CAPÍTULO TRECE

TRIS

El mundo del otro lado está lleno de carreteras, edificios oscuros y tendidos eléctricos derribados.

No hay vida hasta donde me alcanza la vista; no hay movimiento, ni sonido, salvo el viento y mis pisadas.

Es como si el paisaje fuese una frase interrumpida, con un extremo flotando en el aire, inacabado, mientras que el otro es un tema completamente distinto. En nuestro lado de la frase hay tierra vacía, hierba y kilómetros de carretera. En el otro lado hay dos muros de hormigón con media docena de vías de tren entre los dos. Y, enmarcando las vías, edificios de madera, ladrillo y cristal con ventanas oscuras y árboles a su alrededor, tan asilvestrados que las ramas de unos y otros se han entretejido.

A la derecha hay un cartel que reza «90».

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Uriah.

—Seguir las vías —respondo, aunque tan bajo que solo yo lo oigo.

Salimos de las vías en el punto en que su mundo (¿el mundo de quién?) y el nuestro se dividen. Robert y Johanna se despiden brevemente, dan la vuelta a los camiones y regresan a la ciudad. Los observo marchar. No me imagino llegar tan lejos para tener que volver, pero supongo que tienen que hacer cosas en la ciudad. Johanna todavía tiene que organizar una rebelión leal.

El resto de nosotros (Tobias, Caleb, Peter, Christina, Uriah, Cara y yo) nos disponemos a caminar por las vías cargados con nuestras exiguas posesiones.

Las vías del tren no son como las de la ciudad. Estas están relucientes y suaves y, en vez de tablas perpendiculares a ellas, hay láminas de un metal con relieve. Más adelante veo uno de los trenes que circulan por ellas, abandonado junto al muro. Está chapado en metal por arriba y por delante, como un espejo, con ventanas tintadas en los laterales. Cuando nos acercamos veo que dentro hay filas de bancos con cojines granates. La gente no tiene que saltar para entrar y salir de estos trenes.

Tobias camina detrás de mí sobre una de las vías con los brazos extendidos a los lados para mantener el equilibrio. Los demás están algo desperdigados: Peter y Caleb cerca de un muro, Cara cerca del otro. Nadie habla mucho, salvo para señalar algo nuevo, un cartel, un edificio o una pista de cómo era este mundo cuando había gente en él.

Los muros de hormigón son lo que más me llama la atención: están cubiertos de extraños dibujos de gente con piel tan suave que apenas parece gente; o de botellas de colores con champú, acondicionador, vitaminas o sustancias desconocidas, palabras que no entiendo, como «vodka», «Coca-Cola» o «bebida energética». Los colores, las formas, las palabras y las imágenes son tan chillones y abundantes que me hipnotizan.

—Tris —me llama Tobias, poniéndome una mano en el hombro.

Me paro, y él ladea la cabeza y pregunta:

—¿Oyes eso?

Oigo pisadas y la conversación en voz baja de nuestros compañeros. Oigo mi respiración y la de él. Sin embargo, por debajo de todo eso me llega una vibración sorda de intensidad inconstante. Parece un motor.

—¡Paraos todos! —grito.

Sorprendentemente, todos lo hacen, incluso Peter, y nos reunimos en el centro de las vías. Veo que Peter saca el arma y la levanta, y yo hago lo mismo, uniendo las dos manos para que no me tiemble, recordando la facilidad con la que antes la blandía. Eso se acabó.

Algo aparece por la curva que hay más adelante: un camión negro, pero más grande que ningún otro que haya visto, lo bastante para llevar a más de doce personas en la parte de atrás, que está cubierta.

Me estremezco.

El camión va dando tumbos sobre las vías y se detiene a seis metros de nosotros. Veo al hombre que lo conduce: tiene la piel oscura y pelo largo recogido en un nudo.

—Dios —dice Tobias, y aprieta con fuerza la pistola.

Una mujer sale del asiento delantero. Diría que es de la edad de Johanna, con la piel cubierta de pecas y el pelo tan oscuro que parece negro. Salta al suelo y levanta las manos para que veamos que no va armada.

