Capítulo 1

Por lo general, a Kimber Edgington no le importaba pedir favores. Si su padre hubiera estado en la ciudad, no le hubiera molestado pedirle que se pasara por la tintorería. Ni darle la lata a alguno de sus hermanos para que le comprara la leche.

Pero hoy no le pediría ayuda a su familia. Lo que necesitaba no era algo que se considerase normal.

Respiró hondo. Podía hacerlo. No, tenía que hacerlo si quería hacer realidad la fantasía que llevaba siete años rondándole la cabeza.

Salió del coche bajo aquella húmeda tarde y estudió la casa de ladrillo rojo. El exterior, con un macizo de azaleas de vistosos colores y un césped recién cortado, parecía cuidado. Era un edificio elegante con aquella fachada de piedra, el inmaculado balcón blanco y las columnas de estilo dórico. No se oía ni un solo ruido que perturbara los verdes campos del este de Tejas, el lugar parecía muy tranquilo.

Nadie podría adivinar jamás qué depravaciones ocurrían en esa casa. De hecho, Kimber había ido allí para descubrirlas personalmente.

Para averiguar si podía soportarlas.

Cerrando los dedos temblorosos en torno a la correa del bolso, se armó de valor y se acercó a la pesada puerta de roble. Pensó lo hermoso que era el paisaje marino de la vidriera de colores y llamó.

Contra toda lógica, esperó que Deke Trenton no estuviera en casa.

¡Uf! ¿Cuánto tiempo hacía que no lo veía? ¿Cinco años? Quizá más. Ojalá pudiera pasar otros cinco años o más sin tener contacto con él. De hecho, imaginar su cara era todo lo que hacía falta para hacerle rechinar los dientes y pensar en asestarle un par de puñetazos. Cuando Kimber tenía diecisiete años, él había despertado en ella una curiosidad que la atemorizaba, pero que al mismo tiempo no había podido ignorar. La única vez que había intentado hacer algo al respecto, iniciando una sencilla conversación, él la había rechazado sin ningún miramiento.

Durante mucho tiempo lo había odiado por ello.

Ahora, en vez de evitarle, iba a tener que pedirle el favor de su vida.

Y haría cualquier cosa para que no se lo negara.

Apartándose un rizo castaño rojizo de la cara, Kimber se obligó a no comprobar una vez más el brillo de labios. El rímel no se le había corrido; lo había comprobado unos minutos antes.

Los pantalones color oliva, aunque cómodos, habían sido una mala elección. Los compensaba con una provocativa blusa blanca de encaje que se le ceñía a los pechos y con el escote bajo y redondeado para llamar la atención. Había completado su atuendo con unas sandalias blancas de tacón alto que sabía que gustaban a los hombres, pero que, maldita sea, le hacían polvo los pies.

No tenía sentido seguir postergando aquello un minuto más.

Tragando saliva, Kimber volvió a llamar.

—Ya voy —anunció una amortiguada voz masculina.

¿Deke? Había pasado demasiado tiempo y Kimber había borrado de su memoria todo lo que concernía a aquel hombre. Pero jamás había olvidado del todo aquella voz profunda y ronca.

Sintió mariposas en el estómago cuando oyó ruido de pasos aproximándose a la puerta.

Había ensayado mil veces lo que iba a decir. Deke pecaba del mismo comportamiento militar de su padre y sus hermanos, y no le gustaba la gente que se andaba con rodeos o sutilezas. Así que sólo esperaba soltar el discurso sin fastidiarla.

De repente, un hombre abrió la puerta.

No era Deke. Ni siquiera se le parecía.

El pelo negro estaba suelto sobre unos hombros delgados. Tenía unos conmovedores ojos oscuros y una mandíbula firme con sombra de barba. Una camiseta ceñida de color gris y vaqueros descoloridos cubrían un cuerpo alto y atlético. Aquel hombre podría trabajar de modelo y ganar una fortuna. Su cara le resultaba familiar, quizá lo conocía.

—¿Puedo ayudarte en algo? Sería un placer para mí. —La divertida sonrisa del hombre le indicó que era consciente de que lo había recorrido de pies a cabeza y que no le importaba lo más mínimo. De hecho, él había hecho lo mismo.

Kimber se rió. Era obvio que la sutileza no era lo suyo.

—Lo siento. Creo que me he confundido de casa. Estoy buscando a Deke Trenton.

Supongo que me confundí de calle…

—No. Has llegado al sitio correcto. Mi primo Deke regresará pronto.

—¿Deke es primo tuyo? —La posibilidad casi la dejó boquiabierta.

En términos físicos, los dos hombres eran —literalmente— como la noche y el día. El que estaba ante ella era ardiente y sexy, oscuro y lujurioso como la noche. Deke tenía la piel y el pelo dorados, era duro y arduo como el día.

