TRIS
—Déjanos entrar, David —dice Nita, aunque cuesta identificar su voz a través de la máscara.
Los ojos de David se mueven lentamente hacia un lado, hacia el hombre que le apunta con el arma.
—No creo que vayáis a dispararme —dice—, porque soy el único del edificio que conoce esa información, y vosotros queréis el suero.
—Puede que no te disparemos en la cabeza —dice el hombre— pero hay otros sitios.
El hombre y Nita se miran. Después, el hombre baja el arma y dispara a los pies de David. Cierro los ojos con fuerza cuando los gritos de David retumban por el pasillo. Puede que sea una de las personas que ofreció a Jeanine Matthews la simulación del ataque, pero no disfruto con sus gritos de dolor.
Me quedo mirando las armas que llevo, una en cada mano, y mis dedos pálidos sobre los gatillos negros. Me imagino podando todas las ramas perdidas de mis pensamientos para concentrarme solo en este lugar, en este momento.
Acerco la boca a la oreja de Matthew y mascullo:
—Ve a por ayuda ahora mismo.
Matthew asiente y vuelve por el pasillo. Hay que reconocer que se mueve en silencio, sus pisadas no hacen ruido. Al final del pasillo vuelve la vista atrás antes de desaparecer por la esquina.
—Estoy harta de esta mierda —dice la mujer pelirroja—. Vamos a reventar las puertas.
—Una explosión activaría uno de los mecanismos de seguridad auxiliares —responde Nita—. Necesitamos el código.
Me asomo de nuevo y, esta vez, David me ve. Está pálido y sudoroso, y hay un buen charco de sangre alrededor de sus tobillos. Los demás miran a Nita, que se saca una caja negra del bolsillo y la abre, dejando al descubierto una jeringa y una aguja.
—Dijiste que esa cosa no funcionaba con él —dice el hombre de la pistola.
—Dije que podría resistirse, no que no funcionara del todo. David, esto es una mezcla muy potente del suero de la verdad y el suero del miedo. Voy a inyectártelo si no nos das el código de acceso.
—Sé que esto es culpa de tus genes, Nita —dice David débilmente—. Si te detienes ahora, puedo ayudarte, puedo…
Nita esboza una sonrisa torcida. Le clava la aguja en el cuello con una expresión de placer y empuja el émbolo. David se derrumba, se estremece y vuelve a estremecerse.
Entonces abre mucho los ojos y grita, mirando el aire vacío, y sé lo que está viendo, porque yo también lo vi en la sede de Erudición, cuando me inyectaron el suero del terror: vi hacerse realidad mis peores miedos.
Nita se arrodilla frente a él y le agarra la cara.
—¡David! —grita con urgencia—. Puedo detenerlo ahora mismo si nos dices cómo entrar en esa habitación. ¿Me oyes?
Él jadea, y sus ojos no se centran en ella, sino en algo que hay detrás de su hombro.
—¡No lo hagáis! —exclama, y se lanza hacia delante, hacia el fantasma que el suero le está enseñando. Nita le pone un brazo en el pecho para evitar que se caiga, y él grita—. ¡No lo…!
Nita lo sacude.
—¡Los detendré si me dices cómo entrar!
—¡Ella! —dice David, con lágrimas en los ojos—. El… El nombre…
—¿El nombre de quién?
—¡Se nos acaba el tiempo! —exclama el hombre que apunta a David—. O conseguimos el suero o lo matamos…
—Ella —dice David, señalando hacia delante.
Señalándome a mí.
Extiendo los brazos, rodeando la esquina, y disparo dos veces. La primera bala da en la pared. La segunda acierta en el brazo del hombre, de modo que su enorme arma cae al suelo. La mujer pelirroja me apunta con su fusil (o apunta a la parte de mí que puede ver, medio escondida detrás de la pared) y Nita grita:
—¡No disparéis! Tris, no sabes lo que estás haciendo…
—Seguramente tienes razón —respondo, y disparo otra vez.
Esta vez lo hago con mano más firme y apunto mejor: le doy a Nita en el costado, justo encima de la cadera. Ella grita dentro de su máscara y se agarra el agujero en la piel antes de caer de rodillas, con las manos cubiertas de sangre.
David se lanza hacia mí con una mueca de dolor al apoyar su peso en la pierna herida. Lo sujeto por la cintura con un brazo y lo giro para colocarlo entre los soldados que quedan y yo. Después le apunto a la cabeza con una de mis armas.
Todos se quedan paralizados. Noto el latido del corazón en la garganta, en las manos y detrás de los ojos.
—Si disparáis, le meto una bala en la cabeza —advierto.
—No serías capaz de matar a tu líder —dice la pelirroja.
—No es mi líder, me da igual que viva o muera. Pero si creéis que voy a permitir que os hagáis con ese suero de la muerte, estáis locos.
Empiezo a retroceder arrastrando los pies, con David gimiendo delante de mí, todavía bajo la influencia del cóctel de sueros. Agacho la cabeza y me pongo de lado para quedar a salvo detrás de él, sin dejar de apuntarle a la cabeza.
Llegamos al final del pasillo, y la mujer decide que es un farol. Dispara y acierta a David debajo de la rodilla, en la otra pierna. Él se derrumba con un grito, y quedo expuesta. Me tiro al suelo, golpeándome los codos, en el preciso instante en que una bala pasa silbando junto a mí y me vibra en la cabeza.
Entonces noto que algo caliente me resbala por el brazo izquierdo, veo sangre e intento apoyar los pies en el suelo para ganar tracción. La encuentro y disparo a ciegas al pasillo. Agarro a David por el cuello de la camisa y lo arrastro por el suelo mientras el dolor me recorre el brazo izquierdo.
Oigo carreras y gruño, pero no vienen por detrás, sino por delante. La gente me rodea, Matthew entre ellos, y alguien recoge a David y corre con él por el pasillo. Matthew me ofrece una mano.
Me pitan los oídos. No puedo creer que lo haya conseguido.