TRIS
—Ahí está —dice Amar cuando me acerco al grupo—. Ven, te daré tu chaleco, Tris.
—¿Mi… chaleco?
Tal como me prometió David ayer, voy a la periferia esta tarde. No sé qué esperar, y eso me suele poner nerviosa, aunque estos últimos días me han dejado tan machacada que no siento gran cosa.
—Chaleco antibalas. La periferia no es nada segura —explica.
Después mete la mano en una caja que hay junto a las puertas y rebusca entre una pila de gruesos chalecos negros hasta encontrar el del tamaño adecuado. Sale con uno que me parece demasiado grande.
—Lo siento, no tenemos mucha variedad. Este servirá. Sube los brazos.
Me guía para meterme el chaleco y me aprieta las correas de los costados.
—No sabía que estarías aquí —comento.
—Bueno, ¿qué creías que hacía en el Departamento? ¿Dar vueltas por ahí contando chistes? —Sonríe—. Descubrieron la forma de darle uso a mi experiencia como osado. Formo parte del equipo de seguridad, igual que George. Normalmente nos encargamos de la seguridad del complejo, pero siempre que alguien quiere ir a la periferia, me presento voluntario.
—¿Hablabas de mí? —dice George, que está con el grupo de gente que hay junto a las puertas—. Hola, Tris. Espero que no te haya contado nada malo.
George echa un brazo sobre los hombros de Amar, y los dos se sonríen. George tiene mejor aspecto que la última vez que lo vi, aunque la pena le ha dejado huella en el rostro: le ha robado las arrugas en los rabillos de los ojos cuando sonríe y los hoyuelos de las mejillas.
—Estaba pensando que deberíamos darle un arma —dice Amar, y me mira—. Normalmente no armamos a los miembros en potencia del consejo porque no tienen ni idea de cómo usarlas, pero está bastante claro que tú sí.
—No pasa nada, no necesito…
—No, seguro que eres mejor tiradora que la mayoría —me interrumpe George—. No nos vendría mal otro osado a bordo. Deja que vaya a por un arma.
Unos cuantos minutos después estoy armada y caminando con Amar hacia el camión. Él y yo nos metemos en la parte trasera, mientras que George y una mujer llamada Ann se ponen en el centro, y dos agentes de seguridad mayores llamados Jack y Violet se suben en la parte delantera. La parte de atrás del camión está cubierta de un material negro duro. Las puertas traseras se ven opacas y negras desde fuera, pero desde dentro son transparentes, así que podemos ver lo que pasa. Estoy sentada entre Amar y las pilas de equipo que nos tapan la vista de la parte delantera del camión. George se asoma entre el equipo y sonríe cuando arranca el camión, pero, aparte de eso, estamos solos Amar y yo.
Observo cómo el complejo desaparece detrás de nosotros. Conducimos por los jardines y los edificios anexos que lo rodean y, asomándose detrás del borde del complejo, están los aviones, blancos e inmóviles. Llegamos a la valla y las puertas se abren para nosotros. Oigo a Jack hablar con el soldado de la valla exterior para contarle nuestros planes e indicarle el contenido del vehículo (una serie de palabras que no entiendo) antes de que nos permitan salir a lo desconocido.
—¿Cuál es el objetivo de esta patrulla? —pregunto—. Aparte de enseñarme cómo funcionan las cosas, claro.
—Siempre mantenemos vigilada la periferia, que es la zona genéticamente defectuosa más cercana al complejo. Casi siempre por motivos científicos, para estudiar cómo se comportan los GD —explica Amar—. Sin embargo, después del ataque, David y el consejo decidieron que necesitábamos una vigilancia más intensiva para evitar que vuelva a suceder.
Dejamos atrás la misma clase de ruinas que vi cuando abandonamos la ciudad. Los edificios se derrumban bajo su propio peso y las plantas crecen libres sobre la tierra, abriéndose paso a través del hormigón.
No conozco a Amar y no confío del todo en él, pero tengo que preguntarlo:
—Entonces ¿te lo crees todo? ¿Eso de que el daño genético es el culpable de… esto?
Todos sus antiguos amigos del experimento eran GD. ¿De verdad se creerá que son defectuosos, que tienen algo malo?
