CAPÍTULO DIECIOCHO

TOBIAS

Es raro ver qué aspecto tienen por la mañana unas personas a las que no conoces demasiado, con ojos de sueño y arrugas de almohada en las mejillas; saber que Christina se despierta muy alegre, que Peter lo hace perfectamente peinado, mientras que Cara solo se comunica mediante una serie de gruñidos mientras se acerca al café centímetro a centímetro y pisada a pisada.

Lo primero que hago yo es ducharme y ponerme la ropa que nos han entregado, que no se distingue demasiado de las prendas a las que estoy acostumbrado, salvo en que los colores están mezclados como si aquí no significaran nada, y probablemente así sea. Me pongo una camiseta negra y vaqueros azules, e intento convencerme de que me parece normal, de que me siento normal, de que me adapto.

Hoy es el juicio de mi padre. Todavía no he decidido si voy a verlo o no.

Cuando regreso, Tris ya está vestida y sentada en el borde de uno de los catres, como si estuviera lista para levantarse de un salto en cualquier momento. Como Evelyn.

Cojo un muffin de la bandeja del desayuno que alguien nos ha traído y me siento frente a ella.

—Buenos días. Te has levantado temprano.

—Sí —responde mientras alarga un pie para meterlo entre los míos—. Zoe me encontró esta mañana al lado de esa gran escultura; David quería enseñarme una cosa.

Entonces coge la pantalla de cristal que está en el catre, junto a ella. La pantalla se ilumina al tocarla y muestra un documento.

—Son los archivos de mi madre. Escribía un diario… Un diario pequeño, por lo que veo, pero algo es algo —dice, y se rebulle, incómoda—. Todavía no he leído mucho.

—¿Y por qué no?

—No lo sé —responde; al dejar la pantalla en la cama, la pantalla se apaga automáticamente—. Creo que me da miedo.

Los niños abnegados rara vez conocen a sus padres de una forma realmente significativa, ya que los padres abnegados nunca se revelan como suelen hacerlo los padres cuando sus hijos alcanzan una edad concreta. Son muy reservados, se envuelven en una armadura de ropa gris y actos altruistas, convencidos de que compartir es señal de autocomplacencia. Lo que tiene Tris no le permitirá tan solo recuperar una parte de su madre, sino que será la primera ventana real a la personalidad de Natalie Prior.

Entonces comprendo por qué lo sostiene como si fuera un objeto mágico, algo que podría desaparecer en cualquier momento. Y por qué quiere aplazar el descubrimiento, ya que es igual que lo que me pasa a mí con el juicio de mi padre: podría averiguar algo que no desea saber.

Sigo su mirada por la sala hasta Caleb, que mastica cereales de mala gana, como un niño enfadado.

—¿Se lo vas a enseñar? —pregunto.

Ella no responde.

—Normalmente no defendería su causa en ninguna circunstancia —comento—, pero, en este caso… Esa información no te pertenece solo a ti.

—Lo sé —responde, tajante—. Claro que se lo enseñaré, pero primero quiero leerlo a solas.

No puedo discutírselo. Me he pasado casi toda la vida ocultando información y dándole vueltas en la cabeza. El impulso de compartir es nuevo para mí, mientras que el de esconder me es tan natural como respirar.

Tris suspira y me quita un trocito de muffin de la mano. Le doy un capirote en los dedos cuando se aparta.

—Oye, que hay muchos más ahí mismo, a tu derecha.

—Entonces no deberías preocuparte por perder un trocito del tuyo —responde, sonriendo.

—También es verdad.

Me sujeta por la camiseta y tira de mí hacia ella para besarme. Pongo una mano bajo su barbilla y la sostengo mientras le devuelvo el beso.

Entonces me doy cuenta de que me está robando otro trozo de muffin, así que me aparto y le lanzo una mirada asesina.

—En serio —le digo—, iré a traerte uno de la mesa. Solo tardaré un segundo.

Ella sonríe.

