TRIS
El tren frena al acercarnos a la valla, una señal de la conductora para que no tardemos en saltar. Tobias y yo seguimos sentados en la puerta del vagón, que avanza perezosamente por las vías. Me echa un brazo sobre los hombros y me roza el pelo con la nariz, respirando hondo. Lo miro, observo la clavícula que asoma por el cuello de su camiseta y la breve curva del labio, y noto que algo se enciende dentro de mí.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta al oído, en voz baja.
Regreso a la realidad. Lo observo continuamente, pero no siempre de ese modo, así que es como si me pillara haciendo algo vergonzoso.
—¡En nada! ¿Por qué?
—Por nada.
Tira de mí para acercarme a él, y apoyo la cabeza en su hombro y respiro con avidez el aire fresco. Sigue oliendo a verano, a hierba cociéndose al calor del sol.
—Parece que nos acercamos a la valla —comento.
Lo sé porque los edificios empiezan a desaparecer para dar paso a campos salpicados del brillo rítmico de las luciérnagas. Caleb está sentado detrás de mí, cerca de la otra puerta, abrazándose las rodillas. Sus ojos encuentran los míos en el peor momento, y me dan ganas de gritarle a su lado más oscuro para que por fin pueda oírme, para que por fin entienda lo que me hizo. Sin embargo, me limito a sostener su mirada hasta que no lo aguanta más y mira hacia otro lado.
Me levanto agarrándome al asidero para estabilizarme, y Tobias y Caleb hacen lo mismo. Al principio, Caleb intenta ponerse detrás de nosotros, pero Tobias lo empuja hacia delante, hasta el borde del vagón.
—Tú primero. ¡A mi señal! —grita—. Y… ¡ahora!
Empuja a Caleb lo justo para sacarlo del vagón, y mi hermano desaparece. Tobias va detrás, así que me quedo sola.
Es estúpido echar algo de menos cuando hay tantas personas a las que echar de menos, pero ya echo de menos este tren y todos los demás que me han llevado por la ciudad, por mi ciudad, una vez que fui lo bastante valiente como para subirme a ellos. Toco la pared del vagón una vez y salto. El tren se mueve tan despacio que me paso con el salto, demasiado acostumbrada a correr para compensar el impulso, y me caigo. La hierba seca me araña las palmas de las manos. Me pongo de pie para buscar a Tobias y a Caleb en la oscuridad.
Antes de encontrarlos, oigo a Christina:
—¡Tris!
Uriah y ella vienen hacia mí. Él lleva una linterna y parece más alerta que esta tarde, lo que es buena señal. Detrás de ellos hay más luces y más voces.
—¿Lo ha conseguido tu hermano? —pregunta Uriah.
—Sí.
Por fin veo a Tobias, que lleva a Caleb cogido del brazo y camina hacia nosotros.
—Teniendo en cuenta que eres erudito, no sé por qué no te entra en la cabeza que jamás me ganarás en una carrera —está diciendo Tobias.
—Tiene razón —añade Uriah—: Cuatro es rápido. No tanto como yo, pero sí más que un eructito como tú.
—¿Un qué? —pregunta Christina, entre risas.
—Eructito —responde Uriah—. Juego de palabras, ya sabes: erudito, eructito… ¿Lo captas? Como estirado.
—Los osados tienen una jerga muy rara. Tarta de fresa, eructito… ¿Hay una palabra para los veraces?
—Claro que sí: idiotas —responde Uriah, sonriendo.
Christina le da un empujón tan fuerte que se le cae la linterna. Tobias, riéndose, nos lleva con el resto del grupo, que está a pocos metros. Tori agita la linterna en el aire para captar la atención de todos y dice:
—De acuerdo, Johanna y los camiones están a diez minutos andando de aquí, así que vámonos ya. Y si oigo una palabra más, os muelo a palos. Todavía no estamos a salvo.
Nos acercamos como si fuéramos un cordón de zapato muy bien atado. Tori va un poco adelantada, y de espaldas, a oscuras, me recuerda a Evelyn: las extremidades esbeltas y enjutas, los hombros hacia atrás, tan segura de sí misma que da casi miedo. A la luz de las linternas distingo el tatuaje de un halcón en su nuca, lo primero de lo que le hablé cuando me hizo la prueba de aptitud. Me explicó que era un símbolo del miedo que había superado: el miedo a la oscuridad. ¿Todavía lo tendrá, a pesar de haber trabajado tanto para superarlo? Me pregunto si los miedos se superan alguna vez, o si simplemente pierden su poder sobre nosotros.
Se aleja cada vez más; más que caminar, corre. Está deseando marcharse, escapar del lugar en que asesinaron a su hermano, del lugar que le dio protagonismo solo para que la venciera una mujer sin facción que se suponía muerta.
Está tan adelantada que, cuando suenan los disparos, solo veo caer su linterna, no su cuerpo.
—¡Dividíos! —grita Tobias para hacerse oír por encima de los gritos y el caos—. ¡Corred!
Busco su mano en la oscuridad, pero no la encuentro. Saco el arma que me dio Uriah antes de marcharnos y la sostengo alejada de mi cuerpo, sin hacer caso del nudo que se me forma en la garganta al tocarla. No puedo correr a oscuras, necesito luz. Corro hacia el cuerpo de Tori, hacia su linterna caída.