Él se encogió de hombros.

—Somos primos segundos, ya sé que no es para andar diciéndolo. Pero como él paga su parte vivimos juntos. Yo soy…

—Luc Traverson. ¡Oh, Santo Dios! Te he reconocido por las fotos. Tengo varios de tus libros de cocina.

—Me siento halagado.

Ella le dirigió una sonrisa contrita.

—¡Oh, vaya! Me encantan tus recetas. Aunque soy un auténtico desastre en la cocina.

La cordial risa masculina de Luc resonó con un eco cálido en su vientre. Le cayó bien de inmediato. Parecía buena gente. Sencillo a pesar de su éxito.

—¿Cómo te llamas, cariño?

—Kimber Edgington. —Le tendió la mano—. ¿De verdad eres primo de Deke?

—Eso parece. —Luc le tomó la mano acariciándola más que estrechándola—. No puedo dejarte aquí fuera en el porche. ¿Quieres entrar a esperarle? Me encantaría disfrutar de tu compañía mientras termino de hacer la cena.

Aquel hombre rezumaba encanto sureño. Kimber se sintió encandilada por él.

—Gracias. ¿Crees que llegará pronto?

—Sí. Llamó hace un rato para decirme que estaba en camino. —Luc se apartó a un lado para que pasara.

Kimber entró en la casa, llena de curiosidad. En ella reinaba el clasicismo de influencia italiana, pero un aire rústico y moderno a la vez. Los suelos de madera oscura contrastaban con las paredes blancas. Había sillones de cuero y mesas de hierro forjado, y un televisor de plasma de cincuenta pulgadas. Era lujosa y de buen gusto, pero aun así muy masculina.

—Calculo que llegará en diez minutos más o menos. —Luc le dirigió una picara sonrisa—. El tiempo justo para ofrecerte un té helado de frambuesa y unos bollos de melocotón recién hechos, además de sonsacarte cómo ha conseguido ese imbécil que una belleza como tú venga a visitarlo.

A Kimber se le esfumó la sonrisa de golpe. Su misión. Un par de magnéticos ojos oscuros y algunas palabras amables y ya se había olvidado de la razón por la que había ido allí.

Una parte de Kimber apenas podía creer que se hubiera atrevido a ir. Era una locura. Una estupidez.

Y, sin embargo, era fundamental para su futuro.

Pero no iba a dejar que Luc le sonsacara la verdad, no importaba lo deliciosos que resultaran sus bollos. Aunque lo más probable era que Deke se lo contara a Luc en cuanto la pusiera de patitas en la calle.

—Sólo estaba bromeando. No hay necesidad de que te pongas tan seria. No tienes que contarme nada —le aseguró con aquella voz ronca e íntima. La expresión picara de sus ojos había sido reemplazada por una mirada oscura y adusta.

—Lo siento. —Kimber intentó sonreír—. Es que estoy un poco…

—¿Nerviosa? —le sugirió él, conduciéndola a una brillante cocina.

—Es una casa preciosa, en especial la cocina —suspiró ella, feliz por poder cambiar de tema.

Los elegantes muebles de cerezo y acero inoxidable hablaban de buen gusto europeo y de cocinas de alta tecnología. Con una creativa mezcla entre lo antiguo y lo moderno, la cocina con seis fogones, las encimeras de granito y el horno doble, era el sueño de cualquier chef. Luc parecía encajar allí perfectamente.

—Gracias. Por si te lo preguntas, Deke no tuvo nada que ver en la decoración —dijo, guiñándole el ojo.

¿Decoración? ¿Deke? La idea la hizo reír. Deke colgaba las armas en el perchero y tenía las cajas de los cartuchos esparcidas por el suelo. Para él, los prismáticos de infrarrojos eran el tema preferido a la hora de tomar café. Un buen televisor, un sofá viejo y una cámara de seguridad, y no necesitaba nada más para entretenerse.

—Te creo. ¿Lo has decorado tú todo?

—Con un poco de ayuda de un amigo mío que es decorador.

—Te ha quedado muy bonita.

Él le respondió con una sonrisa.

—Me alegro de que te guste. ¿Un té de frambuesa?

Luc le puso la mano en la cintura y la guió hacia una silla de hierro forjado con un lujoso cojín de color musgo. La leve caricia le gustó. Kimber no tenía duda alguna de que muchas mujeres considerarían muy atractivo al chef. Lo era. Pero tenía algo que la tranquilizaba. Él cocinaba y decoraba, y además la hacía sentir a gusto. Quizá era gay Lo observó con detenimiento y reconsideró ese último pensamiento. «No, por supuesto que no lo es». Simplemente era una persona educada y de trato fácil.