—Oye, hay una cosa que quería preguntarte —dice después—: ¿Estarías dispuesto a pasar por una pequeña prueba genética esta mañana?

La frase «una pequeña prueba genética» me parece un oxímoron.

—¿Por qué? —pregunto.

Pedirme ver mis genes es casi como pedirme que me desnude.

—Bueno, es por un chico que he conocido hace un rato, Matthew. Trabaja en uno de los laboratorios y dice que estaría muy interesado en echarle un vistazo a nuestro material genético para su investigación. Y me pidió que te lo preguntara a ti, concretamente, porque eres una especie de anomalía.

—¿Anomalía?

—Al parecer, tienes algunas de las características de los divergentes, pero no otras. No sé, siente curiosidad por el tema. No tienes por qué hacerlo.

Es como si el aire que me envuelve la cabeza se volviera más caliente y pesado. Para aliviar la incomodidad, me toco la nuca y me rasco el nacimiento del pelo.

En algún momento, dentro de una hora aproximadamente, Marcus y Evelyn aparecerán en las pantallas. De repente sé que no seré capaz de presenciarlo.

Así que, aunque en realidad no quiero permitir que un desconocido examine las piezas del puzle que constituye mi existencia, respondo:

—Claro, lo haré.

—Genial —dice ella, y se come otro trozo de mi muffin.

Un mechón de pelo le cae sobre los ojos y se lo aparto antes de que se dé cuenta. Ella me cubre la mano con la suya, que es cálida y fuerte, y esboza una sonrisa.

La puerta se abre, y por ella entra un joven de ojos oblicuos y rasgados, y pelo negro. Lo reconozco de inmediato: es George Wu, el hermano pequeño de Tori. Ella lo llamaba Georgie.

El joven sonríe alegremente, y yo siento el impulso de retroceder, de alejarme todo lo posible de su inminente tristeza.

—Acabo de volver —dice sin aliento—. Me dijeron que mi hermana salió con vosotros y…

Tris y yo nos miramos, preocupados. A nuestro alrededor, los demás ven a George junto a la puerta y guardan silencio, la misma clase de silencio que en los funerales de Abnegación. Incluso Peter, en vez de disfrutar del dolor ajeno, parece apabullado y no deja de llevarse las manos de la cintura a los bolsillos y vuelta a empezar.

—Y… —empieza de nuevo George—. ¿Por qué me miráis todos así?

Cara da un paso adelante, dispuesta a dar las malas noticias, pero no me imagino a Cara informándole con tacto, así que me levanto y me adelanto a ella.

—Tu hermana salió con nosotros, pero nos atacaron los abandonados y… ella no lo consiguió.

En esa frase faltan muchas cosas: lo rápido que fue, el ruido de su cuerpo al golpear la tierra y las carreras caóticas a oscuras, tropezando en la hierba. No regresé a por ella. Debería haberlo hecho: de todas las personas del grupo, a Tori era a la que conocía mejor, había experimentado la fuerza con la que agarraba la aguja de los tatuajes y sabía que su risa era ronca, como raspada con lija.

George se apoya en la pared para no caerse.

—¿Qué?

—Dio la vida por defendernos —añade Tris con una dulzura sorprendente—. Sin ella, ninguno de nosotros habría logrado salir.

—¿Está… muerta? —pregunta George débilmente.

Después apoya todo su cuerpo en la pared y se le hunden los hombros.

Veo a Amar en el pasillo con una tostada en la mano; pierde rápidamente la sonrisa al ver a George y deja la tostada en una mesa, junto a la puerta.

—Intenté buscarte antes para decírtelo —dice Amar.

Anoche, Amar dejó caer el nombre de George tan de pasada que creía que, en realidad, no se conocían mucho. Al parecer, me equivocaba.

A George se le ponen los ojos vidriosos y Amar lo rodea con un brazo. Los dedos de George se cierran con fuerza sobre la camiseta de Amar, con los nudillos blancos por la tensión. No lo oigo llorar, y quizá no lo haga, quizá solo necesita aferrarse a algo. Solamente me quedan recuerdos borrosos de mi propia tristeza cuando creía que mi madre había muerto, la sensación de que estaba aislado de todo lo que me rodeaba y la necesidad constante de intentar tragar algo. No sé cómo será para los demás.

