CAPÍTULO VEINTE

TOBIAS

—No sabía si vendrías —me dice Nita.

Cuando se vuelve para conducirme a donde vamos, veo que la camiseta amplia que lleva puesta tiene un buen escote por detrás y deja al descubierto un tatuaje en la espalda, aunque no distingo qué es.

—¿Aquí también tenéis tatuajes? —pregunto.

—Alguna gente. El de mi espalda son cristales rotos —dice, y hace una pausa como cuando intentas decidir si contar o no algo personal—. Me lo hice porque es un símbolo de algo que está roto, defectuoso. Es una… especie de broma.

Otra vez esa palabra: «defectuoso». La palabra que lleva apareciendo y desapareciendo de mi cabeza desde la prueba genética. Si es una broma, no tiene gracia, ni siquiera para Nita, que escupe la explicación como si le supiera amarga.

Recorremos uno de los pasillos de baldosas, que está casi vacío al ser el final de la jornada de trabajo, y bajamos por unas escaleras. Al descender, vemos luces azules, verdes, moradas y rojas bailando por las paredes, cambiando de un color a otro cada segundo. El túnel al que dan las escaleras es amplio y oscuro, solo contamos con esas extrañas luces para guiarnos. El suelo de esta zona es de baldosas viejas e, incluso a través de las suelas de los zapatos, noto que está cubierto de tierra y polvo.

—Esta parte del aeropuerto se reformó por completo y se amplió cuando se mudaron aquí —explica Nita—. Durante un tiempo, después de la Guerra de la Pureza, todos los laboratorios estuvieron bajo tierra para que fueran más seguros en caso de ataque. Ahora solo baja aquí el personal auxiliar.

—¿A ese personal es al que quieres presentarme?

—Sí. Pertenecer al personal auxiliar es algo más que un trabajo. Casi todos nosotros somos GD, genéticamente defectuosos, los restos de los experimentos fallidos de las ciudades o los descendientes de otros restos o de gente que han traído del exterior, como la madre de Tris, aunque sin su ventaja genética. Y todos nuestros científicos y líderes son GP, genéticamente puros, descendientes de la gente que se resistió al movimiento de ingeniería genética desde el principio. Hay algunas excepciones, por supuesto, pero tan pocas que podría enumerártelas si quisiera.

Estoy a punto de preguntarle el porqué de esa división tan estricta, pero puedo imaginármelo. Los llamados GP crecieron dentro de esta comunidad, un mundo saturado de experimentos, observaciones y aprendizaje. Los GD se criaron en los experimentos, donde solo tenían que aprender lo suficiente para sobrevivir hasta la siguiente generación. La división se basa en el conocimiento, en las cualificaciones. Sin embargo, como he aprendido de los abandonados, un sistema que depende de que los iletrados se encarguen del trabajo sucio sin ofrecerles la oportunidad de mejorar es un sistema injusto.

—Creo que tu chica tiene razón, ¿sabes? —dice Nita—. No ha cambiado nada: simplemente, ahora conoces mejor tus limitaciones. Todos los seres humanos las tienen, incluidos los GP.

—Entonces, mi avance tiene un límite… ¿Cuál es? ¿Mi compasión? ¿Mi conciencia? ¿Y eso debería hacerme sentir mejor?

Nita me examina atentamente y no responde.

—Esto es ridículo —añado—. ¿Por qué voy a permitir que alguien determine mis límites?

—Así son las cosas, Tobias. Es genética, nada más.

—Eso es mentira. Aquí se trata de algo más que de genes, y tú lo sabes.

Me dan ganas de largarme, de dar media vuelta y correr de vuelta al dormitorio. La rabia me hierve por dentro, me acalora, y ni siquiera entiendo bien contra quién se dirige. ¿Contra Nita, que simplemente ha aceptado que su genética la limita de algún modo o contra los que le han enseñado eso? Quizá contra todos.

Llegamos al final del túnel, y ella abre una pesada puerta de madera con el hombro. Más allá hay un mundo ajetreado y reluciente. La habitación tiene unas bombillitas colgadas de cuerdas, pero hay tantas cuerdas que una red amarilla y blanca cubre el techo. En un extremo de la sala hay un mostrador de madera con botellas brillantes detrás y un mar de vasos encima. Hay mesas y sillas a la izquierda, y un grupo de gente con instrumentos musicales a la derecha. La música flota en el ambiente, y los únicos sonidos que reconozco (de mi limitada experiencia con los cordiales) son los que proceden de las cuerdas de guitarra y los tambores.

Es como estar bajo un foco mientras todo el mundo me observa y espera a que me mueva, hable o lo que sea. Por un segundo no oigo nada con la música y las charlas, pero, al cabo de unos segundos, me acostumbro y oigo a Nita decir:

—¡Por aquí! ¿Quieres beber algo?

Estoy a punto de responder cuando alguien entra corriendo en la sala. Es bajo y lleva una camiseta que le queda dos tallas grande. Hace un gesto a los músicos para que dejen de tocar, cosa que hacen durante el tiempo suficiente para que él grite:

—¡Van a dar el veredicto!

