TRIS
Matthew junta las manos detrás de la espalda.
—No, no, el suero no borra todos los conocimientos —explica—. ¿Crees que diseñaríamos un suero que hiciera a la gente olvidar cómo hablar o caminar? —Sacude la cabeza—. Ataca a recuerdos específicos, como tu nombre, dónde te criaste o el nombre de tu primer profesor, pero deja intactos los recuerdos implícitos, como hablar, atarse los cordones o montar en bicicleta.
—Interesante —dice Cara—. ¿Y funciona de verdad?
Tobias y yo nos miramos: no hay nada comparable a una conversación entre un erudito y alguien que bien podría ser un erudito. Cara y Matthew hablan muy pegados y, cuanto más hablan, más gestos hacen con las manos.
—Es inevitable que se pierdan algunos recuerdos importantes —responde Matthew—, pero si contamos con un registro de los descubrimientos científicos y las historias de la gente, pueden volver a aprenderlos en el periodo de confusión que tiene lugar justo después del borrado. Es un momento en el que son muy receptivos.
Me apoyo en la pared.
—Espera un momento —digo—, si el Departamento va a cargar todos esos aviones del virus del suero de la memoria para reiniciar los experimentos, ¿quedará algo de suero para que lo usemos contra el complejo?
—Tendremos que quitárselo primero —responde Matthew—. En menos de cuarenta y ocho horas.
Cara no parece haber oído lo que he dicho.
—Después de borrar los recuerdos, ¿no habría que programarlos con recuerdos nuevos? ¿Cómo funciona eso?
—Solo hay que volver a educarlos. Como he dicho, la gente suele estar desorientada unos días después del reinicio, lo que significa que son más fáciles de controlar. —Matthew se sienta y da una vuelta sobre su silla—. Podemos limitarnos a darles una nueva clase de historia, una que enseñe los hechos, y no solo propaganda.
—Podríamos utilizar las diapositivas de la periferia para complementar una lección de historia básica —añado—. Tienen fotografías de una guerra provocada por GP.
—Genial —responde Matthew, asintiendo—. Pero hay un gran problema: el virus del suero de la memoria está en el laboratorio de armamento, en el que Nita intentó entrar… sin éxito.
—Se suponía que Christina y yo teníamos que hablar con Reggie —dice Tobias—, pero creo que, dado el nuevo plan, deberíamos hablar con Nita.
—Me parece que tienes razón —respondo—. Vamos a averiguar en qué se equivocó.
Cuando llegué aquí por primera vez, el complejo me pareció enorme y misterioso. Ahora ni siquiera tengo que mirar los carteles para recordar cómo llegar al hospital, ni tampoco Tobias, que me sigue el ritmo. Es curioso cómo el tiempo hace que un lugar encoja, que convierta su rareza en algo normal.
No decimos nada durante el camino, aunque noto que la conversación se va cociendo por dentro. Al final me decido a preguntar.
—¿Qué pasa? Apenas has dicho nada durante la reunión.
—Es que… —empieza a decir, pero sacude la cabeza—. No sé si esto es lo más correcto. Quieren borrar la memoria de nuestros amigos ¿y nosotros decidimos borrarles la suya?
Me vuelvo hacia él y le toco los hombros.
—Tobias, tenemos cuarenta y ocho horas para detenerlos. Si se te ocurre otra idea, cualquier cosa para salvar a nuestra ciudad, adelante.
—No se me ocurre nada —responde, y en sus ojos azul oscuro aparece una mirada de derrota, de tristeza—. Pero estamos actuando llevados por la desesperación por salvar algo que nos parece importante, igual que el Departamento. ¿Cuál es la diferencia?
—La diferencia reside en lo que está bien y lo que está mal —respondo rotundamente—. La gente de la ciudad, en su conjunto, es inocente. La gente del Departamento, la que suministró a Jeanine la simulación del ataque, no lo es.
Frunce los labios, y me doy cuenta de que no se lo cree del todo.
—No es una situación perfecta —sigo diciendo, suspirando—, pero cuando tienes que elegir entre dos opciones malas, eliges la que salva a la gente a la que quieres y en la que más confías. Lo haces y punto. ¿Vale?