—¿Tú no? Tal como yo lo veo, la Tierra lleva aquí muchísimo tiempo, más de lo que imaginamos. Y antes de la Guerra de la Pureza nadie había hecho esto, ¿no? —pregunta, agitando la mano para señalar el mundo de fuera.
—No lo sé, me cuesta creerlo.
—Qué visión más negativa que tienes de la naturaleza humana.
No respondo.
—De todos modos —continúa—, si algo así hubiera pasado en nuestra historia, el Departamento lo sabría.
Eso me suena muy inocente para alguien que vivía en mi ciudad y ha visto, al menos en pantalla, cuántos secretos escondíamos los unos a los otros. Evelyn intentó controlar a la gente controlando las armas, pero Jeanine era más ambiciosa: sabía que, cuando controlas la información o la manipulas, no necesitas tener a la gente esclavizada, sino que se quedan donde están por voluntad propia.
Eso es lo que hace el Departamento (y seguramente todo el Gobierno): condicionan a los ciudadanos para que estén contentos bajo su control.
Viajamos en silencio un rato, solo se oyen los ruidos del equipo al moverse y el motor que nos acompaña. Al principio examino cada edificio junto al que pasamos y me pregunto qué contendría antes, pero después todos empiezan a parecerme el mismo. ¿Cuántas ruinas distintas hay que ver antes de resignarse a aceptar que no son más que ruinas, en general?
—Ya casi hemos llegado a la periferia —dice George desde la parte central del camión—. Vamos a parar aquí y avanzaremos a pie. Que todos cojan parte del equipo y se pongan en camino, salvo Amar, que solo tiene que cuidar de Tris. Tris, puedes salir a echar un vistazo, pero quédate con Amar.
Es como si todas mis terminaciones nerviosas estuvieran demasiado cerca de la superficie y el más leve toque las hiciera arder. Mi madre se retiró a la periferia después de ser testigo de un asesinato, allí fue donde la encontró el Departamento y la rescató porque sospechaban que su código genético era bueno. Ahora soy yo la que iré a ese lugar, el lugar en que, en cierto modo, todo empezó.
El camión se detiene y Amar abre las puertas. Lleva el arma en una mano y me hace señas con la otra. Salto detrás de él.
Aquí hay edificios, pero no son tan prominentes como los hogares improvisados construidos con restos de metal y lonas de plástico, apilados unos al lado de los otros como si se sostuvieran entre sí. En los estrechos pasillos que forman hay gente, casi todo niños, que venden cosas en bandejas, cargan con cubos de agua o cocinan en fogatas al aire libre.
Cuando los más cercanos nos ven, un niño sale corriendo y grita:
—¡Redada! ¡Redada!
—No te preocupes —dice Amar—, creen que somos soldados. A veces hacen redadas para llevarse a los niños a los orfanatos.
Apenas presto atención al comentario y empiezo a caminar por uno de los pasillos mientras la gente sale corriendo o se encierra en sus chozas de puertas de cartón o de lona. Los veo a través de las grietas entre las paredes, y sus casas no son más que una pila de comida y suministros a un lado, y colchonetas al otro. Me pregunto qué harán en invierno. O qué usarán de baño.
Pienso en las flores del interior del complejo, en los suelos de madera y en todas las camas vacías del hotel y pregunto:
—¿Alguna vez los ayudáis?
—Creemos que la mejor forma de ayudar a nuestro mundo es arreglar sus deficiencias genéticas —responde Amar, como si recitara de memoria—. Alimentar a la gente no sirve más que para poner una tirita en una herida abierta: puede que detenga la hemorragia un rato, pero, al final, la herida seguirá ahí.
No puedo responder, me limito a negar con la cabeza y seguir caminando. Empiezo a comprender por qué mi madre se unió a Abnegación cuando se suponía que debía ser erudita. Si de verdad hubiera deseado seguridad contra la creciente corrupción de los eruditos, se habría unido a Cordialidad o a Verdad. Sin embargo, eligió la facción en la que podía ayudar a los desfavorecidos y dedicó casi toda su vida a asegurarse de que los abandonados no quedaran desprotegidos.