Todo lo contrario a su primo. Deke siempre la sacaba de quicio incluso antes de decirle «hola».

—Así que conoces a Deke —preguntó Luc, dándole un vaso alto.

—Se podría decir que sí. —Le dirigió una tensa sonrisa—. Mi padre y él se dedican a lo mismo. De hecho, él solía trabajar para mi padre. —Kimber tomó un sorbo de té y no pudo contener un suspiro—. ¡Esto está de muerte!

Luc frunció el ceño y luego cayó en la cuenta de quién era ella.

—Ah, ¿eres la hija del coronel Edgington?

Kimber asintió con la cabeza.

—¿Deke te ha hablado de mí?

—Nunca ha mencionado tu nombre. En realidad sólo me ha hablado de tu padre. Tendré que patearle el trasero por ese descuido. Eres preciosa. —Se sentó en la silla a su lado y sonrió, derrochando encanto—. Me voy a sentir muy infeliz si ya te ha echado el ojo.

Un rubor acalorado subió por el cuello de Kimber hasta sus mejillas. «¿Se había sonrojado?». Ella jamás se sonrojaba. ¡Jamás! Pero Luc y sus halagos eran demasiado para una chica acostumbrada a tratar sólo con militares.

—Apuesto lo que sea a que tienes montones de mujeres rendidas a tus pies.

Un amago de sonrisa aleteó en esa boca exuberante, pero no contestó.

—¿Deke sabía que ibas a venir?

—No. Y no me ha echado el ojo. Créeme, hace años que no le veo. Creo que todavía estaba en el instituto la última vez que lo vi.

La sorpresa se reflejó en los rasgos morenos y sensuales de Luc.

—Y ahora llegas aquí como caída del cielo, decidida a hablar con un hombre por el que, si no me equivoco, no sientes un especial cariño. ¿Es así?

Kimber palideció. Aquel hombre era realmente perspicaz.

—Yo…, necesito hablar con Deke. Es urgente.

Deke estaba junto a la puerta de la cocina, apretando los dientes con fuerza.

Mierda, reconocería esa dulce voz en cualquier sitio. Aguda, rítmica, con un leve toque de picardía. «Kimber Edgington». La chica que le ponía duro como un martillo neumático. Siempre había sido así. Durante todos y cada uno de los días que había trabajado para el coronel. Era oír su voz y toda la sangre de su cuerpo descendía directamente a su miembro. Una mirada de esos dulces ojos color avellana y ya estaba listo para la acción.

Deke hizo una mueca mientras se recolocaba la bragueta. Maldita sea, todavía tenía ese poder sobre él.

Al menos ya no tenía diecisiete años y tentaba a un hombre que era lo suficientemente mayor para saber cuándo no debía jugar con fuego.

Hacía cinco años que había dejado de trabajar para su padre, antes de hacer algo estúpido.

Algo de lo que, estaba seguro, se hubiera arrepentido más tarde, igual que lo habría hecho ella.

Pero ¿por qué demonios estaba allí? «Mierda, sólo hay una manera de averiguarlo…».

Kimber contuvo el aliento cuando él entró en la cocina. Deke se detuvo ante la isleta para ocultar la dura evidencia de su excitación. Al ver la sonrisa de diversión de su primo, supo que a él no le había engañado.

Pero fue a Kimber a quien prestó toda su atención. Había madurado. Sus labios eran ahora más provocativos, las pecas se habían desvanecido. Apenas llevaba maquillaje. El aire de inocencia permanecía intacto, y lo invitaba a corromperlo.

Deke apostaría todas sus medallas a que todavía era virgen.

«Estás loco». Kimber debía de tener ya veintidós años, veintitrés como mucho. Pero en lo más profundo de su ser sabía que no se equivocaba. ¡Maldita sea! Tenía que deshacerse de ella. Y con rapidez. Un deseo incontrolable y una chica virgen eran una combinación peligrosa.

—Kimber. —La voz de Deke sonó ronca por el deseo. Reprimió las ganas de hacer una mueca.

—Deke.

Su nombre pareció flotar desde aquellos labios rosados y tentadores. El ronco sonido lo puso más duro todavía. Entonces ella se mordisqueó el labio inferior y él sólo pudo pensar en deslizar su miembro entre esos labios, en penetrar profundamente la sedosa humedad de su boca mientras ella lo miraba con aquellos ojos inocentes.

Si no dejaba de pensar en esas cosas, iba a tener que ir al baño para masturbarse antes de poder mantener una conversación coherente y deshacerse de ella.

—Hola —dijo ella para romper el embarazoso silencio.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

Kimber asintió con la cabeza. Fue un gesto automático que denotaba nerviosismo. No había oído más que unas pocas frases de la conversación de Luc con Kimber. Las suficientes para saber que su primo pensaba que le había echado el ojo a aquella belleza. Y que Kimber tenía una razón importante para estar allí.

