CAPÍTULO VEINTICINCO

TOBIAS

Tris y yo nos reunimos con Nita pasada la medianoche, en el vestíbulo del hotel, entre las macetas de plantas con sus flores abiertas, una naturaleza domada. Cuando Nita ve a Tris a mi lado, se le tensa el rostro como si acabara de morder algo amargo.

—Me prometiste que no se lo contarías —dice, señalándome—. ¿Qué ha pasado con lo de protegerla?

—Cambié de idea.

Tris se ríe, aunque sin mucho humor.

—¿Eso le dijiste? ¿Que así me protegía? Qué manipulación más hábil, bien hecho.

Arqueo las cejas y la miro. No había pensado en ello como en una manipulación, y eso me asusta un poco. Normalmente confío en ser capaz de averiguar los motivos ocultos de los demás o en inventármelos, pero estaba tan acostumbrado a mi deseo de proteger a Tris, sobre todo después de haber estado a punto de perderla, que ni siquiera lo pensé.

O estaba tan acostumbrado a mentirle en vez de contarle las verdades difíciles que agradecí la oportunidad de engañarla.

—No fue manipulación, era la verdad —responde Nita, que ya no parece enfadada, sino cansada.

Se pasa la mano por la cara y se alisa el pelo. No está a la defensiva, lo que quiere decir que quizá esté contándonos la verdad.

—Podrían detenerte solo por saber lo que sabes y no informar —añade—. Me pareció que lo mejor era evitar esa posibilidad.

—Bueno, demasiado tarde —respondo—. Tris se viene, ¿algún problema?

—Prefiero tener a los dos que no tener a ninguno, y estoy segura de que ese es el ultimátum implícito —dice Nita, poniendo los ojos en blanco—. Vamos.

Tris, Nita y yo recorremos el silencioso complejo hasta los laboratorios en los que trabaja ella. Nadie habla, y soy consciente de cada chirrido de mis zapatos, de cada voz a lo lejos, de cada chasquido de las puertas que se cierran. Es como si hiciéramos algo prohibido, aunque, técnicamente, no es así. Todavía no, al menos.

Nita se detiene junto a la puerta de los laboratorios y pasa su tarjeta. La seguimos por la sala de terapia genética en la que vi un mapa de mi código genético y continuamos adentrándonos en el corazón del complejo, que hasta ahora desconocía. Está oscuro y sucio, y las pelusas bailan por el suelo a nuestro paso.

Nita abre otra puerta con el hombro y entramos en un almacén. En las paredes hay cajones de metal mate etiquetados con números de papel con la tinta desgastada por el tiempo. En el centro del cuarto hay una mesa de laboratorio con un ordenador y un microscopio, y un joven con pelo rubio repeinado hacia atrás.

—Tobias, Tris, este es mi amigo Reggie —nos presenta Nita—. También es GD.

—Encantado de conoceros —nos saluda Reggie, sonriendo.

Le da la mano a Tris y después a mí. Tiene un apretón firme.

—Vamos a enseñarles primero las diapositivas —dice Nita.

Reggie da unos golpecitos en la pantalla del ordenador y nos hace gestos para que nos acerquemos.

—No muerdo —afirma.

Tris y yo intercambiamos una mirada, y nos colocamos detrás de Reggie en la mesa para ver la pantalla. Las imágenes empiezan a surgir una detrás de otra. Están en escala de grises, granulosas y distorsionadas, así que deben de ser muy antiguas. Solo tardo unos segundos en darme cuenta de que son fotografías de sufrimiento: niños esqueléticos con ojos enormes, zanjas llenas de cadáveres, enormes montones de papeles ardiendo.

Las fotografías pasan tan deprisa, como las páginas de un libro moviéndose con la brisa, que solo me quedo con breves impresiones de horrores. Después aparto la cara, incapaz de seguir mirando. Un profundo silencio crece en mi interior.

Al principio, cuando miro a Tris, su expresión es como un lago de aguas tranquilas, como si las imágenes no hubiesen creado olas. Sin embargo, le tiemblan los labios y tiene que apretarlos con fuerza para disimularlo.

—Mirad esas armas —comenta Reggie al sacar una foto en la que aparece un hombre de uniforme apuntando con un fusil—. Son increíblemente antiguas, las de la Guerra de la Pureza eran mucho más avanzadas. Hasta el Departamento estaría de acuerdo. Tienen que ser de un conflicto antiquísimo entre personas genéticamente puras, ya que la manipulación genética no existía por aquel entonces.

—¿Cómo se oculta una guerra? —pregunto.

—La gente está aislada, muerta de hambre —responde Nita en voz baja—. Solo sabe lo que le han enseñado, solo ve la información que se le ofrece. Y ¿quién controla eso? El Gobierno.

