CAPÍTULO DIECINUEVE

TRIS

No voy detrás de él porque no sé qué decirle.

Cuando descubrí que era divergente, creía que era como un poder secreto que nadie más poseía, algo que me hacía distinta, mejor y más fuerte. Ahora, tras comparar mi ADN con el de Tobias en una pantalla de ordenador, me doy cuenta de que «divergente» no significa tanto como yo creía. No es más que una palabra para una secuencia concreta de mi ADN, como una palabra para designar a todas las personas con ojos castaños o pelo rubio.

Apoyo la cabeza en las manos. El problema es que esta gente sigue pensando que significa algo, sigue pensando que significa que yo estoy curada y Tobias no. Y pretenden que confíe en eso sin más, que me lo crea.

Bueno, pues no. Y no sé bien por qué Tobias sí lo hace, por qué está tan dispuesto a creer que es defectuoso.

No quiero seguir pensando en ello. Salgo de la sala de terapia genética justo cuando Nita regresa.

—¿Qué le has dicho? —le pregunto.

Es guapa. Alta, pero no demasiado; delgada, pero no demasiado; y su piel tiene un color exquisito.

—Solo me he asegurado de que supiera a donde iba —responde—. Este lugar es confuso.

—Sí que lo es.

Me dirijo a… Bueno, en realidad no sé adónde voy, solo que lejos de Nita, la chica guapa que habla con mi novio sin estar yo presente. Aunque tampoco es que fuera una conversación muy larga.

Veo a Zoe al final del pasillo, y ella me hace señas con la mano para que me acerque. Parece más relajada que esta mañana, con la frente lisa en vez de arrugada y el pelo suelto. Se mete las manos en los bolsillos del mono.

—Acabo de contárselo a los demás —dice—: Hemos programado un viaje en avión dentro de dos horas para los que queráis. ¿Te apuntas?

El miedo y la emoción me retuercen el estómago, igual que antes de abrocharme las correas para lanzarme en tirolina desde lo alto del edificio Hancock. Me imagino volando por el aire en un coche con alas, la energía del motor, el ruido del viento a través de los huecos de las paredes y la posibilidad, aunque remota, de que algo falle y acabe cayendo en picado hacia mi muerte.

—Sí —respondo.

—Nos encontraremos en la puerta B14, ¡sigue los carteles! —me avisa, y sonríe con ganas al marcharse.

Miro a través de las ventanas que tengo encima: el cielo está despejado y pálido, del mismo color que mis ojos. Parece preñado de inevitabilidad, como si siempre hubiera estado esperándome, quizá porque yo disfruto de las alturas, mientras que otros las temen, o quizá porque, una vez que has visto las cosas que he visto yo, solo queda una frontera por explorar: la de arriba.

Las escaleras metálicas que bajan hasta el asfalto chirrían bajo cada una de mis pisadas. Tengo que echar la cabeza atrás para ver el avión, que es más grande de lo que esperaba y de color blanco plateado. Justo bajo las alas hay un cilindro enorme con paletas que giran en su interior. Me imagino que las paletas me succionan y me escupen por el otro lado, y me estremezco un poco.

—¿Cómo puede flotar en el aire algo tan grande? —pregunta Uriah detrás de mí.

Sacudo la cabeza: no lo sé y no quiero pensar en ello. Sigo a Zoe por otras escaleras, estas conectadas a un agujero en el lateral del avión. Me tiembla la mano cuando me agarro a la barandilla, y vuelvo la vista atrás por última vez por si Tobias nos ha alcanzado. No está aquí. No lo he visto desde la prueba genética.

Me agacho al meterme por el agujero, aunque es más alto que yo. Dentro del avión hay muchas filas de asientos cubiertos de tela azul desgarrada y deshilachada. Elijo una cerca de la parte delantera, junto a una ventana. Se me clava una barra metálica en la espalda: es como el esqueleto de una silla sin apenas carne que lo amortigüe.

Cara se sienta a mi lado, y Peter y Caleb se van al fondo del avión y se sientan juntos, al lado de la ventana. No sabía que fueran amigos. Parece adecuado, dado que ambos son despreciables.