Como sólo tenían un conocido en común, pensó que debía de tratarse del coronel.

—¿Le ha pasado algo a tu padre?

—E-está bien. Gracias. —Kimber forzó una sonrisa—. Últimamente ha recibido amenazas de alguno de los psicópatas que envió a la cárcel y que ya ha sido puesto en libertad, pero eso no es nada nuevo.

«No, no en esa clase de trabajo».

—No, no lo es.

Por fin, su erección disminuyó lo suficiente para cruzar la estancia y sentarse ante la mesa de estilo italiano. Su primo todavía esbozaba una sonrisa socarrona, y Deke le dirigió una mirada de advertencia.

—No he podido evitar oír cómo le decías a Luc que tenías algo importante que decirme.

¿No será sobre el coronel?

—No. Es sobre… —Las pestañas de Kimber sombrearon sus mejillas cuando bajó la vista y se volvió a morder el labio.

Maldita sea, los gestos inocentes y seductores de Kimber lo ponían a cien.

Ella levantó la vista de nuevo, y Deke vio que lo miraba con determinación. Interesante.

—Es algo personal.

«¿Personal?». Deke no podía imaginarse a qué se refería. ¿Había acudido a él para contarle algo personal? Se había esforzado en ser un borde con ella mientras trabajaba para su padre. No le había resultado demasiado difícil cuando se había sentido agarrotado todos los días por la frustración sexual.

Transcurrió una pausa silenciosa.

Luc se levantó y se acercó a Kimber.

—Chicos, os dejaré unos minutos a solas. Hay más té de frambuesa. No permitas que el ogro te asuste. —Le cogió la mano y se la besó—. Y no se te ocurra marcharte sin despedirte.

Deke observó el intercambio y se dio cuenta de que estaba rechinando los dientes.

«Bastardo». Kimber poseía todo lo que su primo deseaba en una mujer: dulzura, virginidad e inocencia. El que ella tuviera el pelo rojizo era sólo un incentivo más.

«Pero ya podía irse olvidando de esa mujer». Si Kimber estaba vedada para él, también lo estaba para Luc.

El suave golpe de una puerta al cerrarse en el pasillo le indicó a Deke que su primo se había encerrado en su despacho. Volvió a centrarse en Kimber.

—Bien, adelante. Te escucho.

—He venido a pedirte un favor. Me doy cuenta de que esto es un poco extraño, pero… —se interrumpió con un tembloroso suspiro, luego alzó la barbilla y pareció controlar los nervios. Un momento después, lo miró directamente a la cara—. ¿Podrías enseñarme todo sobre el sexo, tal y como a ti te gusta?

Por lo general, la expresión de Deke jamás reflejaba sus pensamientos. Debido a su trabajo, poseer una expresión insondable era algo indispensable. Aquélla era la primera vez que Kimber lo veía quedarse con la boca abierta. No lo hubiera sorprendido más si le hubiera pedido que excavara el Gran Cañón con sus propias manos.

—¿¡Qué!?

—Quiero que me enseñes cómo son las relaciones sexuales que te gustan.

¿Las relaciones sexuales que le gustaban a él? ¿Podría haber algo más extraño en este jodido planeta?

Ahí pasaba algo. Algo muy raro. A la virginal Kimber no podía gustarle lo mismo que a él.

Ni siquiera debería saber que existía.

Aunque quizá estuviera interpretándola mal. Lo más probable era que no tuviera ni la más remota idea de qué le estaba pidiendo.

Con aquel tranquilizador pensamiento, dejó traslucir la irritación que sentía y negó con la cabeza.

—¿Por qué coño ibas a querer saber algo así?

Kimber no se inmutó ante su lenguaje. Deke debía reconocerle eso y más… como haber tenido las agallas suficientes para ir allí. Al criarse con el coronel y dos hermanos mayores, era probable que hubiera oído todas las palabras malsonantes del mundo, y algunas más de su propia cosecha. Pero se preguntó de dónde habría sacado el valor para preguntarle si quería… ¿qué?, ¿ser su tutor sexual? Bufó para sí mismo al pensar en todas las cosas que le gustaría enseñarle.

—Creo que ha llegado el momento de ampliar mis horizontes —le explicó ella con despreocupación, de una manera que parecía haber sido ensayada—. Y a pesar de tu actitud brusca, eres un tío honrado. Nunca me harías daño…

—¿Hasta cuando voy a tener que seguir oyendo este discursito antes de decirte que no?

—Aún no he terminado.

—Ni siquiera deberías haber empezado.

—Necesito saber. Tengo que saber cómo complacer a un hombre con esas inclinaciones.