—Vale —dice Tris, moviendo la cabeza y hablando demasiado deprisa, nerviosa—. Entonces mienten sobre vuestra… nuestra historia. Eso no quiere decir que sean el enemigo, solo que son un grupo de gente muy mal informada que intenta… mejorar el mundo. De una forma muy poco acertada.

Nita y Reggie se miran.

—El asunto es ese, que hacen daño a la gente —dice Nita.

Apoya las manos en el escritorio y se inclina sobre él, sobre nosotros, y de nuevo veo a la revolucionaria reuniendo fuerzas en su interior, tomando el control de sus facetas de joven, GD y trabajadora de laboratorio.

—Cuando los abnegados quisieron revelar la verdad de su mundo antes de lo debido —dice muy despacio— y Jeanine decidió silenciarlos…, el Departamento no dudó en proporcionarle un suero de simulación increíblemente avanzado: la simulación del ataque que esclavizó las mentes de los osados y culminó con la destrucción de los abnegados.

Me tomo un instante para asimilarlo.

—Eso no puede ser cierto —digo—. Jeanine me dijo que donde había una proporción mayor de divergentes (de genéticamente puros) era en Abnegación. Acabas de decir que el Departamento valora a los GP tanto como para enviar a alguien a salvarlos; ¿por qué ayudarían a Jeanine a matarlos?

—Jeanine se equivocaba —responde Tris, como si estuviera muy lejos—. Evelyn lo dijo: donde más divergentes había era entre los abandonados, no entre los abnegados.

Me vuelvo hacia Nita.

—Sigo sin entender por qué pondrían en peligro a tantos divergentes —insisto—. Necesito pruebas.

—¿Para qué te crees que hemos venido?

Nita enciende otra serie de luces que iluminan los cajones y se pasea por la pared de la izquierda.

—Tardé mucho tiempo en obtener permiso para entrar aquí —nos cuenta—. Tardé aún más en adquirir los conocimientos necesarios para comprender lo que veía. De hecho, me ayudó uno de los GP, un simpatizante.

Su mano se queda flotando sobre uno de los cajones bajos, del que saca una ampolla de líquido naranja.

—¿Te resulta familiar? —me pregunta.

Intento recordar la inyección que me pusieron antes de que comenzara la simulación del ataque, justo antes de la ronda final de la iniciación de Tris. Lo hizo Max, me clavó la aguja a un lado del cuello, como había hecho yo mismo docenas de veces. Justo antes de hacerlo, la ampolla de cristal reflejó la luz, y era naranja, igual que la que sostiene Nita.

—Los colores coinciden, ¿y?

Nita lleva la ampolla al microscopio. Reggie saca un portaobjetos de una bandeja cercana al ordenador y, con un cuentagotas, deja caer dos gotitas de líquido naranja en el centro. Después sella el líquido con un segundo portaobjetos. Lo coloca bajo el microscopio con cuidado, pero seguro: los movimientos de alguien que ha realizado la misma tarea cientos de veces.

Reggie da unos cuantos toquecitos en la pantalla y abre un programa llamado MicroScan.

—Esta información está a disposición de cualquiera que sepa cómo usar este equipo y tenga la contraseña de sistema, contraseña que el simpatizante GP tuvo a bien proporcionarme —explica Nita—. En otras palabras, no es tan difícil acceder a ella, pero a nadie se le ocurriría examinarla de cerca. Y los GD no tienen contraseñas de sistema, así que tampoco podrían saber nada del asunto. Este almacén se usa para experimentos obsoletos, fallos, desarrollos anticuados o cosas sin valor.

Mira a través del microscopio y utiliza una rueda para centrar la lente.

—Adelante —dice.

Reggie pulsa un botón del ordenador, y aparecen unos párrafos bajo la barra MicroScan situada en la parte superior de la pantalla. Señala un párrafo en el centro de la página y lo lee.

—«Suero de simulación v4.2. Coordina un gran número de objetivos. Transmite señales a larga distancia. No se incluye alucinógeno de la fórmula original; la realidad simulada la predetermina un jefe de programación».

Eso es todo.

Es el suero de la simulación del ataque.

—Bien, ¿por qué iba a tener esto el Departamento a no ser que lo desarrollaran aquí? —pregunta Nita—. Ellos fueron los que introdujeron los sueros en los experimentos, aunque después no solían manipularlos, permitían que los residentes de la ciudad los desarrollaran. Si Jeanine fue la que lo desarrolló, no se lo habrían robado. Si está aquí, es porque lo hicieron ellos.

Me quedo mirando el portaobjetos iluminado del microscopio, la gota naranja que nada bajo el ocular, y dejo escapar una respiración entrecortada.