Él me coge la mano; la suya es cálida y fuerte.
—Vale.
—¡Tris!
Es Christina, que atraviesa las puertas batientes del hospital y corre hacia nosotros. Peter va detrás, con el pelo oscuro bien repeinado a un lado.
Al principio creo que está emocionada y noto una chispa de esperanza: ¿y si Uriah ha despertado?
Pero, cuanto más se acerca, más obvio resulta que no está emocionada, sino frenética. Peter se queda rezagado y cruza los brazos.
—Acabo de hablar con uno de los médicos —dice ella, sin aliento—. Asegura que Uriah no se va a despertar. No hay… ondas cerebrales o algo así.
Un peso me cae sobre los hombros. Por supuesto, sabía que era posible que Uriah no despertara, pero la esperanza que había mantenido a raya la tristeza se marchita, se desvanece con cada palabra que pronuncia Christina.
—Iban a quitarle el soporte vital ahora mismo, pero les he suplicado. —Se seca ferozmente uno de los ojos con el dorso de la mano, atrapando una lágrima antes de que caiga—. Al final, el médico ha dicho que me daría cuatro días para contárselo a su familia.
Su familia. Zeke sigue en la ciudad, igual que su madre osada. Hasta ahora no había caído en que no saben lo que le ha pasado y que no nos molestamos en contárselo porque estábamos demasiado concentrados en…
—Van a reiniciar la ciudad dentro de cuarenta y ocho horas —digo de repente, y cojo a Tobias por el brazo. Él está aturdido—. Si no podemos detenerlos, Zeke y su madre se olvidarán de Uriah.
Se olvidarán de él antes de tener la oportunidad de despedirse. Será como si nunca hubiese existido.
—¿Qué? —pregunta Christina, con ojos como platos—. Mi familia está allí dentro, ¡no pueden reiniciarlos a todos! ¿Cómo van a poder hacerlo?
—La verdad es que no les costaría nada —responde Peter; se me había olvidado que estaba presente.
—¿Y qué haces tú aquí? —le pregunto.
—He venido a ver a Uriah, ¿va contra la ley?
—Ni siquiera te importaba —le espeto—. ¿Qué derecho tienes…?
—Tris —me interrumpe Christina, negando con la cabeza—. Ahora no, ¿de acuerdo?
Tobias vacila y se le abre la boca como si tuviera las palabras esperándole en la lengua.
—Tenemos que entrar en la ciudad —dice—. Matthew dijo que podríamos inocular a la gente para inmunizarla contra el suero, ¿no? Pues entramos, inoculamos a la familia de Uriah, por si acaso, y los llevamos de vuelta al complejo para que se despidan. Eso sí, tendríamos que hacerlo mañana. Si no, llegaremos demasiado tarde. —Hace una pausa—. Y tú también puedes inocular a tu familia, Christina. De todos modos, yo debería ser el que se lo cuente a Zeke y a Hana.
Christina asiente. Le aprieto el brazo en un intento de consolarla.
—Yo también voy —dice Peter—. A no ser que queráis que le cuente a David vuestros planes.
Todos nos callamos y lo miramos. No sé para qué quiere Peter volver a la ciudad, pero no puede ser para nada bueno. Por otro lado, no podemos permitir que David descubra lo que estamos haciendo, no tenemos tiempo.
—Vale —responde Tobias—, pero, como causes problemas, me reservo el derecho a dejarte inconsciente y encerrarte en un edificio abandonado.
Peter pone los ojos en blanco.
—¿Cómo volvemos allí? —pregunta Christina—. Por aquí no prestan coches sin más.
—Seguro que podéis conseguir que Amar os lleve —digo—. Hoy me ha dicho que siempre se presenta voluntario para las patrullas, así que conoce a la gente correcta. Seguro que aceptaría para ayudar a Uriah y a su familia.
