CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

TOBIAS

Me resbalo en la acera cubierta de nieve.

—Ayer no te inmunizaste —le digo a Peter.

—No.

—¿Por qué?

—¿Y por qué te lo iba a contar a ti?

Acaricio la ampolla con el pulgar y respondo:

—Has venido conmigo porque sabes que tengo el suero de la memoria, ¿verdad? Si quieres que te lo dé, no te vendría mal ofrecerme un motivo.

Él me mira de nuevo el bolsillo, como hizo antes. Ha debido de ver cómo me lo daba Christina.

—Preferiría quitártelo.

—Por favor —respondo, elevando la mirada al cielo. La nieve se acumula en los bordes de los edificios. Es de noche, pero la luna proyecta suficiente luz para ver por dónde vamos—. Por muy bueno que te creas peleando, no eres lo bastante bueno para vencerme, te lo prometo.

Entonces, sin previo aviso, me empuja con fuerza, y yo resbalo en la nieve y me caigo. El arma cae al suelo con estrépito y se queda medio enterrada en la nieve. «Eso me pasa por creído», pienso, y me pongo en pie como puedo. Peter me agarra por el cuello de la camisa y tira de mí, de modo que resbalo de nuevo, solo que esta vez logro mantener el equilibrio y le propino un codazo en el estómago. Él me da una buena patada en la pierna, dejándomela entumecida, y me coge del frontal de la chaqueta para tirar de mí hacia él.

Intenta meterme la mano en el bolsillo donde guardo el suero. Aunque lo empujo para apartarlo, él está bien plantado en el suelo, mientras que mi pierna sigue entumecida. Gruño de frustración, subo un brazo hasta mi cara y le estrello el codo en la boca. El dolor se me extiende por el brazo (es doloroso golpear a alguien en los dientes), pero ha merecido la pena: Peter chilla y cae al suelo, agarrándose la cara con ambas manos.

—¿Sabes por qué ganabas las peleas cuando eras iniciado? —le pregunto después de ponerme en pie—. Porque eres cruel. Porque te gusta hacerle daño a la gente. Y crees que eres especial, crees que los que te rodean son un puñado de blandengues incapaces de tomar decisiones difíciles, como haces tú.

Empieza a levantarse, y le doy una patada en el costado que lo tira al suelo otra vez. Después le pongo un pie sobre el pecho, justo bajo el cuello, y nos miramos a los ojos; los suyos están muy abiertos y parecen inocentes, no revelan lo que esconde dentro.

—No eres especial —le digo—. A mí también me gusta hacerle daño a la gente y soy capaz de tomar la decisión más cruel. La diferencia es que yo a veces no lo hago, mientras que tú lo haces siempre, y eso te convierte en una persona malvada.

Paso por encima de él y sigo bajando por Michigan Avenue. Sin embargo, cuando solo llevo unos cuantos pasos, lo oigo hablar.

—Por eso lo quiero —dice con voz temblorosa.

Me detengo, aunque no me vuelvo: ahora mismo no quiero verle la cara.

—Quiero el suero porque estoy cansado de ser así. Estoy cansado de hacer cosas malas y que me guste, y después preguntarme qué me pasa. Quiero acabar con esto y empezar de nuevo.

—¿Y no te parece que es la salida más cobarde? —le pregunto, volviendo la vista atrás.

—Me parece que eso me da igual.

La rabia que se me acumulaba en el interior se desinfla como un globo mientras manoseo la ampolla dentro del bolsillo. Lo oigo ponerse de pie y limpiarse la nieve de la ropa.

—No intentes jugármela otra vez —le advierto— y te prometo que dejaré que te reinicies cuando acabe todo. No tengo ninguna razón para impedírtelo.

Él asiente y seguimos caminando por la nieve virgen hacia el edificio en el que vi a mi madre por última vez.