Debían de recordarle a este lugar, a la periferia.
Vuelvo la cabeza para que Amar no me vea las lágrimas.
—Vámonos al camión —le pido.
—¿Estás bien?
—Sí.
Los dos damos media vuelta para regresar, pero entonces oímos los disparos.
Y, justo después, un grito:
—¡Ayuda!
Todos se dispersan.
—Es George —dice Amar, y sale corriendo por uno de los pasillos a nuestra derecha.
Lo persigo hasta las estructuras metálicas, pero es demasiado rápido y este lugar es un laberinto, así que lo pierdo en cuestión de segundos y me quedo sola.
Por mucha compasión automática abnegada que me despierte la gente de este sitio, también les tengo miedo. Si son como los abandonados, seguro que están tan desesperados como ellos, y desconfío de la gente desesperada.
Una mano se cierra en torno a mi brazo y me arrastra hacia atrás, hasta una de las chozas de aluminio. Dentro, todo está teñido del azul de la lona que tapa las paredes y que aísla la estructura del frío. El suelo está cubierto de contrachapado y, frente a mí, hay una mujer baja y delgada de cara mugrienta.
—Será mejor que no te quedes ahí fuera —me dice—. Atacarán a cualquiera, por joven que sea.
—¿Quiénes?
—Hay mucha gente enfadada en la periferia —responde la mujer—. La rabia hace que algunos quieran matar a cualquiera que consideren un enemigo. A otros los hace más constructivos.
—Gracias por la ayuda. Me llamo Tris.
—Yo soy Amy. Siéntate.
—No puedo, mis amigos están ahí fuera.
—Entonces deberías esperar a que las hordas de gente corran hacia ellos y así los sorprendes por detrás.
Parece buena idea.
Me dejo caer en el suelo y se me clava el arma en la pierna. El chaleco antibalas es tan rígido que cuesta ponerse cómoda, pero hago lo que puedo para parecer relajada. Oigo gente correr y gritar. Amy abre un poco la esquina de la lona para mirar.
—Entonces, tus amigos y tú no sois soldados —dice Amy, mirando afuera—. Lo que significa que sois de Bienestar Genético, ¿no?
—No. Es decir, ellos sí, pero yo soy de la ciudad. Vamos, de Chicago.
Amy arquea mucho las cejas.
—Joder. ¿La han desmantelado?
—Todavía no.
—Es una pena.
—¿Una pena? —le pregunto, frunciendo el ceño—. Estás hablando de mi hogar, ¿sabes?
—Pues tu hogar está perpetuando la creencia de que hay que arreglar a las personas con genes defectuosos… Que son defectuosas, punto. Y no lo son. No lo somos. Así que, sí, es una pena que sigan existiendo los experimentos. No me disculparé por decirlo.
No lo había visto de ese modo. Para mí, Chicago tiene que seguir existiendo porque la gente que he perdido vivía allí, porque la forma de vida que antes adoraba sigue allí, aunque desarticulada. Pero no me daba cuenta de que la misma existencia de Chicago pudiera resultar dañina para los habitantes de fuera, que solo quieren que los consideren personas completas.
—Tienes que irte —dice Amy, soltando la lona—. Seguramente estén en uno de los puntos de encuentro, al noroeste de aquí.
—Gracias de nuevo.
Ella asiente con la cabeza, y yo me agacho para salir de su improvisado hogar, oyendo las tablas crujir bajo mis pies.
Avanzo deprisa entre los pasillos, aliviada de que todos se desperdigaran al llegar nosotros, porque así no tengo a nadie que me impida pasar. Salto por encima de un charco de…, bueno, no quiero saber de qué, y salgo a una especie de patio en el que un chico alto y desgarbado apunta a George con un arma.
Un grupito de gente rodea al chico del arma. Se han repartido entre ellos el equipo de vigilancia que George llevaba y están destruyéndolo, golpeándolo con zapatos, rocas o martillos.
George me mira, pero yo me llevo un dedo a los labios a toda prisa. Estoy detrás del grupo; el chico del arma no me ha visto.
—Baja el arma —dice George.
