CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

TRIS

El olor a lejía me hace cosquillas en la nariz. Estoy al lado de una fregona en el almacén del sótano, sufriendo las consecuencias de lo que acabo de contarles a todos: que entrar en el laboratorio de armamento es una misión suicida porque el suero de la muerte es imparable.

—La pregunta es si estamos dispuestos a sacrificar una vida por eso —dice Matthew.

Este es el cuarto en el que Matthew, Caleb y Cara estaban desarrollando el nuevo suero antes de que el plan cambiara. Hay frascos, matraces y cuadernos con garabatos repartidos por toda la mesa del laboratorio, frente a Matthew. Se ha metido en la boca el cordón que siempre lleva al cuello y se dedica a masticarlo, distraído.

Tobias está apoyado en la puerta, con los brazos cruzados. Recuerdo haberlo visto en la misma postura durante la iniciación, mientras nos observaba pelear, tan alto y tan fuerte que jamás soñé en que se fijara en mí.

—No estamos hablando de venganza —digo—. Esto no es por lo que hicieron en Abnegación, sino para evitar que hagan algo igual de malo con la gente de todos los experimentos, para arrebatarles el poder de controlar miles de vidas.

—Merece la pena —añade Cara—. ¿Una muerte para salvar a miles de personas de un destino terrible? ¿Y para poner de rodillas al complejo, por así decirlo? ¿Acaso os lo tenéis que pensar?

Sé lo que está haciendo: está comparando la pérdida de una vida con la de muchas y sacando una conclusión obvia. Así funciona la mente erudita y la mente abnegada, aunque no estoy tan segura de que esas sean las mentes que necesitamos ahora mismo. Una vida frente a miles de recuerdos, claro que la respuesta es fácil, pero ¿tiene que ser una de nuestras vidas? ¿Debemos ser nosotros los que actúen?

Sin embargo, como sé mi respuesta a esa pregunta, me concentro en otra distinta: si tiene que ser uno de nosotros, ¿quién?

Miro a Matthew y a Cara, que están detrás de la mesa, y después a Tobias y a Christina, que ha echado un brazo sobre el mango de una escoba, hasta llegar a Caleb.

Él.

Un segundo después, me doy asco.

—Venga, suéltalo ya —dice Caleb, mirándome a los ojos—: quieres que lo haga yo. Es lo que queréis todos.

—Nadie ha dicho eso —replica Matthew, que por fin escupe el cordón que lleva al cuello.

—Todos me estáis mirando, no penséis que no me he dado cuenta. Yo soy el que escogió el bando equivocado, el que trabajó con Jeanine Matthews, el que no le importa a nadie. Así que soy el que debería morir.

—¿Por qué crees que Tobias se ofreció a sacarte de la ciudad antes de que te ejecutaran? —pregunto con voz fría y tranquila. La peste de lejía me revolotea en la nariz—. ¿Porque no me importa si vives o mueres? ¿Porque no me importas nada?

«Debería ser él», piensa parte de mí.

«No quiero perderlo», me discute la otra parte.

No sé en cuál de las dos confiar ni a cuál de las dos creer.

—¿Crees que no reconozco el odio cuando lo veo? —pregunta Caleb, negando con la cabeza—. Lo veo cada vez que me miras. En las raras ocasiones en las que me miras.

Tiene los ojos brillantes de lágrimas. Es la primera vez desde mi intento de ejecución que lo veo arrepentido, en vez de a la defensiva o lleno de excusas. Puede que también sea la primera vez desde entonces que lo veo como a mi hermano, en vez de como al cobarde que me vendió a Jeanine Matthews. De repente, me cuesta tragar saliva.

—Si lo hago… —dice.

Sacudo la cabeza, pero él levanta una mano.

—Para. Beatrice, si lo hago… ¿podrás perdonarme?

En mi opinión, cuando alguien te agravia, los dos compartís esa carga, el dolor de esa carga pesa sobre los dos. Por tanto, el perdón supone decidir cargar con el peso tú sola. La traición de Caleb es algo con lo que cargamos los dos y, como fue él quien lo hizo, lo único que yo deseaba era que me quitara el peso de encima. No estoy segura de ser capaz de soportarlo yo sola; no estoy segura de ser lo bastante fuerte ni lo bastante buena.

