.
Pisándolo para que no pudiera cogerlo de nuevo, Deke contuvo las ganas de agredir al hombre, pero Kimber necesitaba su ayuda ahora.
Deke señaló la esquina más alejada del vestidor.
—Siéntate ahí con las manos donde pueda verlas. No te muevas. Si se te ocurre mover un solo dedo, mi buena amiga SIG Sauer y tú vais a llegar a conoceros muy bien, ¿me has entendido?
Bajo la palma de la mano, Deke sintió que el hombre tragaba aire. Luego asintió con la cabeza.
Resistiendo el impulso de aplastarle la tráquea por puro placer, Deke retrocedió, apuntó con el arma al asaltante, y observó cómo su sombra se acercaba a la pared y se hundía en el suelo.
Sin apartar la mirada, Deke guardó el cuchillo y encendió una luz.
El intruso llevaba una careta. Como en un programa de televisión.
Pero fue lo único que pasó por su cabeza antes de dejarse caer de rodillas al lado de Kimber, buscando el origen de la sangre con una mano mientras sostenía el arma que apuntaba al hombre en la otra.
«Oh, maldita sea. Oh, Dios… deja que viva».
Se sintió invadido por el pánico de nuevo, pero lo apartó bruscamente a un lado. «Piensa. Contrólate, razona».
Deke la examinó con rapidez. Kimber había perdido el conocimiento, pero su corazón palpitaba con un ritmo constante. Respiraba. Tenía un corte profundo en el antebrazo. Tendrían que darle unos puntos en cuanto fuera posible. Deke cogió una camisa de una percha y presionó la herida con ella. Lo más probable es que hubiera sido causada por el cuchillo del extraño al levantar el brazo para defenderse de él. No quería ni imaginar el terror que debía de haber sentido al ver venir el cuchillo hacia ella…
Le dirigió al hombre una fría mirada de furia.
—Como se muera, te mato. ¿Has entendido?
La cabeza bajo la careta asintió temblorosa.
No encontró ninguna otra herida, pero el pánico creció en él. ¿Por qué demonios seguía inconsciente? Se había golpeado la cabeza al caer. ¿Habría sido grave?
Deke abrió el móvil y llamó al 911. Les dio la dirección de Kimber.
—Ya hay varias unidades de policía en camino, señor. Llegarán en dos minutos.
Así que Kimber había llamado ya. Una chica lista, su gatita. «Resiste, nena».
—Necesito que envíen una ambulancia también. Está inconsciente. —Luego colgó.
—¿La has drogado?
—No —dijo una voz rota.
—¿Violado?
—No.
—Pero querías matarla, jodido pirado —gruñó Deke—. Quítate la careta.
El hombre vaciló y Deke levantó la SIG.
—¡Ahora!
El hombre se la quitó y Deke se lo quedó mirando fijamente.
—¿Qué diab…? Tienes al menos cincuenta y cinco años. —¿No era un poco mayor para dedicarse a asaltar casas?
El extraño se aclaró la garganta.
—Tengo sesenta y dos.
—¿Te gusta acosar a las mujeres, abuelito? —aquel pensamiento le hizo querer estrangular a aquel vil hijo de perra.
—No. No es nada personal. No quería hacerle daño. Sólo quería que se mantuviera lejos.
Deke apretó el arma.
—¿Lejos de qué?
Silencio.
—¡Será mejor que me des una respuesta! —gritó Deke—. Se me está acabando la paciencia.
—De la carrera de Jesse McCall. Ella ha intentado acabar con ella unas cuantas veces y a él ni siquiera le importa. Jesse está cargando contra la prensa… se está autodestruyendo.
Explotando. Va a destruir su carrera y a todos los que le rodean, por culpa de esta mujer.
Un abuelete obsesionado con la carrera de Jesse. Por lo que Kimber les había contado a Luc y a él sobre Jess, aquél era su agente. ¿Cómo se llamaba…? ¿Cal?
—Ya soy demasiado viejo para empezar de nuevo. —La voz del hombre era temblorosa.
Aquel hombre estaba derrotado. Había sido una estupidez pensar que aniquilando a Kimber se resolverían sus problemas. Si la policía no aparecía pronto, Deke no sabía si podría controlar su furia y sus deseos de venganza lo suficiente para que quedara algo de él cuando finalmente lo detuvieran. Pero tenía que contenerse. Aquel cretino acabaría en una celda.
—Continúa —le dijo al hombre—. Cal, ¿no?
—Sí —dijo el agente con cautela.
—¿A qué te referías con empezar de nuevo?
Él vaciló.
—Creo que no volveré a abrir la boca sin mis abogados delante.
A los tres minutos, se desató la locura en el apartamento de Kimber. Varias unidades de policía irrumpieron en el lugar. Deke cogió al sospechoso por la nuca y le instó a caminar apuntándole con el arma. Después de que la policía verificara las credenciales de Deke, él centró la atención en los paramédicos que atendían a Kimber.
Les indicó el corte del brazo.
—¿Por qué demonios está todavía inconsciente?
—¿Es usted familiar?
«Oh, maldita sea».
—Es mi… —¿Amiga? ¿Novia? ¿Soy el padre de su hijo?—. Es mía.
—¿Su esposa?
—Aún… no.
—Lo siento. No podemos dar información a nadie que no sea de la familia. —Le contestó uno de los paramédicos mientras la subían a una camilla.
Deke no pudo resistir acariciar la cara y el hombro de Kimber cuando pasaron por delante de él. Los siguió a la ambulancia.
—Déjenme ir con ella.
—Lo siento, señor. Sólo familiares.
«¡Sólo jodidos familiares!».
—¿Dónde la llevan? Y no vuelva a repetirme lo mismo. Voy a avisar a su familia ahora.
El paramédico le dio el nombre de un hospital. Deke no lo conocía, pero lo encontraría.
—Voy a seguirles.
—Puede intentarlo.
Deke contuvo el deseo de responderle con un bufido. Andaría a gatas sobre cristales para asegurarse que Kimber estaba bien. Seguir a una ambulancia sería un juego de niños.
Observó cómo metían a Kimber en la ambulancia. A través de las ventanillas de las puertas traseras, pudo ver cómo la estabilizaban. Kimber había perdido mucha sangre. Y aún no había recobrado el conocimiento.
Alguien puso en marcha la ambulancia, y Deke se dirigió al Hummer, subió de un salto y condujo como un loco por el aparcamiento para seguir a la ambulancia por la calle solitaria hacia el hospital… con un mal presentimiento.
Puede que no se hubiera tomado un bote de pastillas como Heather, pero si a Kimber le pasaba algo también…
Sujetando el volante con fuerza, Deke apartó aquellos pensamientos de su cabeza. «No. ¡Maldita sea, no!». Amaba a Kimber. La necesitaba a su lado. Siempre. Con bebé o sin él. Con muchos más niños si ella quería. Intentaría ser el mejor para ella. Lo intentaría todo. Todo.
Durante toda su vida.