Esas inclinaciones. Como si fuera algo fácil. Como si pudiera explicárselo con un simple esquema. Contuvo una amarga risa.

—A ver si nos entendemos, ¿quieres aprender a follar conmigo, pero no tienes ni idea de qué va la cosa?

Kimber se envaró.

—Claro que lo sé. A ti te van los ménages, te gusta compartir a las mujeres.

¿Cómo diablos se había enterado de eso? Era sorprendente. Perturbador. Condenadamente excitante.

Pero ella había dicho «ménage» como si la mera palabra la asustara de muerte. Deke se rió largo y tendido a costa de Kimber.

—Gatita, estás metiéndote en camisa de once varas.

—Por favor, no me trates como a una cría. Puede que no sea la mujer más experimentada del mundo, pero ¿qué más da? Todos partimos de cero. Estoy tratando de aprender. No te pido un compromiso ni que me dediques mucho tiempo. Hablo de una tarde o dos, ¿dónde está el problema?

Así que la gatita aún tenía garras. La encontraba salvajemente excitante. Se imaginó tumbándola sobre esa misma mesa, separándole las piernas para observar su sexo abierto para él mientras ella se retorcía y jadeaba en pleno orgasmo.

Él se aclaró la garganta y se obligó a centrarse.

—Olvídate por un segundo de que no tienes más que una vaga idea sobre el tema.

Centrémonos en la gran pregunta: ¿por qué? ¿Por qué quieres experimentar en tus propias carnes qué se siente al ser compartida?

Kimber cruzó las manos delante de ella y vaciló. Estaba intentando decidir qué contarle, pensando qué descartar y qué no. Deke le dio un minuto para que aclarara sus ideas; podía esperar. No pensaba ir a ningún sitio hasta descubrir de qué iba todo ese asunto.

—No sé si te acordarás, pero poco antes de que vinieras a trabajar con mi padre, éste había estado protegiendo a Jesse McCall.

—Sí. —Deke se encogió de hombros.

—Jesse y yo… nos hicimos muy amigos ese verano. Compartimos un vínculo especial. Se podría decir que nuestro amor floreció. Hemos salido con otras personas, pero no es lo mismo. Y nuestra relación sólo se ha hecho más fuerte con los años. Nos hemos mantenido en contacto por teléfono y por e-mail. Compartimos nuestras esperanzas, deseos y sueños. Llevo muchos años pensando en él, en nosotros y creo que a él le pasa lo mismo.

Que alguien le diera una bolsa para el mareo. ¿De veras Kimber se tragaba todo eso? ¿Que mientras Jesse se iba tirando a toda cuanta mujer se le ponía por delante, la amistad con Kimber tenía un significado especial para él? Imaginó que sería posible… después de que el infierno se congelara.

—Ya veo —dijo arrastrando las sílabas—. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Bueno, hace unos seis meses, hablamos largamente de nuestra relación. Le dije que nunca podría sentir por nadie lo que sentía por él —se mordisqueó los labios, titubeando—. Jesse me dijo que yo le importaba mucho, pero que su estilo de vida me escandalizaría.

No había más que leer la prensa amarilla.

—Sí, lo haría.

—He visto montones de fotos de él con diferentes mujeres. He oído rumores sobre lo mucho que le gusta compartir a las mujeres. Sé lo que tengo que hacer para tener un futuro con él. Pero él dice que no quiere corromperme; piensa que yo no podría soportarlo. Tengo que demostrarle que puedo ser lo que él necesita.

Santo cielo. ¿Acaso había perdido completamente el juicio? Pretendía que le enseñara a darle placer a ese niño bonito que presumía de ser cantante melódico y a algún gilipollas desconocido a la vez. ¿Sería Kimber una mujer inmadura para su edad, de ésas que perdían la chaveta por las celebridades y gritaban como locas cada vez que oían su nombre? Se le encogió el estómago.

—¿Así que crees que yo te enseñaré cómo atraparle, y luego viviréis felices y comeréis perdices?

Kimber se envaró.

—Creo que lo más inteligente sería ir a Jesse preparada para complacerle y de esa manera probarle que puedo ser alguien especial para él.

—¿Y a qué viene tanta prisa?

—Ha vivido en Europa durante los últimos años. Le he echado mucho de menos. Pero por fin vuelve a Estados Unidos. Vuelve a Tejas durante unos meses. Hemos hecho planes para vernos y averiguar si nuestra relación tiene algún futuro. Es mi oportunidad para demostrarle que aún nos une ese vínculo especial.

«¿Vínculo especial?». ¿Qué demonios se suponía que quería decir con eso?

—En primer lugar, ese tío es una estrella del pop. Ha tenido tres álbumes en el número uno en los dos últimos años. Las mujeres caen rendidas a sus pies, y lo sabes.

