CAPÍTULO CUARENTA

TOBIAS

No nos cuesta demasiado convencer a Amar para que nos ayude a entrar en la ciudad; él siempre tiene ganas de aventura, como yo ya sabía. Acordamos encontrarnos por la noche para cenar y hablar del plan con Christina, Peter y George, que nos conseguirá un vehículo.

Después de hablar con Amar, me voy al dormitorio y me tumbo un buen rato con una almohada sobre la cabeza, repasando el guion de lo que le contaré a Zeke cuando lo vea. «Lo siento, hice lo que creía que debía hacer, y todos los demás estaban pendientes de Uriah, así que creí que no…».

La gente entra y sale del cuarto, se enciende la calefacción y el aire caliente sale por las rejillas. Después vuelve a apagarse. Mientras tanto, no dejo de pensar en ese guion, urdiendo excusas que a continuación descarto, eligiendo el tono y los gestos adecuados. Al final me frustro, me quito la almohada de la cara y la lanzo contra la pared contraria. Cara, que está alisándose la camisa limpia que lleva puesta, da un respingo.

—Creía que estabas dormido —comenta.

—Lo siento.

Ella se lleva la mano al pelo para asegurarse de que cada mechón está en su sitio. Sus movimientos son tan cuidadosos y precisos que me recuerdan a los músicos cordiales tocando el banjo.

—Tengo una pregunta —le digo mientras me siento—. Es bastante personal.

—Vale —responde, y toma asiento frente a mí, en la cama de Tris—. Hazla.

—¿Cómo conseguiste perdonar a Tris después de lo que le hizo a tu hermano? Suponiendo que la hayas perdonado, claro.

—Mmm —responde Cara, que pega un poco más los brazos al cuerpo—. A veces creo que la he perdonado. Otras veces no estoy segura. No sé decirte, es como si me preguntaras cómo se sigue viviendo después de que alguien muera. Lo haces y punto, y al día siguiente vuelves a hacerlo.

—¿Podría Tris… habértelo puesto más fácil? ¿O lo hizo?

—¿Por qué me lo preguntas? —dice, poniéndome una mano en la rodilla—. ¿Es por Uriah?

—Sí —respondo, muy firme, y muevo un poco la pierna para librarme de su mano.

No necesito que me den palmaditas ni que me consuelen como si fuera un niño. No necesito que arquee las cejas ni que me hable con voz dulce para sacarme una emoción que yo preferiría contener.

—Vale —dice, y se endereza antes de volver a hablar como si no pasara nada, como es habitual en ella—. Creo que, aunque seguro que lo hizo sin querer, lo esencial fue que confesó. Hay una diferencia entre reconocer y confesar. Reconocer supone suavizarlo, poner excusas para algo que no puede excusarse; confesar solo menciona el delito en toda su crudeza. Era lo que yo necesitaba.

Asiento con la cabeza.

—Y después de que te confieses con Zeke —dice—, creo que ayudaría que lo dejaras solo todo el tiempo que quiera. Es lo único que puedes hacer.

Asiento de nuevo.

—Pero, Cuatro —añade—, tú no mataste a Uriah. No detonaste la bomba que lo hirió, ni urdiste el plan que conllevó la explosión.

—Pero participé en ese plan.

—Venga ya, cierra el pico de una vez —dice con amabilidad, sonriéndome—. Sucedió. Fue horrible. No eres perfecto. Se acabó. No confundas tu pena con culpabilidad.

Guardamos silencio en el dormitorio vacío durante unos cuantos minutos más, e intento asimilar sus palabras.

Ceno con Amar, George, Christina y Peter en la cafetería, entre la barra de las bebidas y una fila de cubos de basura. El cuenco de sopa se me queda frío antes de poder terminarlo, y todavía hay galletas saladas flotando en el caldo.

—¿Qué es esto? —pregunta Christina—. No pienso inyectármelo sin saber lo que es.

—Vale —responde Amar, entrelazando los dedos de las manos—. Existe la posibilidad de que sigamos dentro de la ciudad cuando se propague el virus del suero de la memoria. Tendrás que inocularte el antídoto si no quieres olvidar todo lo que recuerdas ahora. Es lo mismo que les vas a inyectar a tus familiares, así que no te preocupes.

Christina gira el brazo y se da golpecitos en la parte interior del codo hasta que le sobresale una vena. Por costumbre, yo me pincho a un lado del cuello, como cada vez que entraba en mi paisaje del miedo… Es decir, varias veces a la semana, en una época pasada. Amar hace lo mismo.

Sin embargo, me doy cuenta de que Peter solo finge inyectarse; cuando empuja el émbolo, el líquido le resbala por el cuello, y se lo seca discretamente con la manga.

Me pregunto qué se sentirá al presentarse voluntario para olvidarlo todo.

Después de la cena, Christina se me acerca y dice:

—Tenemos que hablar.

Bajamos el largo tramo de escaleras que conduce al espacio subterráneo de los GD; nuestras rodillas rebotan al unísono en cada escalón, y siguen haciéndolo al bajar por el pasillo multicolor. Al final, Christina cruza los brazos, y una luz morada le da vueltas por la nariz y la boca.