Oigo sin oír los disparos, los gritos y las pisadas. Oigo sin oír el latido de mi corazón. Me agacho junto al haz de luz que ha dejado caer y recojo la linterna con la intención de seguir corriendo, pero, gracias a su luz, le veo la cara. Está reluciente de sudor y se le mueven los ojos detrás de los párpados, como si buscara algo, pero estuviese demasiado cansada para encontrarlo.
Una de las balas le ha acertado en el estómago, y la otra, en el pecho. No saldrá de esta. Por muy enfadada que esté con ella por luchar contra mí en el laboratorio de Jeanine, sigue siendo Tori, la mujer que protegió el secreto de mi divergencia. Se me cierra la garganta al recordar cómo entré tras ella en la habitación de mi prueba de aptitud, con la mirada fija en su halcón tatuado.
Sus ojos se mueven y se centran en mí. Frunce las cejas, pero no habla.
Me pongo la linterna en el hueco entre el pulgar y el índice, y la cojo de la mano para apretarle los dedos sudorosos.
Oigo que se acerca alguien, y apunto linterna y pistola en la misma dirección. El haz ilumina a una mujer con un brazalete abandonado que me apunta con su arma a la cabeza. Disparo apretando tanto los dientes que me chirrían.
La bala le alcanza el estómago, y ella grita y dispara a ciegas.
Miro de nuevo a Tori, pero sus ojos están cerrados y ya no se mueve. Apunto con la linterna al suelo y corro para alejarme de ella y de la mujer a la que acabo de disparar. Me duelen las piernas y me arden los pulmones. No sé adónde voy, si me alejo del peligro o corro hacia él, pero sigo corriendo todo lo que puedo.
Por fin veo una luz a lo lejos. Al principio creo que es otra linterna, hasta que me acerco más y me doy cuenta de que es más grande y estable que la de una linterna: es un faro. Oigo un motor y me agacho entre la hierba alta para esconderme; apago la linterna y preparo el arma. El camión frena y alguien pregunta:
—¿Tori?
Suena a Christina. El camión es rojo y está oxidado: un vehículo de Cordialidad. Me enderezo y me apunto con la linterna para que me vea. El camión se detiene a poca distancia y Christina salta del asiento del pasajero para abrazarme. Lo revivo en mi cabeza para que sea real: el cuerpo de Tori cayendo, las manos de la mujer abandonada sobre el estómago. No funciona, no parece real.
—Gracias a Dios —dice Christina—. Entra, vamos a buscar a Tori.
—Tori está muerta —respondo sin más, y la palabra «muerta» lo hace real.
Me seco las lágrimas de las mejillas con las manos y me obligo a controlar mi respiración entrecortada.
—Dis-disparé a la mujer que la mató.
—¿Qué? —pregunta Johanna, frenética, asomándose desde el asiento del conductor—. ¿Qué has dicho?
—Que hemos perdido a Tori. Vi cómo pasaba.
El pelo le cubre la cara, así que no veo la expresión de Johanna, que toma aire con dificultad.
—Bueno, pues vamos a buscar a los otros.
Me meto en el camión. El motor ruge cuando Johanna pisa el acelerador, y salimos dando botes por la hierba a por los demás.
—¿Habéis visto a alguno? —les pregunto.
—A unos cuantos: Cara, Uriah —responde Johanna, sacudiendo la cabeza—. A nadie más.
Me agarro a la manilla de la puerta y la aprieto. Si hubiera puesto más empeño en buscar a Tobias… Si no me hubiera parado con Tori…
¿Y si Tobias no lo ha conseguido?
—Seguro que están bien —dice Johanna—. Tu chico sabe cómo cuidar de sí mismo.
Asiento, aunque sin convicción. Tobias sabe cuidarse, pero, en un ataque, sobrevivir es un accidente. No hace falta habilidad para estar en un sitio en el que no te encuentren las balas, ni para disparar a oscuras y acertar a un hombre al que no ves. Es cuestión de suerte o del destino, según lo que creas. Y yo no sé (nunca lo he sabido) en qué creo.
«Está bien, está bien, está bien».
«Tobias está bien».
Me tiemblan las manos, así que Christina me aprieta la rodilla. Johanna nos lleva al punto de encuentro, donde han visto a Uriah y a Cara. Me quedo mirando cómo sube el indicador de velocidad hasta estabilizarse en los 120 por hora. En la cabina nos chocamos, lanzadas de un lado a otro por el terreno irregular.
—¡Allí! —señala Christina.
Hay un grupo de luces delante de nosotros; no son más que puntitos de luz, como linternas, aunque hay otros redondos, como faros.
Nos acercamos y lo veo: Tobias está sentado en el capó de otro camión, con las manos empapadas de sangre. Cara está de pie frente a él con un botiquín de primeros auxilios. Caleb y Peter están sentados en la hierba, a pocos metros. Antes de que Johanna detenga el camión, abro la puerta y salgo corriendo hacia él. Tobias se levanta sin hacer caso de las órdenes de Cara de permanecer quieto, y chocamos; su brazo ileso me rodea la espalda y me levanta en el aire. Tiene la espalda mojada de sudor y, cuando me besa, sabe a sal.
Todos los nudos de tensión que se me habían formado desaparecen a la vez. Por un momento, es como si me rehicieran, como si fuera una persona nueva.
Tobias está bien. Estamos fuera de la ciudad. Está bien.