—¿Cuántos años tiene esta cosa? —pregunto a Zoe, que está de pie cerca de la parte delantera.

—Bastantes —responde—, pero hemos renovado por completo lo más importante. Tiene un buen tamaño para lo que necesitamos.

—¿Para qué lo usáis?

—Sobre todo para misiones de vigilancia. Nos gusta estar al tanto de lo que ocurre en la periferia, por si supone una amenaza para lo que ocurre aquí. —Hace una pausa—. La periferia es grande, una especie de lugar caótico entre Chicago y la zona metropolitana regulada por el Gobierno más cercana, Milwaukee, que está a unas tres horas en coche de aquí.

Me gustaría preguntar qué ocurre exactamente en la periferia, pero Uriah y Christina se sientan a mi lado y pierdo la oportunidad. Uriah baja el reposabrazos entre los dos y se inclina sobre él para mirar por la ventana.

—Si los osados tuvieran conocimiento de la existencia de los aviones, todos harían cola para aprender a pilotarlos —dice—. Yo incluido.

—No, se amarrarían a las alas —sugiere Christina, pinchándole en el brazo con un dedo—. ¿Es que no conoces a nuestra facción?

A modo de respuesta, Uriah le pincha con el dedo en la mejilla; después se vuelve de nuevo hacia la ventana.

—¿Alguno de los dos ha visto a Tobias últimamente? —pregunto.

—No —responde Christina—. ¿Va todo bien?

Antes de poder contestar, una mujer mayor con arrugas en las comisuras de los labios se coloca en el pasillo, entre las filas de asientos, y da una palmada.

—¡Me llamo Karen y hoy voy a ser vuestra piloto! —anuncia—. Puede que asuste un poco, pero recordad: la probabilidad de estrellarnos es mucho menor que la de tener un accidente de tráfico.

—Igual que la probabilidad de sobrevivir si al final nos estrellamos —murmura Uriah, sonriendo.

Sus ojos oscuros están alerta y parece alegre como un chiquillo. No lo había visto así desde la muerte de Marlene. Vuelve a ser guapo.

Karen desaparece en la parte delantera del avión, y Zoe se sienta al otro lado del pasillo y de vez en cuando se vuelve para gritar instrucciones como: «¡Abrochaos los cinturones!» y «¡No os pongáis de pie hasta que alcancemos altitud de crucero!». No estoy segura de qué altitud es esa y ella no lo explica, muy en su línea. Ha sido casi un milagro que se acordara de explicar antes lo que era la periferia.

El avión empieza a retroceder, y me sorprende la fluidez con la que se mueve, como si ya flotáramos sobre el suelo. Después vira y se desliza por el asfalto, en el que han pintado docenas de líneas y símbolos. Cuanto más nos alejamos del complejo, más deprisa me late el corazón. Entonces, la voz de Karen habla por un intercomunicador:

—Preparaos para el despegue.

Me agarro a los reposabrazos cuando el avión se pone en movimiento. El impulso me empuja contra la silla esquelética y la vista por la ventana se convierte en un borrón de color. Entonces lo siento: la propulsión, el ascenso del aparato, y veo que el suelo se estira bajo nosotros y todo se hace más pequeño. Se me abre la boca y se me olvida respirar.

Veo el complejo, que tiene la forma de una neurona, como en el dibujo de uno de mis libros de texto, y la valla que lo rodea. Alrededor de ella hay una red de carreteras de hormigón con edificios metidos con calzador entre ellas.

Entonces, de repente, ni siquiera veo las carreteras ni los edificios, porque bajo nosotros solo hay una sábana gris, verde y marrón, y, más allá, lo único que diviso por todas partes es tierra, tierra y tierra.

No sé qué me esperaba: ¿contemplar el lugar donde acaba el mundo, como un gigantesco barranco colgando del cielo?

Lo que no esperaba es saber que he sido una persona en una casa que ni siquiera se ve desde aquí. Que he caminado por una calle entre cientos (miles) de otras calles.