Media sala se levanta y corre a la puerta. Miro a Nita para ver si me explica algo, y ella frunce el ceño.

—¿El veredicto de quién? —pregunto.

—El de Marcus, seguro.

Y echo a correr junto a ellos.

Salgo pitando por el túnel, metiéndome en los espacios abiertos entre la gente y empujando como si no hubiera nadie más. Nita me pisa los talones y me grita que pare, pero no puedo. Floto por encima de este lugar, de esta gente y de mi propio cuerpo, y, además, siempre se me ha dado bien correr.

Subo los escalones de tres en tres, agarrado a la barandilla para no perder el equilibrio. No sé por qué estoy tan ansioso. ¿Por la condena de Marcus? ¿Por su exoneración? ¿Acaso espero que Evelyn lo declare culpable y lo ejecute, o tengo la esperanza de que le perdone la vida? No lo sé. Para mí, cualquier resultado está hecho de la misma pasta: o la maldad de Marcus o la máscara de Marcus; o la maldad de Evelyn o la máscara de Evelyn.

No tengo que esforzarme por recordar dónde está la sala de control, ya que la gente del pasillo me conduce hasta ella. Cuando llego, me abro paso entre la multitud para llegar al frente, y allí están mis padres, aparecen en la mitad de las pantallas. Todos se apartan de mí entre susurros, salvo Nita, que se pone a mi lado mientras intenta recuperar el aliento.

Alguien sube el volumen para que todos oigamos sus voces. Crepitan, distorsionadas por los micrófonos, pero conozco la voz de mi padre; la oigo cambiar en los momentos oportunos, elevarse cuando toca. Casi soy capaz de predecir sus palabras antes de que las pronuncie.

—Te has tomado tu tiempo —dice con desprecio—. ¿Para saborear el momento?

Me pongo rígido: esta no es la máscara de Marcus, no es la persona que la ciudad conoce, el paciente y tranquilo líder de Abnegación que jamás haría daño a nadie, y menos que nadie a su hijo o a su esposa. Aquí tenemos al hombre que se sacaba el cinturón trabilla a trabilla y después se lo enrollaba en los nudillos. Es el Marcus que mejor conozco, y verlo, como ocurre en mi paisaje del miedo, me devuelve a la infancia.

—Claro que no, Marcus —responde mi madre—. Has servido bien a esta ciudad durante muchos años. No se trata de una decisión que ni yo ni mis asesores nos tomemos a la ligera.

Marcus no lleva puesta su máscara, pero Evelyn sí. Suena tan auténtica que casi me convence.

—Los antiguos representantes de las facciones y yo misma hemos meditado mucho sobre la situación. Tus años de servicio, la lealtad que has inspirado a los miembros de tu facción, los sentimientos que yo todavía pudiera albergar como tu exesposa…

Suelto un bufido.

—Sigo siendo tu marido —responde Marcus—. Los abnegados no permiten el divorcio.

—Lo hacen en casos de maltrato —contesta Evelyn, y vuelvo a notar esa sensación, el vacío y el peso.

No puedo creerme que haya reconocido eso en público.

Sin embargo, ella quiere que la gente de la ciudad la vea de cierto modo, no como la mujer que ha tomado el control de sus vidas, sino como la mujer a la que atacó Marcus, la víctima del secreto que su marido escondía dentro de su casa impoluta y su ropa gris planchada.

Ahora sé cuál será el veredicto.

—Lo va a matar —digo en voz alta.

—Por otro lado —sigue diciendo Evelyn, casi con dulzura—, también es cierto que has cometido delitos atroces contra esta ciudad. Has engañado a unos niños inocentes para que arriesguen sus vidas por ti. Al negarte a cumplir las órdenes de Tori Wu, la anterior líder de Osadía, y yo mismo, provocaste innumerables muertes en el ataque erudito. Traicionaste a los tuyos al no hacer lo acordado y al no luchar contra Jeanine Matthews. Traicionaste a tu facción al revelar lo que debía permanecer en secreto.

—Yo no…

—No he terminado —lo interrumpe Evelyn—. Dado tu historial de servicios a la comunidad, nos hemos decidido por una solución alternativa. A diferencia de lo ocurrido con otros antiguos representantes de las facciones, no te perdonaremos para poder contar con tu asesoramiento en temas relacionados con la ciudad. Tampoco te ejecutaremos por traidor. En vez de ello, te enviaremos al otro lado de la valla, más allá del complejo de Cordialidad, y no podrás regresar.

Marcus parece sorprendido. No lo culpo.

—Felicidades —dice Evelyn—: tendrás el privilegio de empezar de nuevo.

¿Debería sentirme aliviado porque no van a ejecutar a mi padre? ¿Enfadado porque, cuando estaba tan cerca de escapar por fin de él, vaya a venir a este mundo, donde seguirá pesando sobre mí?

No lo sé. No siento nada. Se me entumecen las manos, lo que me avisa de un ataque de pánico, aunque en realidad no lo siento, no como normalmente. Me abruma tanto la necesidad de estar en otra parte que me vuelvo y dejo atrás a mis padres, a Nita y a la ciudad en la que antes vivía.