Ella alzó la barbilla, altiva. Tenía su genio. Otra cosa que lo ponía tan duro como una roca.

—Precisamente por eso, no puedo permitirme el lujo de no estar preparada. Sé que tendré que competir por su tiempo y atención. Soy consciente de que no soy tan mundana como las groupies que lo persiguen. Pero existe una conexión entre nosotros. Quiero ver si nos lleva a algún lado y creo que él también está dispuesto a averiguarlo, aunque tiene miedo de hacerme daño.

—Y supongo que en segundo lugar, tú eres demasiado inocente para esto.

—Por eso te pido tu ayuda. Me niego a ir a verlo y correr el riesgo de que me considere una cría. ¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Acaso es tan difícil hacerlo?

—Crees que con que te haga un jodido esquema será suficiente para saber todo lo que hay que saber sobre los ménages, ¿verdad?

—Estoy dispuesta a que me lo expliques, y quizá también me haga falta una demostración.

Depende.

«Jodidamente increíble».

—Una explicación no te serviría de nada, gatita, y no te prepararía para lo que realmente necesitas. En cuanto a una demostración, lo más probable es que salieras huyendo espantada.

Ella frunció el ceño. La frustración de Kimber aumentaba a la par que su deseo por ella.

—De ser así, tengo que saberlo ahora, antes de comprometerme con Jesse. Si lo compruebo por mí misma…

—Saldrías de aquí gritando y corriendo tan rápido que baterías todos los records. No podrías soportarlo.

—¿Por qué? ¿Acaso estamos hablando también sobre el bondage o la dominación?

Deke agrandó los ojos sorprendido. ¿Cómo sabía ella de esas cosas?

—No parezcas tan sorprendido. No soy precisamente una niña.

—Puede que no. Pero eres virgen todavía. Apostaría mi vida en ello.

—Sí. ¿Y qué? Me estoy reservando para Jesse. —Se apartó un brillante rizo rojizo de la cara, actuando como si anunciar que una mujer de veintitantos años era virgen fuera la cosa más natural del mundo—. Deke, sé que no me debes nada, pero te estoy pidiendo lo más amablemente posible que me ayudes.

—Pues joder con tu petición. No me importa cómo lo expongas. Es una condenada estupidez.

—Si lo que te preocupa es que mi padre se enfade…

—Demonios, sí, por supuesto que se enfadará. Pero no es por esa razón por la que no estoy dispuesto a ayudarte. Kimber, éste no es el tipo de sexo que le vaya a una virgen.

Ella hizo una pausa, reflexionando sobre ello. Luego se puso en pie.

—Vale, lo entiendo. Al parecer no te atraigo para nada. Genial. Ya encontraré otra manera de aprender.

Deke debería dejar que creyera eso y dejar que se marchara, pero no podía. Tenía que hacerle saber que sí que lo atraía… y que por ese mismo motivo estaba jugando con fuego.

Deke se levantó y se interpuso en su camino.

—¿Así que piensas que no me atraes? —bajó la mirada al miembro grueso y duro que tensaba la bragueta de los vaqueros. Al instante, ella siguió la dirección de su mirada. El suave jadeo que emitió sólo lo puso más duro—. Gatita, no puedes imaginarte lo que se me ha pasado por la cabeza desde que me has formulado esa petición con esa boca tan deseable que tienes.

Pero dudo que quieras saberlo.

Un ardiente rubor inundó las mejillas de Kimber mientras miraba de nuevo la entrepierna de Deke. Se mordisqueó los labios. Siempre hacía eso cuando estaba nerviosa o pensativa.

—Sí que quiero. Quiero saberlo todo sobre las relaciones sexuales que te gustan. Las que le gustan a Jesse.

Deke se sintió molesto, y se prometió a sí mismo que si alguna vez tocaba a Kimber, ella dejaría de pensar en aquella afeminada estrella del pop. Estaría demasiado ocupada con él.

Sólo el pensar en decirle que no, le hacía sentir como si le aplastaran las pelotas. Mierda, se le estaba ofreciendo en bandeja para que saciara su lujuria por ella. Lujuria que él llevaba más de cinco años conteniendo. Lujuria que le ponía el miembro increíblemente duro y que le hacía sentir un deseo que le retorcía las entrañas.

«Es inocente. Virgen. ¡¡Peligro!!».

Había llegado el momento de poner fin a aquello. ¿De verdad creía Kimber que era lo suficientemente madura para ser compartida? Sí, tenía que hacer que saliera huyendo en cuestión de segundos. Sería lo mejor antes de cometer alguna locura como agarrarla, tocarla, excitarla y penetrarla hasta el fondo.

—El sexo que me gusta no es ni dulce ni romántico, gatita. Es crudo, y en ocasiones doloroso para una mujer. Puede requerir una espalda de acero y mucho aguante.