Lo que no esperaba era sentirme tan, tan pequeña.

—No podemos volar demasiado alto ni demasiado cerca de la ciudad porque no queremos llamar la atención, así que observaremos desde una gran distancia. A la izquierda del avión podréis ver parte de la destrucción causada por la Guerra de la Pureza, antes de que los rebeldes recurrieran al armamento biológico en vez de a explosivos —explica Zoe.

Tengo que parpadear para quitarme las lágrimas de los ojos y poder verlo. Al principio parece un grupo de edificios oscuros. Al examinarlo mejor, me doy cuenta de que estos no deberían haber sido oscuros, sino que están tan chamuscados que cuesta reconocerlos. Algunos están arrasados. Las aceras que los separan están hechas pedazos, como una cáscara de huevo rota.

Se parece a algunas partes de nuestra ciudad, pero, a la vez, no se parece. La destrucción de nuestra ciudad podrían haberla provocado personas. Esta destrucción tuvo que causarla otra cosa, algo más grande.

—¡Y ahora podréis echarle un vistazo rápido a Chicago! —avisa Zoe—. Veréis que parte del lago se drenó para construir la valla, pero que dejamos intacta la mayor superficie posible.

Mientras habla, veo las dos puntas del Centro, que parece de juguete a lo lejos, y la mellada línea de nuestra ciudad interrumpiendo el mar de hormigón. Y, más allá, una extensión marrón (el pantano) y, justo detrás, todo es… azul.

Una vez bajé en tirolina del edificio Hancock y me imaginé cómo sería el pantano lleno de agua, gris azulado y reluciente bajo el sol. Y ahora que puedo ver más allá que nunca, sé que varios kilómetros más adelante es justo como me imaginaba: el lago, a lo lejos, despide luz, marcado por la textura de las olas.

Todos guardan silencio en el avión, lo único que se oye es el rugido del motor.

—Vaya —dice Uriah.

—Chisss —responde Christina.

—¿Qué tamaño tiene en comparación con el resto del mundo? —pregunta Peter desde el otro extremo del avión. Parece ahogarse con cada palabra—. Me refiero a nuestra ciudad. En términos de terreno. ¿Qué porcentaje?

—Chicago ocupa unos quinientos ochenta y siete kilómetros cuadrados —responde Zoe—. En nuestro planeta hay una extensión de terreno de poco más de quinientos millones de kilómetros cuadrados. El porcentaje es… tan pequeño que resulta insignificante.

Nos proporciona los datos tranquilamente, como si no significaran nada para ella. Sin embargo, para mí son como un puñetazo en el estómago y me siento comprimida, como si algo me aplastara. Tanto espacio… Me pregunto cómo serán las cosas fuera de este lugar; me pregunto cómo vivirán los demás.

Miro de nuevo por la ventana mientras respiro lenta y profundamente, demasiado tensa para moverme. Y, al contemplar la tierra, pienso en que esta es la demostración más convincente de que existe el Dios de mis padres, de que nuestro mundo es tan enorme que se escapa por completo a nuestro control, que no podemos ser tan importantes como nos creemos.

«Tan pequeño que resulta insignificante».

Es raro, pero hay algo en esa idea que me hace sentir casi… libre.

Aquella noche, mientras todos cenan, me siento en el alféizar de la ventana del dormitorio y enciendo la pantalla que me dio David. Me tiemblan las manos cuando abro el archivo titulado «Diario».

En la primera entrada leo:

David no deja de pedirme que escriba sobre mis experiencias. Creo que espera que sean horrendas, puede que incluso desee que lo sean. Supongo que en parte lo fueron, pero lo fueron para todo el mundo, así que no tengo nada de especial.