Al final, Amar saca a George de la habitación, y yo me quedo mirándolos alejarse por el pasillo codo con codo, hablando en voz baja.

Apenas recordaba que había aceptado participar en una prueba genética cuando aparece otra persona en la puerta del dormitorio: un chico, o no tan chico, ya que parece más o menos de mi edad. Saluda a Tris con la mano.

—Ah, este es Matthew —dice Tris—. Supongo que tenemos que irnos ya.

Me da la mano y me lleva hacia la puerta. No recuerdo que Tris mencionara que el tal Matthew no era un científico arrugado. Me parece que no lo mencionó en absoluto.

«No seas estúpido», pienso.

Matthew me ofrece la mano.

—Hola, encantado de conocerte. Soy Matthew.

—Tobias —respondo, porque Cuatro suena raro en este sitio en el que la gente nunca se identificaría por el número de miedos que tiene—. Igualmente.

—Pues vamos a los laboratorios, ¿no? —dice—. Por aquí.

Esta mañana, el complejo está abarrotado de gente. Todos van vestidos con uniformes verdes o azul oscuro que se acaban a la altura de los tobillos o que caen varios centímetros por encima del zapato, según la altura de la persona. El complejo está lleno de zonas abiertas a las que dan los distintos pasillos, como cámaras cardiacas, cada una de ellas marcada con una letra y un número, y la gente parece moverse entre ellas, algunos con dispositivos de cristal como el que Tris trajo esta mañana, otros sin nada.

—¿De qué va lo de los números? —pregunta Tris—. ¿Es una forma de etiquetar cada zona?

—Antes eran puertas de embarque —responde Matthew—. Eso quiere decir que cada una tiene una puerta y una pasarela que conducía a un avión concreto que iba a un destino concreto. Cuando convirtieron el aeropuerto en complejo, arrancaron las sillas en las que los pasajeros esperaban su vuelo y las sustituyeron por equipos de laboratorio que sacaron, sobre todo, de los colegios de la ciudad. Esta zona del complejo es, básicamente, un laboratorio gigante.

—¿En qué trabajan? Creía que no hacíais más que observar los experimentos —comento mientras observo a una mujer que corre de un lado a otro del pasillo con una pantalla en equilibrio sobre las palmas de las manos, como una ofrenda.

Los rayos de luz se proyectan en ángulo sobre las baldosas relucientes después de atravesar las ventanas del techo. Al otro lado de las ventanas todo parece en calma, cada brizna de hierba está bien cortada y los árboles silvestres se agitan con la brisa a lo lejos. Cuesta imaginar que haya personas destruyéndose entre sí ahí fuera por culpa de «genes defectuosos» o que vivan bajo las estrictas normas de Evelyn en la ciudad que hemos abandonado.

—Algunos hacen eso. Todo lo que descubran en los experimentos que quedan debe registrarse y analizarse, así que hacen falta muchas personas. Pero algunos también trabajan en mejores formas de tratar el daño genético o en el desarrollo de los sueros para nuestro propio uso, en vez de en los experimentos: docenas de proyectos. Si se te ocurre una idea, solo tienes que reunir un equipo y proponérsela al consejo que dirige el complejo bajo el mando de David. Normalmente aprueban cualquier cosa que no sea demasiado arriesgada.

—Sí, claro, mejor no correr riesgos —comenta Tris, que pone los ojos en blanco.

—Tienen buenas razones para lo que hacen —responde Matthew—. Antes de introducir las facciones y, con ellas, los sueros, los experimentos solían estar en continua amenaza de ataque desde el interior. Los sueros ayudan a las personas de los experimentos a mantener las cosas bajo control, sobre todo el suero de la memoria. Bueno, supongo que ahora mismo nadie trabaja en eso: está en el laboratorio de armamento.

