TRIS
Llego al despacho de David para mi primera reunión del consejo justo cuando mi reloj da las diez, y él sale rodando al pasillo poco después. Está más pálido que la última vez que lo vi, y los círculos oscuros alrededor de sus ojos están más pronunciados, como si fueran moratones.
—Hola, Tris —me saluda—. ¿Impaciente? Has llegado a la hora en punto.
Todavía me pesan un poco las extremidades después de que Cara, Caleb y Matthew probaran conmigo el suero de la verdad hace un rato, como parte de nuestro plan. Intentan desarrollar un suero al que ni siquiera los GP resistentes a los sueros, como yo, seamos inmunes. Hago caso omiso de la sensación y digo:
—Claro que estoy impaciente, es mi primera reunión. ¿Necesitas ayuda? Pareces cansado.
—Está bien.
Me pongo detrás de él y empujo los mangos de la silla de ruedas para impulsarla.
Él suspira.
—Supongo que estoy cansado. He pasado despierto toda la noche encargándome de nuestra última crisis. Gira aquí, a la izquierda.
—¿Qué crisis?
—Oh, te vas a enterar dentro de un momento, no adelantemos acontecimientos.
Maniobramos por el pasillo en penumbra de lo que, según un cartel, es la terminal 5 (su antiguo nombre, según David). No tiene ventanas, así que no hay ni rastro del mundo exterior. Casi percibo la paranoia que emana de las paredes, como si a la misma terminal le dieran miedo los ojos desconocidos. Si supieran lo que buscan los míos…
Mientras camino, observo las manos de David, que se aferran a los reposabrazos. La piel que le rodea las uñas está en carne viva y roja, como si se la hubiera mordido esta noche. Las uñas están dentadas. Recuerdo cuando mis manos tenían ese aspecto, cuando los recuerdos de las simulaciones del miedo se me colaban en los sueños y en la mente cada vez que estaba ociosa. A lo mejor son los recuerdos del ataque lo que le hacen esto a David.
«No me importa —pienso—. Recuerda lo que hizo. Lo que volvería a hacer».
—Ya hemos llegado —me avisa.
Lo empujo a través de unas puertas dobles abiertas y sujetas con topes. Casi todos los miembros del consejo parecen estar aquí, removiendo con un palito diminuto sus diminutos cafés. La mayoría son hombres y mujeres de la edad de David. Hay algunos miembros más jóvenes: Zoe está aquí y me dedica una sonrisa forzada, aunque educada.
—¡Vamos a dar inicio a la reunión! —dice David mientras maniobra la silla él solo hasta la presidencia de la mesa.
Me siento en una de las sillas del borde de la sala, al lado de Zoe. Está claro que se supone que no debemos estar a la mesa, con las personas importantes, y me parece bien: será más fácil cabecear si se pone aburrida, aunque si esta nueva crisis es tan seria como para mantener a David despierto toda la noche, lo dudo.
—Anoche recibí una llamada urgente de la gente de la sala de control —explica David—. Resulta evidente que la violencia está a punto de estallar de nuevo en Chicago. Los fieles al sistema de facciones, que se hacen llamar leales, se han rebelado contra los abandonados y han atacado los depósitos de armas. Lo que no saben es que Evelyn Johnson ha descubierto un arma nueva: oculta reservas de suero de la muerte en la sede de Erudición. Como sabemos, nadie es capaz de resistirse al suero de la muerte, ni siquiera los divergentes. Si los leales atacan al Gobierno y Evelyn Johnson se venga, las bajas serán catastróficas.
Me quedo mirando el suelo mientras todos se ponen a hablar a la vez.
—Silencio —pide David—. Los experimentos ya corren peligro si no somos capaces de demostrar a nuestros superiores que podemos controlarlos. Otra revolución en Chicago solo serviría para afianzar la idea de que este trabajo ya no resulta útil, algo que no podemos permitir si queremos seguir luchando contra el daño genético.
En algún lugar, detrás de la cara de cansancio y las ojeras de David, se oculta algo más duro, más fuerte. Me creo lo que dice. Me creo que no permitirá que suceda.
—Ha llegado el momento de utilizar el virus del suero de la memoria para un reinicio en masa. Y creo que deberíamos usarlo en todos los experimentos.
—¿Reiniciarlos? —pregunto, porque no puedo evitarlo.
De repente, todos me miran. Al parecer, habían olvidado que tenían en la habitación a un antiguo miembro de los experimentos a los que se referían.
—Cuando hablamos de reiniciar nos referimos a un borrado general de memoria —responde David—. Es lo que hacemos cuando los experimentos que incorporan modificación del comportamiento están en peligro de desmoronarse. Lo hicimos cuando creamos por primera vez cada experimento con dicho componente, y él último de Chicago fue unas cuantas generaciones antes de la tuya. —Esboza una sonrisa extraña—. ¿A qué creías que se debe la devastación física del sector abandonado? Se produjo un levantamiento y tuvimos que sofocarlo de la forma más limpia posible.
Me quedo en la silla, pasmada, imaginándome las calles destrozadas, las ventanas hechas añicos y las farolas tumbadas del sector abandonado de la ciudad, una destrucción que no resulta evidente en ninguna otra zona, ni siquiera al norte del puente, donde los edificios están vacíos, pero parecen haberse evacuado en paz. Siempre consideré como algo normal los destrozos de esos sectores de Chicago, creía que era la prueba de lo que pasaba cuando la gente vive sin una comunidad. Nunca se me ocurrió que fueran el resultado de un levantamiento… y el consiguiente reinicio.
Estoy ciega de rabia. Que quieran detener una revolución no para salvar vidas, sino para salvar su preciado experimento, bastaría para cabrearme. Pero ¿por qué creen tener derecho a arrancarle los recuerdos a la gente, su identidad, solo porque les resulta conveniente?
Por supuesto, ya conozco la respuesta: para ellos, los habitantes de nuestra ciudad no son más que contenedores de material genético; nada más que GD, valiosos por los genes corregidos que heredan sus descendientes, y no por sus cerebros ni sus corazones.
—¿Cuándo? —pregunta uno de los miembros del consejo.
—En las próximas cuarenta y ocho horas —responde David.
Todos asienten como si fuera algo razonable.
Recuerdo lo que me dijo en su despacho: «Si queremos ganar esta batalla contra el daño genético, si queremos salvar los experimentos para que no los cierren, tendremos que sacrificarnos. Lo entiendes, ¿verdad?». Debí de haberme imaginado que sería capaz de borrar alegremente la memoria a miles de GD (borrar miles de vidas) con tal de controlar los experimentos. Que haría el trueque sin tan siquiera pensar en las alternativas, sin considerar necesario molestarse en salvarlos.
Al fin y al cabo, son defectuosos.