Crecí en una casa unifamiliar de Milwaukee, en Wisconsin. Nunca supe demasiado sobre quién vivía en el territorio que rodeaba nuestra ciudad (lo que aquí todos llaman «la periferia»), solo que se suponía que no debía ir por allí. Mi madre estaba en el cuerpo de seguridad; tenía un carácter explosivo y era difícil complacerla. Mi padre era profesor; era flexible, comprensivo e inútil. Un día se empezaron a pelear en el salón y las cosas se les fueron de las manos; él la agarró y ella le pegó un tiro. Aquella noche, mientras ella enterraba su cadáver en el patio de atrás, recogí una buena parte de mis pertenencias y salí por la puerta principal. No volví a verla.

En el lugar donde crecí, había tragedias por todas partes. La mayoría de los padres de mis amigos bebían hasta atontarse, gritaban demasiado o habían dejado de quererse hacía tiempo, y así eran las cosas; nadie le daba demasiada importancia. Así que, cuando escapé, seguro que no fui más que otra anécdota en la larga lista de sucesos horribles que habían pasado en nuestro barrio durante el último año.

Sabía que si iba a algún lugar oficial, como a otra ciudad, los del Gobierno me obligarían a volver a casa con mi madre, y no me sentía capaz de mirarla a los ojos sin ver la mancha de sangre que había dejado la cabeza de mi padre en la alfombra del salón, así que no fui a ningún sitio oficial. Me fui a la periferia, donde un buen puñado de gente vive en una pequeña colonia hecha de lonas y aluminio entre las ruinas de la posguerra, alimentándose de sobras y quemando viejos periódicos para calentarse porque el Gobierno no puede mantenerlos, ya que se gastan todos sus recursos en intentar recomponernos, como llevan haciendo desde hace más de un siglo, después de que la guerra nos destrozara. O no quieren mantenerlos. No lo sé.

Un día vi a un hombre adulto darle una paliza a uno de los niños de la periferia, así que le golpeé en la cabeza con una plancha metálica para detenerlo, pero se murió allí mismo, en plena calle. Yo solo tenía trece años. Hui. Me atrapó un tío que iba en una furgoneta, un tío que parecía policía, pero no me llevó a una cuneta para pegarme un tiro, ni me metió en la cárcel, sino que me habló de los experimentos de las ciudades y me explicó que mis genes estaban más limpios que los de la mayoría. Incluso me enseñó un mapa de mis genes en una pantalla para demostrarlo.

Sin embargo, maté a un hombre, igual que mi madre. David dice que no pasa nada porque fue sin querer y porque él estaba a punto de matar a aquel niño, pero estoy bastante segura de que mi madre tampoco pretendía matar a mi padre, así que ¿cuál es la diferencia entre hacerlo a posta o sin querer? Por accidente o con intención, el resultado es el mismo: una vida menos en el mundo.

Supongo que esa es mi experiencia. Y oír a David hablar de ella es como si todo hubiese pasado porque hace mucho, mucho tiempo la gente intentó jugar con la naturaleza humana y acabó empeorándola.

Supongo que tiene sentido. O eso me gustaría.

Me muerdo el labio inferior. Aquí, en el complejo del Departamento, la gente sigue en la cafetería, comiendo, bebiendo y riendo. En la ciudad, seguramente estarán haciendo lo mismo. La vida corriente me rodea, y yo estoy aquí sola con estas revelaciones.

Me aprieto la pantalla contra el pecho. Mi madre era de aquí. Este lugar es mi historia antigua y mi historia reciente. La percibo en las paredes, en el aire. La siento dentro de mí, dispuesta a no abandonarme nunca más. La muerte no logró eliminarla; ella es permanente.

El frío del cristal me atraviesa la camiseta y me hace estremecer. Uriah y Christina entran por la puerta del dormitorio, entre risas. Los ojos claros y las pisadas firmes de Uriah me alivian, y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas. Christina y él se asustan y se apoyan en la ventana, uno a mi izquierda y otro a mi derecha.

—¿Estás bien? —me pregunta Christina.

Asiento y parpadeo para ahuyentar las lágrimas.

—¿Qué habéis estado haciendo hoy? —pregunto.

—Después del viaje en avión nos fuimos un rato a ver las pantallas de la sala de control —responde Uriah—. Es muy raro observarlos actuar sin estar por allí. Más de lo mismo: Evelyn es idiota, igual que todos sus lacayos, etcétera. Pero ha sido como ver las noticias.