—Debería ir a pedírselo ahora mismo. Y alguien debería quedarse con Uriah… para asegurarse de que los médicos no incumplan su palabra. Christina, no Peter —dice Tobias, restregándose el cuello, donde está el tatuaje de Osadía, como si quisiera arrancárselo—. Y después debería averiguar cómo contarle a la familia de Uriah que, en vez de cuidar de él, he conseguido que lo maten.
—Tobias… —empiezo a decir, pero él levanta una mano para detenerme y comienza a alejarse.
—De todos modos, seguramente a mí no me dejarán visitar a Nita —asegura.
A veces cuesta saber cómo cuidar de los demás. Mientras observo cómo se alejan Peter y Tobias (manteniendo las distancias), pienso que es posible que Tobias necesite que alguien corra tras él, porque la gente ha estado permitiendo que se aleje, que se ensimisme, toda la vida. Pero tiene razón: necesita hacer esto por Zeke y yo necesito hablar con Nita.
—Vamos —dice Christina—. Las horas de visita casi han terminado. Voy a sentarme otra vez con Uriah.
Antes de ir a la habitación de Nita (identificable porque hay un guardia de seguridad sentado junto a la puerta), me paso por la de Uriah con Christina. Ella se sienta en la silla que hay al lado, en la que ya se ven las arrugas del contorno de sus piernas.
Hace mucho que no hablo con ella como una amiga, hace mucho que no reímos juntas. Me había perdido en la niebla del Departamento, en la promesa de pertenecer a este lugar.
Me pongo a su lado y miro a Uriah. En realidad ya no parece herido; quedan algunos moratones y cortes, pero nada lo bastante serio como para matarlo. Ladeo la cabeza para ver el tatuaje de serpiente que le rodea la oreja. Sé que es él, pero no parece Uriah sin la amplia sonrisa y los ojos relucientes y alerta.
—En realidad no estábamos tan unidos —dice Christina—. Solo empezamos a estarlo… al final. Porque él había perdido a alguien y yo…
—Lo sé, lo ayudaste mucho.
Arrastro una silla para sentarme a su lado. Ella coge la mano de Uriah, que se queda flácida sobre las sábanas.
—A veces me siento como si hubiera perdido a todos mis amigos.
—No has perdido a Cara —le digo—. Ni a Tobias. Y no me has perdido a mí, Christina. No me perderás nunca.
Ella se vuelve hacia mí y, en algún lugar, entre la bruma de la tristeza, nos abrazamos con la misma desesperación con la que lo hicimos cuando me dijo que me había perdonado por matar a Will. Nuestra amistad ha sobrevivido a un peso increíble, el peso de haber disparado a alguien a quien ella amaba, el peso de tantas pérdidas. Otros vínculos se habrían roto en una situación semejante, pero, por algún motivo, este no.
Nos quedamos abrazadas un rato, hasta que la desesperación se pasa.
—Gracias —dice—. Tú tampoco me perderás a mí.
—Estoy bastante segura de que, si eso fuese a suceder, ya lo habría hecho —respondo, sonriendo—. Mira, tengo que contarte algunas cosas.
Le hablo de nuestro plan para evitar que el Departamento reinicie los experimentos. Mientras hablo, pienso en las personas que ella puede perder (su padre, su madre y su hermana), en todas las conexiones que se verán alteradas o eliminadas para siempre en nombre de la pureza genética.
—Lo siento —digo al terminar—. Sé que seguramente querrás ayudarnos, pero…
—No lo sientas —me interrumpe, mirando a Uriah—. Me alegro de volver a la ciudad —dice, asintiendo unas cuantas veces—. Tú evitarás que reinicien el experimento. Lo sé.
Espero que esté en lo cierto.
Solo quedan diez minutos para que terminen las horas de visita cuando llego a la habitación de Nita. El guardia levanta la mirada de su libro y arquea las cejas.
—¿Puedo entrar? —pregunto.
—En realidad, se supone que no debo dejar entrar a nadie.
—Yo soy la que le disparó —respondo—. ¿Cuenta para algo?
—Bueno —dice, encogiéndose de hombros—, siempre que prometas no volver a dispararle. Y salir dentro de diez minutos.
—Trato hecho.