«Laboratorio de armamento». Pronuncia las palabras como si fueran frágiles, como si fueran sagradas.

—Así que el Departamento nos dio los sueros, al principio —dice Tris.

—Sí, y después los eruditos siguieron trabajando en ellos para perfeccionarlos. Incluido tu hermano. Si te soy sincero, algunos de nuestros avances se los debemos a ellos, gracias a nuestras observaciones desde la sala de control. Aunque no hicieron gran cosa con el suero de la memoria, el suero de Abnegación. Nosotros lo desarrollamos bastante más, ya que es nuestra arma más potente.

—Un arma —repite Tris.

—Bueno, protege a las ciudades de sus propias rebeliones; en primer lugar, borra los recuerdos de la gente, evitando tener que matarla; simplemente olvidan aquello por lo que luchaban. Y también podemos usarlo contra los rebeldes de la periferia, que está a una hora de aquí. A veces, los moradores de la periferia intentan asaltarnos, y el suero de la memoria los detiene sin matarlos.

—Eso… —empiezo.

—¿Sigue siendo horrible? —sugiere Matthew—. Sí, es verdad, pero los altos mandos de aquí piensan que es como nuestro soporte vital, nuestra respiración artificial. Ya hemos llegado.

Arqueo las cejas. Ha hablado contra sus líderes de una forma tan natural que casi ni me doy cuenta. Me pregunto si estamos en esa clase de lugar: un lugar en el que se pueden airear las discrepancias en público, en medio de una conversación normal, en vez de en secreto, entre murmullos.

Escanea su tarjeta en una puerta pesada a nuestra izquierda y entramos en otro pasillo, es estrecho e iluminado con una luz fluorescente pálida. Se detiene junto a una puerta marcada «SALA DE TERAPIA GENÉTICA 1». En el interior, una chica de piel marrón claro y mono verde está cambiando el papel que cubre la camilla de examen.

—Esta es Juanita, técnico de laboratorio. Juanita, estos son…

—Sí, ya sé quiénes son —responde, sonriendo.

Con el rabillo del ojo, veo que Tris se pone rígida, irritada al recordar que las cámaras han vigilado nuestras vidas. Sin embargo, no dice nada al respecto.

La chica me ofrece una mano.

—El supervisor de Matthew es la única persona que me llama Juanita, salvo Matthew, al parecer. Soy Nita. ¿Necesitas que te prepare dos pruebas?

Matthew asiente con la cabeza.

—Iré a por ellas —responde Nita.

Abre unos armarios que hay al otro lado de la habitación y empieza a sacar cosas. Todas están envueltas en plástico y papel, y tienen etiquetas blancas. La habitación se llena de los ruiditos de los envases al abrirse.

—¿Os gusta esto, chicos? —pregunta Nita.

—Cuesta adaptarse —respondo.

—Sí, ya te entiendo —dice, sonriéndome—. Yo vengo de otro de los experimentos, el de Indianápolis, el que falló. Oh, vosotros no sabéis dónde está Indianápolis, ¿verdad? No queda lejos de aquí, menos de una hora en avión. —Hace una pausa—. Eso tampoco os dirá nada. Bueno, en realidad no tiene importancia.

Saca una jeringa y una aguja de su envoltorio de plástico y papel, y Tris se pone tensa.

—¿Para qué es eso? —pregunta.

—Es lo que nos permitirá leer vuestros genes —explica Matthew—. ¿Estás bien?

—Sí —responde, aunque sigue en tensión—. Es que… no me gusta que me inyecten sustancias extrañas.

Matthew asiente con la cabeza.

—Te juro que solo sirve para leerte los genes. No hace nada más. Nita te lo puede asegurar.

Nita asiente.

—Vale, pero ¿puedo hacerlo yo? —pregunta Tris.

—Claro —responde Nita, que prepara la jeringa llenándola de lo que quieren inyectarnos antes de entregársela a Tris.