—¡No! —responde el chico; sus ojos no dejan de saltar de George a la gente que tiene a su alrededor—. Me ha costado mucho conseguirla, no te la voy a dar ahora.
—Entonces…, deja que me vaya. Puedes quedártela.
—¡No hasta que nos digas dónde os habéis estado llevando a los nuestros!
—No nos hemos llevado a ninguno de los vuestros —responde George—. No somos soldados, solo somos científicos.
—Sí, claro, ¿con un chaleco antibalas? Si no es mierda de soldado, soy el crío más rico del país. Ahora ¡dime lo que quiero saber!
Retrocedo hasta quedar detrás de una de las chozas y saco el arma por el borde de la estructura.
—¡Eh! —grito.
El grupo entero se vuelve para mirarme, pero el chico del arma no deja de apuntar a George, como esperaba.
—Te tengo en mi mira —digo—. Vete ahora y te dejaré marchar.
—¡Le dispararé! —grita el chico.
—Yo te dispararé a ti. Estamos con el Gobierno, pero no somos soldados. No sabemos dónde están los vuestros. Si lo dejas marchar, nos iremos sin hacer ruido. Si lo matas, te garantizo que vendrán soldados para detenerte, y ellos no serán tan generosos como nosotros.
En ese momento, Amar sale al patio, detrás de George, y alguien del grupo chilla:
—¡Hay más!
Todos se desperdigan. El chico del arma se mete en el pasillo más cercano y nos deja en paz a George, Amar y a mí. De todos modos, mantengo el arma pegada a la cara, por si deciden volver.
Amar rodea a George con sus brazos y George le da unos golpes cariñosos con el puño en la espalda. Amar me mira por encima del hombro de George.
—¿Todavía crees que el daño genético no tiene la culpa de estos problemas?
Paso junto a una de las chabolas y veo a una niña agachada al otro lado de la puerta, abrazándose las rodillas. Me ve a través de la grieta de las capas de lona y gime un poco. Me pregunto por qué han llegado a tenerles tanto miedo a los soldados. Supongo que por la misma razón por la que un chaval está tan desesperado como para apuntarles con una pistola.
—Sí, todavía.
Conozco a los verdaderos culpables.
Cuando regresamos al camión, Jack y Violet están montando la cámara de vigilancia que la gente de la periferia no ha robado. Violet tiene una pantalla en las manos en la que se ve una larga lista de números, y se la está recitando a Jack, que los programa en su pantalla.
—¿Dónde os habíais metido, chicos? —pregunta Jack.
—Nos atacaron —responde George—. Tenemos que irnos ya.
—Por suerte, ese era el último grupo de coordenadas —dice Violet—. Ya nos vamos.
Nos metemos de nuevo en el camión. Amar cierra las puertas y yo dejo mi arma en el suelo con el seguro puesto, contenta de poder librarme de ella. Esta mañana, cuando me desperté, no me imaginaba que después apuntaría a alguien con un arma peligrosa. Tampoco me imaginaba que sería testigo de semejantes condiciones de vida.
—Es la abnegada que llevas dentro —comenta Amar—. Por eso odias ese lugar, lo noto.
—Es por muchas cosas que llevo dentro.
—También lo noté en Cuatro. Abnegación produce una gente muy seria, gente que siempre se fija en cosas como la necesidad. Me he fijado en que las personas que se trasladan a Osadía acaban desarrollando personalidades parecidas, según su procedencia. Los eruditos que se trasladan a Osadía tienden a convertirse en personas crueles y brutales. Los veraces se convierten en personas escandalosas, en enganchados a la adrenalina de las peleas. Y los abnegados que se trasladan a Osadía se convierten en… No sé, en soldados, supongo. En revolucionarios. Eso podría ser Cuatro si confiara más en sí mismo —añade—. Si no desconfiara tanto de sus posibilidades, creo que sería un líder alucinante. Siempre lo he pensado.
—Creo que tienes razón. Solo se mete en líos cuando se convierte en seguidor. Como pasó con Nita. O con Evelyn.
«Y tú, ¿qué? —me pregunto—. Tú también querías convertirlo en seguidor».
«No, no es verdad», me respondo, pero no sé si me lo creo.
Amar asiente.