—Amar no sabe que vamos a intentar detener el reinicio, ¿no? —pregunta.

—No, es fiel al Departamento. No quiero involucrarlo.

—Sabes que en la ciudad está a punto de empezar una revolución —dice, y la luz se vuelve azul—. El Departamento solo quiere reiniciar a nuestros amigos y familiares para evitar que se maten entre ellos. Si detenemos el reinicio, los leales atacarán a Evelyn, Evelyn soltará el suero de la muerte y mucha gente morirá. Puede que siga cabreada contigo, pero no creo que desees que muera tanta gente en la ciudad. En concreto, tus padres.

—¿Quieres saber la verdad? —replico, suspirando—. Lo cierto es que mis padres no me importan.

—No lo dirás en serio —dice con el ceño fruncido—. Son tus padres.

—Pues sí que lo digo en serio. Quiero contarles a Zeke y a su madre lo que le hice a Uriah. Aparte de eso, me da igual lo que les pase a Evelyn y a Marcus.

—Puede que no te importe ese desastre continuo que tienes por familia, pero ¡deberían importarte los demás! —exclama. Entonces me coge con fuerza del brazo y tira de mí para que la mire—. Cuatro, mi hermana pequeña sigue allí. Si Evelyn y los leales tienen un enfrentamiento, podría resultar herida, y yo no estaré allí para protegerla.

Vi a Christina con su familia en el Día de Visita, cuando para mí no era más que una bocazas trasladada de Verdad. Vi a su madre arreglarle el cuello de la camisa mientras sonreía, orgullosa. Si propagan el virus del suero de la memoria, ese recuerdo desaparecerá de la mente de su madre. Si no, su familia acabará atrapada en medio de otra batalla por el control de la ciudad.

—Entonces ¿qué sugieres que hagamos? —pregunto.

—Tiene que haber un modo de evitar un estallido enorme sin borrarle a todo el mundo la memoria —responde, soltándome.

—Puede —admito. No había pensado en ello porque no parecía necesario, pero sí que lo es, claro que lo es—. ¿Tienes alguna idea para evitarlo?

—Básicamente, se trata del enfrentamiento de uno de tus progenitores contra el otro. ¿Se te ocurre algo que puedas decirles para que dejen de intentar matarse entre ellos?

—¿Algo que yo pueda decirles? ¿Me tomas el pelo? No escuchan a nadie. No hacen nada que no les beneficie directamente.

—Entonces te rindes. Te vas a limitar a dejar que la ciudad se haga pedazos.

Me miro los zapatos, que están bañados en una luz verde, y le doy vueltas al tema. De tener unos padres distintos (padres razonables, menos influidos por el dolor, la rabia y el deseo de venganza), quizá funcionara. Quizá estuvieran dispuestos a escuchar a su hijo. Por desgracia, no tengo unos padres distintos.

Pero podría tenerlos si quisiera: solo hacen falta unas gotas de suero de la memoria en el café del desayuno o en el agua de la cena para convertirlos en personas nuevas, pizarras en blanco, sin una historia previa que las mancille. Incluso habría que enseñarles que tienen un hijo; tendrían que aprenderse mi nombre de nuevo.

Es la misma técnica que vamos a utilizar para arreglar el complejo: yo podría utilizarla para arreglarlos a ellos.

Miro a Christina.

—Consígueme un poco de suero de la memoria —le pido—. Mientras Amar, Pete y tú buscáis a tu familia y a la de Uriah, yo me encargaré de eso. Seguramente no tenga tiempo de llegar hasta los dos, pero tendrá que bastar con uno de mis padres.

—¿Cómo te las vas a apañar para alejarte del grupo?

—Necesito… No lo sé, necesito inventarme un problema. Algo que requiera que uno de nosotros se aparte del resto.

—¿Un pinchazo? —sugiere Christina—. Iremos por la noche, ¿no? Puedo pedirle a Amar que pare para ir al baño o lo que sea y así pincho las ruedas. Entonces tendremos que dividirnos para que puedas ir a buscar otro camión.

Me lo pienso un momento. Podría contarle a Amar lo que de verdad está pasando, pero para eso tendría que desenmarañar la prieta red de propaganda y mentiras que el Departamento le ha metido en la cabeza. Suponiendo que lograra hacerlo, no tenemos tiempo suficiente.

Pero sí que tenemos tiempo para una mentira bien contada. Amar sabe que mi padre me enseñó a poner en marcha un coche haciendo un puente cuando era pequeño, así que no cuestionaría que me presentara voluntario para buscar otro vehículo.

—Eso funcionaría —digo.

—Bien —responde, ladeando la cabeza—. Entonces ¿de verdad vas a borrar la memoria de uno de tus padres?

—¿Qué se hace cuando tus padres son malvados? Te buscas unos nuevos. Si uno de ellos no arrastrara el pasado que tanto les pesa, a lo mejor los dos son capaces de negociar un acuerdo de paz o algo parecido.

Ella me mira durante unos segundos con el ceño fruncido, como si deseara decir algo; pero al final se limita a asentir con la cabeza.