Kimber se puso tensa y tragó saliva. Estaba nerviosa…, pero intrigada. La curiosidad se arremolinaba en aquellos preciosos ojos color avellana. Al fin, ella asintió con la cabeza.

—Continúa.

Deke se acercó más. No podía contenerse. Ahora también captaba su aroma. Desprendía un olor a melocotones, a azúcar moreno y a deseo femenino. ¿Acaso estarían calentándola sus palabras? ¿O sería saber que lo excitaba lo que la hacía humedecer?

Dio otro paso, invadiendo el espacio personal de Kimber, y acercó los labios a su oído.

—En mi caso, ménage, implica compartir a una mujer, dos hombres follándola a la vez, llevándola al orgasmo y volviéndola tan loca de placer que ella olvida su nombre y grita hasta que el techo se le cae encima.

Deke se apartó para evaluar la reacción de Kimber. Tenía la boca entreabierta en un silencioso jadeo, y los ojos agrandados con las pupilas dilatadas. Oh, maldita sea. ¿Sería posible que la idea la atrajera? Su polla estaba preparada para bailar un tango a pesar de que su mente estaba intentando por todos los medios cortar la música de raíz.

—Ayúdame a entenderlo. ¿Por qué te gustan los ménages? —logró susurrar ella—. ¿Por qué no hacer el amor con una sola mujer? Solos los dos.

—Dos hombres pueden lograr que una mujer alcance un placer tan increíble que ella esté dispuesta a hacer lo que sea por el placer de sus amantes. Y para eso tengo que tener un asiento en primera fila.

A Kimber se le enrojeció aún más la cara. El aroma del deseo femenino flotaba ahora en el aire. Se le irguieron los pezones al tiempo que se humedecía los labios con nerviosismo.

—Entiendo.

El vientre de Deke se contrajo ante la imagen de aquella lengua rosada.

—¿De veras?

—Estoy al tanto de esas cosas. He leído mucho. Comprendo cómo es posible físicamente, pero… ¿qué pasa con los lazos afectivos?

—¿Los lazos afectivos?

Él debía de ser de Marte, porque esa pregunta era, definitivamente, de Venus. ¿Qué pasaba con las preguntas que se esperaba? Cosas como ¿por dónde se meten las pollas? ¿Cómo follan dos hombres a una mujer simultáneamente? Ésas sí eran cosas que él podía contestar. Con todo lujo de detalles además. A él le encantaría verla penetrada por dos miembros batiéndose en duelo, uno por su apretada vagina y el otro por el intocable trasero.

Mierda, tenía que dejar de pensar en eso antes de que los vaqueros le constriñeran la erección.

—¿Cómo se manejan esas relaciones para que no interfieran los celos?

—Es que no son relaciones. Es sólo sexo. De cualquier forma que pueda ser consumado por tres personas a la vez.

—Ah. —Ella parpadeó y luego apartó la mirada—. Debería de haberme dado cuenta, tú no eres de los que mantienen relaciones.

—A mí me basta con la lujuria. —Cualquier otra cosa era potencialmente catastrófica. De hecho, ya había pasado por eso una vez… y no quería recordar la pesadilla que había sido después.

—Bueno, lo cierto es que contigo, lo de la lujuria me va bien también. Sólo… solo quiero aprender lo que puedas enseñarme.

«¿Todavía?».

—¿Estás hablando en serio?

Kimber se aferró a su bolso y cuadró los hombros.

—Hoy he conducido más de ciento cincuenta kilómetros para hablar contigo, un hombre al que no veo desde hace cinco años. Uno al que nunca le gusté demasiado. Me he tragado mi orgullo para admitir delante de ti por qué quiero esto y por qué todavía sigo siendo virgen. ¿Me habría tomado tantas molestias si no hubiera estado segura de aprender a complacer a Jesse y decidir si es esto lo que quiero en mi vida?

«Jesse». Ahí estaba el nombre de aquel gilipollas otra vez. Maldito imitador de los jodidos Backstreet Boys. Maldito fuera él y su melodiosa voz de falsete que copaba las listas de éxitos.

Deke no podía entender por qué un hombre quería sonar como una mujer delante de todo el mundo.

—No soy el hombre adecuado para eso, Kimber. No puedo hacerlo.

Ella apretó los labios y tensó los dedos en torno a la correa del bolso.

—¿Por qué no?

—Por un millón de razones. Para empezar, no me acuesto con vírgenes.

—No te he pedido que lo hicieras. De hecho, reservo mi virginidad para Jesse. No sé por qué no puedes darme al menos algunas explicaciones sobre las partes más complejas.

—Porque las explicaciones no te servirían de nada, gatita. No sabrás de qué va todo esto hasta que no te encuentres taladrada por un par de miembros bien duros.