Las imágenes de la periferia se me siguen apareciendo como si fuera hipo. Veo a mi madre de niña, agachada en una de esas chabolas, peleando por conseguir armas porque eran la única forma de estar algo segura, ahogándose en humo para calentarse en invierno. No sé por qué estaba tan dispuesta a abandonar el lugar después de que la rescataran. El complejo la absorbió y después trabajó para él el resto de su vida. ¿Es que se olvidó de sus orígenes?
No es posible, ya que se pasó toda la vida intentando ayudar a los abandonados. A lo mejor no era por cumplir con sus deberes de abnegada, a lo mejor se debía a un deseo de ayudar a personas como las que había dejado atrás.
De repente no soporto seguir pensando en ella, ni en aquel lugar, ni en las cosas que he visto. Me aferro al primer pensamiento que me viene a la cabeza, para distraerme.
—Entonces ¿Tobias y tú erais muy amigos?
—¿Es que alguien puede ser muy amigo suyo? —responde Amar, negando con la cabeza—. Aunque el apodo se lo puse yo. Lo vi enfrentarse a sus miedos y me di cuenta de la cantidad de problemas que arrastraba, así que pensé que le vendría bien una nueva vida, por eso empecé a llamarlo Cuatro. Pero no, no diría que éramos muy amigos. No tanto como me habría gustado.
Amar apoya la cabeza en la pared del camión y cierra los ojos, sonriendo un poco.
—Ah. ¿Es que te… gustaba?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por la forma en que hablas de él —respondo, encogiéndome de hombros.
—Ya no me gusta, si es lo que de verdad quieres saber. Pero sí, en algún momento me gustó, y estaba muy claro que el sentimiento no era recíproco, así que retrocedí. Preferiría que no contaras nada.
—¿A Tobias? Claro que no.
—No, me refiero a que no se lo cuentes a nadie. Y no hablo solo de lo de Tobias.
Se queda mirando la nuca de George, ahora visible por encima de la carga, que ha menguado bastante.
Arqueo una ceja para mirarlo. No me sorprende que George y él se sintieran atraídos: los dos son divergentes que han tenido que fingir su muerte para sobrevivir; los dos eran forasteros en un mundo desconocido.
—Entiéndelo —sigue diciendo Amar—, el Departamento está obsesionado con la procreación, con lo de pasar los genes a tu descendencia. Y George y yo somos GP los dos, así que cualquier relación que no produzca un código genético más fuerte… Bueno, es algo que no promueven, nada más.
—Ah. No te preocupes por mí, no estoy obsesionada con la producción de genes fuertes —respondo, esbozando una sonrisa irónica.
—Gracias.
Guardamos silencio unos segundos y contemplamos las ruinas, que se emborronan cuando el camión gana velocidad.
—Creo que eres buena para Cuatro, ¿sabes? —dice.
Me miro las manos, cerradas sobre el regazo. No tengo ganas de explicarle que estamos a punto de romper. No lo conozco y, aunque lo conociera, no querría hablar del tema. Solo consigo responder:
—Oh.
—Sí, veo lo que despiertas en él. No te das cuenta porque no lo has experimentado, pero Cuatro sin ti es una persona muy distinta. Es… obsesivo, explosivo, inseguro…
—¿Obsesivo?
—¿Cómo llamarías si no a una persona capaz de entrar una y otra vez en su propio paisaje del miedo?
—No sé, decidido —respondo, y hago una pausa—. Valiente.
—Sí, claro, pero también un poco loco, ¿no? Quiero decir que la mayoría de los osados preferiría saltar al abismo antes que seguir entrando en su paisaje del miedo. Una cosa es la valentía y otra, el masoquismo, y la línea que los separa se volvió algo difusa para él.
—Conozco esa línea.
—Lo sé —responde él, sonriendo—. De todos modos, solo digo que cuando restriegas a una persona contra otra, aparecen los problemas, pero veo que lo que vosotros dos tenéis merece la pena, eso es todo.
—¿Restregar a una persona contra otra? ¿En serio? —pregunto, arrugando la nariz.
Amar junta las palmas de las manos y se las restriega para ilustrarme la idea. Me río, pero no logro abstraerme de la punzada de dolor en el pecho.