—Hola —saluda, y sonríe, nerviosa—. Me llamo Zoe. Este es Amar.

Señala con la cabeza al conductor, que también ha salido del camión.

—Amar está muerto —dice Tobias.

—No, no estoy muerto. Vamos, Cuatro —dice Amar.

El rostro de Tobias está rígido de miedo. No lo culpo: ver a un ser querido volver de entre los muertos no es algo que suceda todos los días.

Por mi cabeza pasan imágenes de todas las personas que he perdido: Lynn, Marlene, Will, Al.

Mi padre. Mi madre.

¿Y si siguen vivos, como Amar? ¿Y si la cortina que nos separa no es la muerte, sino una alambrada y algo de terreno?

No puedo evitar albergar esa esperanza, por muy tonta que sea.

—Trabajamos para la misma organización que fundó vuestra ciudad —dice Zoe mientras lanza una mirada asesina a Amar—. La misma de la que salió Edith Prior. Y…

Se mete la mano en el bolsillo y saca una fotografía bastante arrugada. La sostiene en alto y me busca con los ojos entre la gente y las armas.

—Creo que deberías echarle un vistazo a esto, Tris —me sugiere—. Daré un paso adelante y la dejaré en el suelo, después retrocederé. ¿De acuerdo?

Conoce mi nombre. Se me forma un nudo de miedo en la garganta. ¿Cómo conoce mi nombre? Y no solo mi nombre, también mi apodo, el que elegí cuando me uní a Osadía.

—De acuerdo —respondo, pero tengo la voz ronca y apenas consigo pronunciar las palabras.

Zoe da un paso adelante, deja la fotografía en las vías del tren y regresa a su posición original. Abandono la seguridad de nuestro grupo y me agacho junto a la fotografía sin dejar de observar a Zoe. Después retrocedo con la foto en la mano.

En ella se ve a un grupo de gente delante de una alambrada, echándose el brazo por encima de los hombros o la espalda. Veo una versión más pequeña de Zoe, reconocible por las pecas, y a unas cuantas personas más a las que no identifico. Estoy a punto de preguntarle por qué quiere que mire la foto cuando reconozco a la joven de cabello rubio recogido por detrás y amplia sonrisa.

Mi madre. ¿Qué hace mi madre con esa gente?

Algo me oprime el pecho, no sé si tristeza, dolor o añoranza.

—Tenemos que explicaros muchas cosas —dice Zoe—, pero no es el mejor lugar para hacerlo. Nos gustaría llevaros a nuestro cuartel general. No está muy lejos de aquí.

Todavía con la pistola en alto, Tobias me toca la muñeca con la mano libre para acercarse la foto.

—¿Es tu madre? —me pregunta.

—¿Es mamá? —pregunta Caleb, y aparta a Tobias para ver la imagen por encima de mi hombro.

—Sí —respondo a ambos.

—¿Crees que deberíamos confiar en ellos? —me pregunta Tobias en voz baja.

Zoe no parece una mentirosa, ni tampoco suena como si lo fuera. Y si sabe quién soy y que nos encontraría aquí, seguramente sea porque tiene un modo de acceder a la ciudad, lo que seguramente signifique que no miente cuando afirma que pertenece al grupo del que salió Edith Prior. Y está Amar, que no le quita el ojo de encima a Tobias.

—Hemos venido porque queríamos encontrar a esta gente —respondo—. Tenemos que confiar en alguien, ¿no? Si no, no haremos más que caminar por un erial y morirnos de hambre.

Tobias me suelta la muñeca y baja la pistola. Yo hago lo mismo. Los demás nos imitan, poco a poco; Christina es la última en hacerlo.

—Vayamos a donde vayamos, podremos marcharnos en cualquier momento —exige Christina—. ¿De acuerdo?

—Os doy mi palabra —le asegura Zoe, poniéndose una mano en el pecho, justo encima del corazón.

Por el bien de todos nosotros, espero que su palabra tenga algún valor.