—Creo que prefiero no ver eso —le digo—. Demasiado… espeluznante e invasivo.

—No sé, si quieren ver cómo me rasco el culo o ceno, me parece que eso dice más de ellos que de mí —responde Uriah.

—¿Y cada cuánto exactamente te rascas el culo? —le pregunto, riendo.

Él me da un codazo.

—Nada más lejos de mi intención que desviar la conversación de los culos, ya que todos estaremos de acuerdo en que es un tema de suma importancia —dice Christina, esbozando una sonrisa—, pero estoy contigo, Tris: observar esas pantallas me hace sentir fatal, como si hiciera algo a escondidas. Creo que me mantendré alejada de ellas a partir de ahora.

Señala la pantalla que tengo en el regazo, cuya luz todavía brilla alrededor de las palabras de mi madre.

—¿Qué es eso?

—Resulta que mi madre era de aquí —respondo—. Bueno, era del mundo exterior, pero después vino aquí y, con quince años, la llevaron a Chicago como osada.

—¿Tu madre era de aquí? —repite Christina.

—Sí, es una locura. Y lo que es aún más raro: ella escribió este diario y lo dejó aquí. Eso es lo que estaba leyendo cuando habéis entrado.

—Vaya —dice Christina en voz baja—. Eso es bueno, ¿no? Quiero decir, que así sabrás más cosas sobre ella.

—Sí, es bueno. Y no, no sigo triste, podéis dejar de mirarme así.

La expresión de preocupación que había empezado a reflejar el rostro de Uriah desaparece de repente.

Suspiro.

—Es que no dejo de pensar… que, de algún modo, pertenezco a este sitio —les explico—. Como si pudiera ser mi hogar.

Christina frunce el ceño.

—Puede —dice, y me da la impresión de que no se lo cree, aunque es muy amable por su parte decirlo de todos modos.

—No sé —interviene Uriah, que se ha puesto serio—. No estoy seguro de poder volver a sentirme en casa en ningún sitio. Ni siquiera si volvemos.

A lo mejor tiene razón, a lo mejor somos extranjeros vayamos donde vayamos, ya sea en el mundo fuera del Departamento, aquí o en el experimento. Todo ha cambiado, y no va a parar de cambiar en el futuro próximo.

O puede que consigamos crear un hogar dentro de nosotros mismos, llevarlo con nosotros adonde vayamos. Así es como llevo a mi madre ahora.

Caleb entra en el dormitorio. En la camiseta lleva una mancha que parece de salsa, aunque creo que no se ha dado cuenta; ahora sé que esa mirada indica fascinación intelectual y, por un segundo, me pregunto qué habrá estado leyendo o viendo para ponerse así.

—Hola —saluda, y está a punto de acercárseme, pero debe de percatarse de mi cara de asco, porque se detiene en seco.

Tapo la pantalla con la mano, aunque no puede verla desde el otro lado del cuarto, y me quedo mirándolo, incapaz de contestar nada (o poco dispuesta a hacerlo).

—¿Crees que volverás a hablarme alguna vez? —pregunta con tristeza, con las comisuras de los labios caídas.

—Si lo hace, me muero del susto —dice Christina fríamente.

Aparto la mirada. La verdad es que a veces quiero olvidarme de todo lo sucedido y volver a ser como éramos antes de elegir facción. Aunque siempre me estuviera corrigiendo y recordándome que debía ser altruista, era mejor que esto: esta sensación de que debo protegerlo todo de él, incluso el diario de mi madre, para que no lo envenene como ha hecho con lo demás. Me levanto y lo meto bajo la almohada.

—Vamos —me dice Uriah—, ¿quieres ir a por algo de postre?

—¿No has comido ya?

—¿Y qué? —pregunta él, poniendo los ojos en blanco, mientras me echa un brazo por los hombros y me conduce hacia la puerta.

Los tres salimos juntos hacia la cafetería y dejamos a mi hermano atrás.