Me pide que me quite la chaqueta para demostrarle que no llevo armas, pero después me deja entrar en la habitación. Nita se endereza de golpe…, en la medida de lo posible, ya que tiene medio cuerpo escayolado y una mano esposada a la cama, como si pudiera escapar si quisiera. Está despeinada, con el pelo enmarañado, pero, claro, sigue siendo muy guapa.
—¿Qué haces tú aquí? —me pregunta.
No respondo. Compruebo las esquinas por si hay cámaras, y sí que hay una delante de mí, apuntando a la cama de Nita.
—No hay micrófonos —dice—. Aquí no hacen esas cosas.
—Bien —respondo, y acerco una silla para sentarme a su lado—. Estoy aquí porque necesito que me des una información importante.
—Ya les he contado todo lo que quería contarles —responde, lanzándome una mirada asesina—. No tengo nada más que decir, y menos a la persona que me disparó.
—Si no te hubiera disparado, ahora no sería la preferida de David y no sabría todo lo que sé —respondo, mirando a la puerta, más por paranoia que porque de verdad me preocupe que alguien nos escuche—. Tenemos un plan nuevo. Matthew y yo. Y Tobias. Y necesitamos entrar en el laboratorio de armamento.
—¿Y has pensando que yo podría ayudarte? —pregunta, negando con la cabeza—. No pude entrar la primera vez, ¿recuerdas?
—Necesito saber qué medidas de seguridad tienen. ¿Es David la única persona que conoce el código de entrada?
—No la única persona del mundo —responde—. Sería una estupidez. Sus superiores lo conocen, pero David es la única persona del complejo con ese dato, sí.
—Vale, entonces ¿cuál es la medida de seguridad auxiliar? ¿La que se activa si revientas las puertas?
Aprieta los labios hasta hacerlos casi desaparecer y se queda mirando la escayola de medio cuerpo.
—Es el suero de la muerte —dice—. En aerosol es prácticamente imposible detenerlo. Aunque te pongas un traje protector o algo así, al final se abre paso, solo sirve para que tarde un poco más. Es lo que decían los informes del laboratorio.
—Entonces ¿mata automáticamente a cualquiera que entre en esa habitación sin el código?
—¿Te sorprende?
—Supongo que no —respondo, apoyando los codos en las rodillas—. Y no hay otra forma de entrar que no sea con el código de David.
—Y, como habrás comprobado, no está dispuesto a decírselo a nadie.
—¿No hay ninguna posibilidad de que un GP se resista al suero de la muerte?
—No, sin duda.
—La mayoría de los GP tampoco pueden resistirse al de la verdad —comento—, pero yo sí.
—Si quieres coquetear con la muerte, adelante —responde, reclinándose sobre las almohadas—. Yo me rindo.
—Una última pregunta. Digamos que quisiera coquetear con la muerte: ¿dónde consigo los explosivos para reventar las puertas?
—Como que te lo voy a contar.
—Creo que no lo entiendes: si este plan tiene éxito, ya no pasarás la vida en la cárcel, sino que te recuperarás y serás libre. Así que te conviene ayudarme.
Se me queda mirando como si me sopesara. Su muñeca tira de las esposas lo justo para que el metal le deje una marca en la piel.
—Reggie tiene los explosivos —dice— y puede enseñarte a usarlos, pero no se le da bien entrar en acción, así que, por Dios, no lo lleves contigo a no ser que te apetezca hacer de niñera.
—Tomo nota.
—Dile que hará falta el doble de potencia con esas puertas que con las demás. Son muy resistentes.
Asiento. Mi reloj pita para dar la hora, avisándome de que se me ha acabado el tiempo. Me levanto y devuelvo la silla a la esquina donde la encontré.
—Gracias por la ayuda.
—¿Cuál es el plan? Si no te importa contármelo.
Hago una pausa, vacilante.
—Bueno —respondo al fin—, digamos que borrará la frase «genéticamente defectuoso» del vocabulario de todo el mundo.
El guardia abre la puerta, seguramente para chillarme por pasarme de la hora, pero yo ya me dispongo a salir. Vuelvo la vista atrás un segundo, y veo que Nita esboza una leve sonrisa.