Tris pregunta, sin aliento:

—¿Por qué?

—Abnegación estaba a punto de revelar la verdad a todos los de la ciudad, y ya habéis visto lo que pasa ahora que la ciudad conoce la verdad: Evelyn se ha convertido en una dictadora de facto, los abandonados aplastan a los miembros de las facciones y estoy segura de que las facciones se levantarán contra ellos tarde o temprano. Mucha gente morirá. Contar la verdad pone en peligro la seguridad del experimento, no cabe duda —explica Nita—. Así que, hace unos meses, cuando los abnegados estaban a punto de provocar esa destrucción e inestabilidad al enseñar el vídeo de Edith Prior, el Departamento debió de pensar que era mejor sufrir un gran número de bajas en Abnegación (aunque supusiera la pérdida de varios divergentes) antes que un gran número de bajas en toda la ciudad. Mejor acabar con las vidas de los abnegados que arriesgarse a perder el experimento. Así que se pusieron en contacto con alguien que sabían estaría de acuerdo con ellos: Jeanine Matthews.

Sus palabras me envuelven y se me clavan.

Apoyo las manos en la mesa del laboratorio para que me refresque las palmas y contemplo mi reflejo distorsionado en el metal. Puede que haya odiado a mi padre casi toda la vida, pero nunca odié a su facción. La tranquilidad, el sentimiento de comunidad y la rutina abnegadas siempre me habían parecido algo bueno; y ahora casi toda esa gente amable y desinteresada está muerta, asesinada a manos de los osados, que fueron controlados por Jeanine con el poder del Departamento para respaldarla.

La madre y el padre de Tris estaban entre ellos.

Tris permanece inmóvil, con las manos colgándole sin fuerza y poniéndosele rojas por el bombeo de sangre.

—Ese es el problema de su fe ciega en los experimentos —dice Nita a nuestro lado, como si deslizara las palabras en los huecos vacíos de nuestras mentes—: el Departamento da más valor a los experimentos que a las vidas de los GD. Es obvio. Y ahora las cosas podrían ponerse peor.

—¿Peor? —repito—. ¿Peor que matar a casi todos los abnegados? ¿Cómo?

—El Gobierno lleva amenazando con cerrar los experimentos desde hace casi un año —responde Nita—. Los experimentos fallan uno tras otro porque las comunidades no pueden vivir en paz, y David siempre acaba por encontrar soluciones para restablecerla en el último segundo. Si algo va mal con el experimento de Chicago, puede volver a hacerlo. Puede reiniciar todos los experimentos cuando quiera.

—Reiniciarlos —repito.

—Con el suero de la memoria de Abnegación —responde Reggie—. Bueno, en realidad es el suero de la memoria del Departamento. Todos los hombres, mujeres y niños tendrán que empezar de nuevo.

—Borraran sus vidas —dice Nita secamente—, contra su voluntad, por resolver un «problema» genético que, en realidad, no existe. Esta gente tiene poder para hacerlo. Y nadie debería ostentar ese poder.

Recuerdo lo que pensé cuando Johanna me contó que los cordiales administraban el suero de la memoria a las patrullas osadas: que cuando le arrebatas los recuerdos a alguien, cambias su personalidad.

De repente me da igual cuál sea el plan de Nita, siempre que suponga golpear al Departamento con todas nuestras fuerzas. Lo que he averiguado en los últimos días me hace creer que este lugar no tiene nada que merezca la pena salvar.

—¿Cuál es el plan? —pregunta Tris con voz monótona, casi mecánica.

—Dejaré que mis amigos de la periferia entren por el túnel subterráneo —responde Nita—. Tobias, tú apagarás el sistema de seguridad mientras lo hago, para que no nos atrapen; es prácticamente la misma tecnología con la que trabajaste en la sala de control osada, no debería costarte. Después, Rafi, Mary y yo entraremos en el laboratorio de armamento y robaremos el suero de la memoria para que el Departamento no pueda usarlo. Reggie me ha estado ayudando a escondidas, pero él será el que nos abra el túnel el día del ataque.

—¿Qué vais a hacer con el suero de la memoria? —pregunto.

—Destruirlo —responde Nita sin titubear.

Me siento raro, vacío como un globo desinflado. No sé qué tenía en mente cuando Nita me habló de su plan, aunque no era esto. Esto me parece demasiado pequeño, demasiado pasivo como acto de venganza contra la gente responsable de la simulación del ataque, la gente que me dijo que había algo malo en mi misma esencia, en mi código genético.