—Explícame eso. ¿Taladrada exactamente dónde? ¿Y de qué manera? ¿De una que implique dolor?

Las palabras de Deke no la habían conmocionado en lo más mínimo. Sus preguntas le aturdían, le aterraban. ¿Por qué Kimber no tenía miedo? Él sí que lo tenía.

—No voy a hablar de eso. Si quieres información sobre los ménages, búscala en los libros.

—Como tú muy bien has dicho, las palabras no son un buen sustituto de la experiencia.

—Entonces que sea ese niño bonito de voz afeminada el que te proporcione experiencia.

Porque, desde luego, no seré yo.

—Genial. —Pasó por su lado—. Tú no quieres ayudarme. Déjame pensar… ¿con quién salías cuando trabajabas para mi padre? Ah, sí, con Adam Catrell. Recuerdo haber oído rumores sobre él. ¿Sabes si vive cerca de aquí? Supongo que puedo pedírselo a él. Y si no tiene interés, creo que Justin Wheeler también era amigo tuyo, ¿verdad? Puede que esté dispuesto a ayudarme, así que adiós muy buenas. —Se apresuró hacia la puerta.

Deke se envaró. Oh, sí…, tanto Adam como Justin estarían más que dispuestos a ayudarla… ya fuera con o sin ropa. Pero ninguno de los dos era conocido por ser cuidadoso. La virginidad de Kimber no significaría nada para ellos. Verían carne fresca y jugosa, y se enterrarían en ella, jadeando como perros hambrientos.

Pero Deke se dijo a sí mismo que ésa era la elección de Kimber…, su problema.

Sin embargo, si dejaba que ella saliera por esa puerta, acabaría maltratada por aquel par de rottweilers hambrientos. Y eso era algo que le cabreaba. Ella acabaría aplastada en cuestión de minutos, y, por alguna maldita razón, no podía permitir que eso ocurriera. Quizá fuera debido a su lealtad hacia el coronel o algo por el estilo.

«Maldita sea». Iba a tener que disuadirla de seguir por ese camino antes de que se fuera.

Rechinando los dientes, repasó mentalmente cual sería la mejor manera de conseguirlo. Por desgracia no había muchas opciones. Y hasta ahora, hablar no había servido de nada.

Había llegado el momento de pasar a la acción.

Deke la agarró del brazo y la atrajo contra su cuerpo. Los pechos de Kimber, dulces y firmes, le quemaron la piel como si él no llevara camisa. Maldijo para sus adentros ante el contacto. «¡Maldición!». Aquella chica siempre le había hecho sentir algo. Ahora, después de cinco años, el efecto era todavía más pronunciado.

Kimber jadeó cuando sus cuerpos se rozaron. Alzó la mirada lentamente hacia la de él. La excitación ardía en su cara, resplandecía en aquellas dilatadas pupilas color avellana. Al ver la expresión de ella, Deke se preguntó si ésa era la primera vez que Kimber había sentido algo por él que no fuera irritación.

La posibilidad no era muy halagüeña.

«Aquel plan no podía durar más de tres minutos…».

—Espera un momento. —Tensó los dedos con los que le agarraba el brazo antes de obligarse a sí mismo a relajarlos—. Supongamos que hablas en serio. Y que yo reconsidero tu petición. Tendría que ser con demostración práctica y todo eso.

Ella tragó saliva. Su corazón se saltó un latido. Dios, no tenía ni idea de lo peligrosamente cerca que estaba de acabar tumbada sobre la mesa de la cocina para convertirse en su merienda.

—Vale. ¿Quién sería…? ¿Quién se uniría a nosotros?

Luc resolvió ese dilema al entrar tranquilamente en la cocina con una sonrisa seductora y una mirada que era imposible de malinterpretar. ¿Así que el bueno de su primo había estado escuchando? Deke hizo girar a Kimber hacia él.

—Hola, cariño —dijo Luc con acento arrastrado.

Deke sintió que Kimber temblaba en sus brazos cuando se cruzó con la mirada de su primo. Contuvo el instinto de tranquilizarla. Aquello debería de dejarle muy claro a lo que se enfrentaba, debería de hacer que Kimber descartara sus planes ipso facto. Tranquilizar a la chica era la última cosa que debería hacer.

—¿Deke y tú…? —a Kimber le tembló la voz.

—Exacto.

Incluso la respiración femenina era temblorosa. Estaba nerviosa. «Estupendo». Por fin, algo había penetrado en aquella dura cabezota. Había llegado el momento de que Kimber soltara un rotundo «no».

Deke dirigió a su primo una mirada de advertencia mientras asentía con la cabeza. Su primo le respondió con un asomo de sonrisa, luego se acercó a ellos.