Sin embargo, lo veo prepararse para este destino y sé que tengo que ser lo bastante fuerte y lo bastante buena, si él está dispuesto a sacrificarse por todos nosotros.

Asiento con la cabeza.

—Sí —respondo, atragantándome—, pero no es una buena razón para hacerlo.

—Tengo muchas razones. Lo haré. Claro que lo haré.

No sé bien qué acaba de pasar.

Matthew y Caleb se quedan atrás para probarle el traje de protección a Caleb, el traje que lo mantendrá vivo en el laboratorio de armamento el tiempo suficiente para soltar el virus del suero de la memoria. Espero a que los demás se vayan antes de marcharme yo. No quiero más compañía que la de mis pensamientos.

Hace unas semanas, me habría presentado voluntaria para ir en una misión suicida. De hecho, lo hice: me presenté voluntaria para ir a la sede de Erudición sabiendo que allí me esperaba la muerte. Pero no fue por altruismo ni por valentía, sino porque me sentía culpable y parte de mí quería olvidarlo todo; una parte afligida y débil que deseaba morir. ¿Es eso lo que motiva a Caleb ahora? ¿De verdad debería permitirle morir para que dé por pagada su deuda conmigo?

Recorro el pasillo con su arcoíris de luces y subo las escaleras. Ni siquiera soy capaz de pensar en la alternativa: ¿estaría más dispuesta a perder a Christina, a Cara o a Matthew? No; la verdad es que estaría menos dispuesta a perderlos porque han sido buenos amigos, mientras que Caleb, no. Incluso antes de traicionarme, me abandonó por los eruditos y no miró atrás. Fui yo la que tuvo que ir a visitarlo durante mi iniciación, y él se pasó todo el tiempo preguntándose por qué había ido a verlo.

Y ya no quiero morir. Estoy dispuesta a asumir el desafío de soportar la culpa y la pena, de enfrentarme a las dificultades que la vida ha puesto en mi camino. Algunos días son más complicados que otros, pero estoy lista para vivirlos todos. Esta vez no puedo sacrificarme.

Si soy realmente sincera, debo reconocer que fue un alivio que Caleb se presentase voluntario.

De repente no puedo seguir pensando en ello. Llego a la entrada del hotel y entro en el dormitorio con la esperanza de dejarme caer en la cama y dormir, pero Tobias me espera en el pasillo.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí, pero no debería estarlo —respondo, llevándome brevemente una mano a la frente—. Es como si ya estuviera de duelo por él. Como si hubiese muerto en cuanto lo vi en la sede de Erudición, estando allí, ¿sabes?

Poco después de aquello, confesé a Tobias que había perdido a toda mi familia. Y Tobias me aseguró que, a partir de ese momento, él era mi familia.

Así me siento, como si, entre nosotros, todo estuviese mezclado, amistad, amor y familia, de modo que no logro diferenciar una cosa de la otra.

—Los abnegados tienen su opinión sobre el tema, ya lo sabes —dice Tobias—. Sobre lo de permitir que otros se sacrifiquen por ti, aunque sea por motivos egoístas. Dicen que si el sacrificio es la única forma que le queda a esa persona de demostrarte que te quiere, debes permitírselo. —Apoya un hombro en la pared—. En esa situación, es el mejor regalo que puedes hacerle. Igual que cuando tus padres murieron por ti.

—No estoy segura de que sea el amor lo que lo motiva —respondo, cerrando los ojos—. Más bien parece la culpa.

—Puede —reconoce Tobias—, aunque ¿por qué iba a sentirse culpable por traicionarte si no te quisiera?

Asiento con la cabeza. Sé que Caleb me quiere, que siempre me ha querido, incluso cuando me hacía daño. Sé que yo también lo quiero. Pero, de todos modos, esto no está bien.

Sin embargo, soy capaz de tranquilizarme por un momento porque sé que mis padres lo habrían comprendido si estuvieran aquí.

—Puede que sea un mal momento —dice Tobias—, pero tengo que decirte una cosa.