—Y eso es lo único que pretendéis hacer —dice Tris, que por fin aparta la vista del microscopio y mira a Nita con los ojos entrecerrados—. Sabéis que el Departamento es responsable del asesinato de cientos de personas ¿y vuestro plan es… robarles su suero de la memoria?

—No recuerdo haberte invitado a dar tu opinión sobre mi plan.

—No estoy dando una opinión sobre tu plan —responde Tris—, te estoy diciendo que no me lo creo. Odias a esta gente, lo noto en tu forma de hablar de ellos. Sea lo que sea lo que pretendes hacer, creo que es mucho peor que robarles un poco de suero.

—El suero de la memoria es lo que utilizan para que los experimentos sigan funcionando. Es su principal fuente de poder sobre tu ciudad, así que quiero quitársela. Diría que, por ahora, es un golpe más que suficiente. —Nita habla con amabilidad, como si le explicara algo a un niño—. Nunca dije que eso fuera lo único que pretendía hacer. No siempre resulta mejor golpear con todas tus fuerzas a la primera oportunidad. Esto es una carrera de fondo, no un sprint.

Tris se limita a sacudir la cabeza.

—Tobias, ¿te apuntas? —me pregunta Nita.

Miro a Tris, que está tensa y rígida, y después a Nita, que se muestra relajada y dispuesta. No veo lo que ve Tris, ni lo que oye Tris. Y, cuando pienso en decir que no, es como si me desmoronara por dentro. Tengo que hacer algo, aunque sea poca cosa, y no entiendo por qué Tris no siente esa misma desesperación.

—Sí —respondo, y Tris se vuelve hacia mí para mirarme con incredulidad, con los ojos como platos. No le hago caso—. Puedo desactivar el sistema de seguridad. Necesitaré un poco de suero de la paz de Cordialidad; ¿tenéis acceso a eso?

—Yo sí —responde Nita, esbozando una sonrisita—. Te enviaré un mensaje con la hora. Vamos, Reggie, que estos dos necesitan… hablar.

Reggie se despide de mí con la cabeza, después de Tris, y Nita y él salen de la habitación y cierran con cuidado la puerta para no hacer ruido.

Tris se vuelve hacia mí con los brazos cruzados como dos barras sobre su cuerpo, para mantenerme fuera.

—No te entiendo —dice—. Está mintiendo. ¿Es que no lo ves?

—No lo veo porque no existe —respondo—. Soy capaz de distinguir a un mentiroso tan bien como tú. Y, en esta situación, creo que los celos enturbian tu criterio.

—¡No estoy celosa! —exclama, con el ceño fruncido—. Estoy siendo lista. Ella tiene pensado algo más gordo, y yo que tú huiría de alguien que me miente sobre algo en lo que quiere que participe.

—Bueno, pero yo no soy tú —respondo, sacudiendo la cabeza—. Dios, Tris, esta gente asesinó a tus padres, ¿y no vas a hacer nada al respecto?

—No he dicho que no vaya a hacer nada —dice en tono seco—, pero no tengo que tragarme el primer plan que me cuenten.

—Te traje aquí porque quería ser sincero contigo, ¡no para que sacaras conclusiones precipitadas sobre la gente y me ordenaras lo que tengo que hacer!

—¿Recuerdas lo que pasó la última vez que no confiaste en mis «conclusiones precipitadas»? —responde Tris, muy fría—. Al final descubriste que yo tenía razón. Tenía razón al decir que el vídeo de Edith Prior lo cambiaría todo, tenía razón sobre Evelyn y tengo razón sobre esto.

—Sí, tú siempre tienes razón. ¿La tenías cuando te metiste en situaciones peligrosas sin estar armada? ¿La tenías cuando me mentiste y te fuiste en plena noche a morir con los eruditos? O con Peter, ¿tenías razón con él?

—No me eches esas cosas en cara —responde, apuntándome con el dedo, y yo me siento como un niño al que regaña su padre—. Nunca dije que fuera perfecta, pero tú… tú ni siquiera eres capaz de ver más allá de tu desesperación. Seguiste a Evelyn porque estabas desesperado por tener un padre, y ahora sigues a Nita porque estás desesperado por creer que no eres defectuoso…

La palabra me provoca escalofríos.

—No soy defectuoso —digo en voz baja—. No puedo creerme que tengas tan poca fe en mí como para decirme que no confíe en mí mismo. Y no necesito tu permiso.

Me dirijo a la puerta y, cuando mi mano se cierra en torno al pomo, ella contesta:

—¡Di que sí! ¡Irte para ser el que tenga la última palabra es muy maduro!

—Igual que sospechar de los motivos de una persona solo porque sea guapa. Supongo que estamos empatados.

Salgo de la habitación.

No soy un niño desesperado e inestable que va regalando su confianza. No soy defectuoso.