—Os daré una explicación resumida de cómo funciona esto —dice Matthew mientras Nita restriega el brazo de Tris con antiséptico.

Es un olor acre que hace que me pique el interior de la nariz.

—El fluido está lleno de microordenadores. Están diseñados para detectar marcadores genéticos específicos y transmitir los datos a un ordenador. Tardarán aproximadamente una hora en darme la información que necesito, aunque sería mucho más si tuvieran que leer todo vuestro material genético, obviamente.

Tris se introduce la aguja en el brazo y aprieta el émbolo.

Nita me pide que alargue el brazo y me pasa la gasa manchada de naranja por la piel. El líquido de la jeringa es gris plateado, como escamas de pez, y, cuando se introduce en mi cuerpo a través de la aguja, me imagino la tecnología microscópica abriéndose paso por mi cuerpo, leyéndome y analizándome. A mi lado, Tris se aprieta la herida con un algodón y me sonríe.

—Esos… ¿microordenadores? —Matthew asiente, y yo sigo con la pregunta—. ¿Qué buscan exactamente?

—Bueno, cuando nuestros predecesores en el Departamento introdujeron genes «corregidos» en vuestros antepasados, también incluyeron un rastreador genético, que básicamente es una cosa que nos dice si una persona ha alcanzado la curación genética. En este caso, el indicador es el hecho de ser consciente durante las simulaciones. Es algo que podemos analizar fácilmente para saber si vuestros genes se han curado o no. Es una de las razones por las que la gente de la ciudad pasa por la prueba de aptitud a los dieciséis años: si son conscientes durante la prueba quizá tengan genes curados.

Añado la prueba de aptitud a mi lista mental de cosas que antes eran importantes para mí y que ahora debo desechar porque era una farsa para que esta gente obtuviese la información o los resultados que buscaba.

No puedo creerme que ser consciente de que algo es una simulación, una capacidad que me hacía sentir único y poderoso, algo que por lo que mataron Jeanine y los eruditos, no sea más que una señal de curación genética para esta gente. Como una contraseña especial que les dice que pertenezco a su sociedad genéticamente restaurada.

Matthew sigue hablando.

—El único problema del rastreador genético es que ser consciente de una simulación y resistirse a los sueros no significa necesariamente que una persona sea divergente, indica una correlación importante. A veces se dan casos de personas que son conscientes de las simulaciones o que se resisten a los sueros, pero que siguen teniendo genes defectuosos. —Se encoge de hombros—. Por eso estoy interesado en tus genes, Tobias. Tengo curiosidad por saber si de verdad eres divergente o si tu dominio de las simulaciones te hace parecerlo.

Nita, que está despejando la mesa, aprieta los labios como si se estuviera mordiendo la lengua para no decir algo. De repente me pongo nervioso: ¿hay una posibilidad de que no sea divergente?

—Solo nos queda sentarnos a esperar —dice Matthew—. Voy a por el desayuno, ¿queréis que os traiga algo de comer?

Tris y yo sacudimos la cabeza.

—No tardaré. Nita, ¿les haces compañía?

Matthew se marcha sin esperar la respuesta de Nita, y Tris se sienta en la camilla, y el papel que la cubre cruje bajo ella y se rompe por el borde, por donde le cuelgan las piernas. Nita se mete las manos en los bolsillos del mono y nos mira. Tiene ojos oscuros, con el mismo brillo que un charco de aceite bajo la fuga de un motor. Me pasa una bola de algodón, y yo la aprieto contra la burbuja de sangre que me ha salido en el interior del codo.

—Entonces, tú también vienes de un experimento —comenta Tris—. ¿Cuánto llevas aquí?

—Desde que desmantelaron el experimento de Indianápolis, hará unos ocho años. Podría haberme integrado en la población de a pie, fuera de los experimentos, pero era demasiado abrumador. —Nita se apoya en la mesa—. Así que me presenté voluntaria para venir aquí. Antes era conserje, pero supongo que voy ascendiendo.