Me pongo tensa al instante, temiendo que vaya a sacar a colación algún crimen mío del que no sea consciente, que vaya a confesar algo que lo reconcoma por dentro u otra historia igual de complicada. No logro descifrar su expresión.

—Solo quería darte las gracias —dice en voz baja—. Un grupo de científicos te dijo que mis genes eran defectuosos, que yo tenía algo malo, y te enseñaron los resultados de las pruebas que lo demostraban. Incluso yo empecé a creérmelo.

Me toca la cara, acariciándome el pómulo con el pulgar sin dejar de mirarme a los ojos con insistencia.

—Tú nunca te lo creíste —sigue diciendo—. Ni por un segundo. Siempre insististe en que yo era… No sé, una persona completa.

Le tapo la mano con la mía.

—Es que lo eres.

—Nadie me lo había dicho nunca —responde en voz baja.

—Te mereces oírlo —afirmo con los ojos vidriosos de lágrimas—. Te mereces oír que eres una persona completa, que mereces ser amado, que eres la mejor persona que he conocido.

Tobias me besa nada más decir la última palabra.

Le devuelvo el beso con tanta intensidad que duele, y le retuerzo la camiseta con los dedos. Lo empujo por el pasillo hasta una habitación apenas amueblada cerca del dormitorio. Cierro la puerta con un golpe de talón.

Igual que yo he insistido en lo mucho que vale, él siempre ha insistido en lo fuerte que soy, en que mis habilidades son mucho mayores de lo que creo. Y, sin que me lo digan, sé que así funciona el amor cuando es de verdad: te convierte en algo mejor, en más de lo que creías poder llegar a ser.

Y este amor es de verdad.

Tobias desliza los dedos entre mi cabello y se aferra a él. Me tiemblan las manos, pero me da igual que se dé cuenta o no, no me importa que sepa que estoy asustada o lo intenso que es este momento. Tiro de su camiseta para acercarlo más a mí y suspiro su nombre contra su boca.

Se me olvida que es otra persona; es como si fuera una parte de mí, tan esencial como un corazón, un ojo o un brazo. Le levanto la camiseta y se la quito por la cabeza para poder acariciarle la piel desnuda como si fuera mía.

Sus manos tiran de mi camiseta, y empiezo a quitármela, pero entonces lo recuerdo, recuerdo que soy pequeña, de pecho plano y paliducha, y me aparto.

Él me mira, no como si esperase una explicación, sino como si yo fuera lo único de este cuarto que merece la pena mirar.

Yo también lo miro, pero todo lo que veo me hace sentir peor: es tan guapo que incluso la tinta negra que le recorre la piel lo convierte en una obra de arte. Hace un instante estaba convencida de que éramos la pareja perfecta, y puede que sigamos siéndolo, pero solo con la ropa puesta.

Sin embargo, él sigue mirándome igual.

Sonríe un poco, con timidez. Después me pone las manos en la cintura y tira de mí hacia él. Se inclina para besarme entre sus dedos y susurra sobre mi estómago:

—Eres preciosa.

Y me lo creo.

Se endereza y aprieta sus labios contra los míos con la boca abierta, las manos sobre mis caderas desnudas y los pulgares deslizándose bajo la cintura de mis vaqueros. Le toco el pecho, me apoyo en él, y su suspiro me vibra en los huesos.

—Ya sabes que te quiero, ¿verdad? —digo.

—Lo sé.

Con un movimiento de cejas, se agacha, me pone un brazo bajo las piernas y me echa sobre su hombro. Se me escapa una carcajada, mitad de alegría, mitad de nervios, y él me lleva por el cuarto hasta soltarme sin miramientos sobre el sofá.

Se tumba a mi lado, y yo recorro con los dedos las llamas que le envuelven las costillas. Es fuerte, ágil y seguro.

Y es mío.

Pego mis labios a los suyos.

Me daba mucho miedo que, de seguir juntos, no dejáramos de enfrentarnos una y otra vez, y que, al final, eso acabara conmigo. Sin embargo, ahora sé que yo soy como una espada y él, como una piedra de afilar…

Soy demasiado fuerte para romperme con facilidad, y él me convierte en alguien mejor, más perfecto, cada vez que me toca.