Lo dice con un deje de amargura. Sospecho que aquí, como en Osadía, hay un límite para sus ascensos, y que está llegando a él antes de lo que le gustaría. Igual que yo cuando elegí mi trabajo en la sala de control.

—¿Y en tu ciudad no había facciones? —le pregunta Tris.

—No, era el grupo de control: les ayudaba a averiguar si las facciones eran realmente eficaces en comparación. Pero sí que teníamos muchas reglas: toques de queda, horas de levantarse, reglamentos de seguridad… No se permitían armas. Cosas así.

—¿Qué pasó? —pregunto, y un segundo después me arrepiento de haberlo hecho, porque Nita pierde la sonrisa, como si los recuerdos le tiraran de las comisuras de los labios.

—Bueno, unas cuantas personas de dentro sabían cómo fabricar armas. Prepararon una bomba, ya sabéis, un explosivo, y la detonaron en el edificio del Gobierno. Murió mucha gente. Y después de eso, el Departamento decidió que nuestro experimento había fracasado. Borraron las memorias de los terroristas y nos reubicaron a los demás. Soy una de las pocas que quiso venir aquí.

—Lo siento —dice Tris en voz baja.

A veces se me olvida que tiene un lado dulce. Me pasé demasiado tiempo viendo solo su parte fuerte, la que resalta como los músculos fibrosos de sus brazos o la tinta negra que le vuela por la clavícula.

—No pasa nada, vosotros también habéis tenido lo vuestro —responde Nita—. Con lo que hizo Jeanine Matthews y todo eso.

—¿Por qué no han cerrado nuestra ciudad igual que hicieron con la tuya? —pregunta Tris.

—Puede que lo hagan, pero creo que el experimento de Chicago, en concreto, ha sido un éxito durante tanto tiempo que son reacios a deshacerse de él. Fue el primero con facciones.

Me quito el algodón del brazo. Veo el puntito rojo por el que entró la aguja, pero ya no sangra.

—Me gusta pensar que habría elegido Osadía —dice Nita—, pero no creo que tuviera agallas para eso.

—Te sorprenderían las agallas que puede tener una persona cuando no le queda más remedio —responde Tris.

Noto una punzada en el pecho: tiene razón, la desesperación te empuja a hacer cosas sorprendentes. Los dos lo sabemos.

Matthew regresa justo a la hora y se sienta frente al ordenador un buen rato para leer la pantalla. Deja escapar unos cuantos ruidos reveladores, como «hmmm» y «¡ah!». Cuanto más tarda en contarnos algo, lo que sea, más se me tensan los músculos y más noto los hombros como si fueran piedra en vez de carne. Por fin levanta la vista y gira la pantalla para que la veamos.

—Este programa nos ayuda a interpretar los datos de manera que los entendamos. Lo que veis aquí es una representación simplificada de una secuencia concreta de ADN perteneciente al material genético de Tris.

La imagen de la pantalla es una complicada masa de líneas y números, con ciertas partes en amarillo y rojo. Aparte de eso, no le encuentro mayor sentido, está más allá de mi capacidad de comprensión.

—Estas zonas marcadas sugieren genes curados. No las veríamos si los genes fueran defectuosos —añade, dando golpecitos en algunas zonas de la pantalla. No entiendo qué señala, pero no parece darse cuenta, está demasiado inmerso en su propia explicación—. Estas zonas marcadas de aquí indican que el programa también descubrió el rastreador genético, la consciencia de las simulaciones. La combinación de genes curados y conciencia de las simulaciones es justo lo que esperaría ver en un divergente. Ahora llega la parte extraña.

Toca de nuevo la pantalla, y esta cambia, aunque sigue resultándome igual de desconcertante que antes, una red de líneas, cadenas enredadas de números.

—Este es el mapa de los genes de Tobias —dice Matthew—. Como veis, tiene los componentes genéticos correctos para ser consciente de las simulaciones, pero no tiene los mismos genes «curados» que Tris.

Tengo la garganta seca, como si me hubieran dado malas noticias, aunque sigo sin comprender del todo cuáles son.

—¿Qué quiere decir eso? —pregunto.

—Quiere decir que no eres divergente. Tus genes siguen siendo defectuosos, pero cuentas con una anomalía genética que te permite ser consciente de las simulaciones. En otras palabras, pareces un divergente sin serlo en realidad.

Proceso la información despacio, punto por punto. No soy divergente. No soy como Tris. Soy genéticamente defectuoso.

La palabra «defectuoso» me pesa dentro como si fuera de plomo. Supongo que siempre he sabido que algo no me funcionaba bien, pero creía que era por mi padre o por mi madre, por el dolor que me legaron como única herencia, transmitido de generación en generación. Y esto significa que la única cosa buena que tenía mi padre (su divergencia) no llegó hasta mí.

No miro a Tris, no puedo soportarlo. En vez de hacerlo, miro a Nita, que está seria, casi enfadada.

—Matthew —le dice—, ¿no quieres llevarte esos datos al laboratorio para analizarlos?

—Bueno, pensaba comentarlos primero con nuestros sujetos, aquí presentes.

—Creo que no es buena idea —dice Tris, aguda como la punta de un cuchillo.

Matthew responde algo que no oigo; estoy más pendiente del latido de mi corazón. Da otro golpecito en la pantalla, y la imagen de mi ADN desaparece y la deja en blanco, reducida a un trozo de cristal. Se marcha y nos invita a visitar su laboratorio si queremos más información. Tris, Nita y yo nos quedamos en el cuarto y guardamos silencio.

—No es para tanto —afirma Tris—. ¿Vale?

—¡Tú no eres quién para decirme que no es para tanto! —exclamo en un tono más elevado de lo que pretendía.

Nita se pone a toquetear las cosas de la mesa, asegurándose de que están alineadas, aunque no se han movido desde que hemos entrado.

—¡Claro que sí! —responde Tris—. ¡Eres la misma persona que hace cinco minutos, que hace cuatro meses y que hace dieciocho años! Esto no cambia lo que eres.

Percibo una verdad en sus palabras, pero ahora mismo me cuesta creerla.

—Entonces, me estás diciendo que esto no afecta a nada. Que la verdad no afecta a nada.

—¿Qué verdad? Esta gente te dice que tus genes tienen algo malo, ¿y tú te lo crees sin más?

—Estaba aquí mismo —respondo, señalando la pantalla—. Tú lo has visto.

—También te veo a ti —responde con aire feroz, agarrándome el brazo—. Y sé quién eres.

Sacudo la cabeza, sigo sin poder mirarla, no puedo mirar nada en concreto.

—Necesito… Necesito dar un paseo. Luego nos vemos.

—Tobias, espera…

Salgo, y parte de la presión que llevo dentro se libera en cuanto dejo de estar en ese cuarto. Camino por el abarrotado pasillo que me comprime como si fuese un pulmón y salgo a los iluminados salones del final. Ahora el cielo es azul brillante. Oigo pasos detrás de mí, pero son demasiado pesados para que sea Tris.

—Hola —dice Nita torciendo el pie, de modo que chirría sobre las baldosas—. No quiero presionar, pero me gustaría hablar contigo sobre todo esto del… daño genético. Si te interesa, reúnete conmigo aquí a las nueve. Y… no quiero ofender a tu chica ni nada de eso, pero lo mejor sería que no la trajeras.

—¿Por qué?

—Porque es GP, genéticamente pura. Así que no puede entender que… Bueno, cuesta explicarlo. Tú confía en mí, ¿vale? Será mejor para ella mantenerse al margen por ahora.

—De acuerdo.

—De acuerdo —responde ella, asintiendo—. Tengo que irme.

La veo correr de vuelta a la sala de terapia genética y después sigo caminando. No sé adónde voy exactamente, solo que, cuando ando, el exceso de información que he acumulado en los últimos días deja de moverse tan deprisa, deja de gritarme tan alto dentro de la cabeza.