CAPÍTULO DOS

TOBIAS

No soy capaz de recorrer estos pasillos sin recordar los días que pasé aquí prisionero, descalzo, sintiendo un dolor punzante cada vez que me movía. Y con ese recuerdo llega otro, el de esperar a que mataran a Beatrice Prior, el de mis puños contra la puerta, el de sus piernas sobre los brazos de Peter cuando me dijo que solo estaba drogada.

Odio este lugar.

No está tan limpio como cuando era el complejo de Erudición; ahora se notan los estragos de la guerra, los orificios de bala en las paredes y los vidrios rotos de las bombillas destrozadas por todas partes. Camino sobre huellas sucias y bajo luces parpadeantes hasta llegar a su celda, y me permiten entrar sin hacer preguntas porque llevo el símbolo de los abandonados (un círculo vacío) en una banda negra que me rodea el brazo, además de parecerme mucho a Evelyn. Tobias Eaton era un nombre del que avergonzarse, pero ahora es poderoso.

Tris está acuclillada en el suelo, hombro con hombro con Christina y en diagonal a Cara. Mi Tris debería parecer pálida y pequeña (al fin y al cabo, es pálida y pequeña), pero nada más lejos de la realidad: ella sola llena toda la habitación.

Sus ojos redondos encuentran los míos, y se pone de pie de un salto para rodearme con fuerza la cintura y apretar la cara contra mi pecho.

Le aprieto el hombro con una mano y, con la otra, le acaricio el pelo, todavía sorprendido al ver que se le acaba a la altura del cuello, en vez de extenderse por debajo. Me alegré cuando se lo cortó porque era el pelo de una guerrera y no de una chica y, además, sabía que era lo que necesitaba.

—¿Cómo has entrado? —me pregunta con su voz grave y clara.

—Soy Tobias Eaton —respondo, y ella se ríe.

—Claro, siempre se me olvida.

Se aparta lo justo para mirarme. Noto su mirada vacilante, como si Tris fuera un montón de hojas a punto de acabar esparcidas por el viento.

—¿Qué sucede? ¿Por qué has tardado tanto?

Su voz suena desesperada, suplicante. Por muchos recuerdos horribles que me traiga este lugar, para ella es aún peor: su recorrido a pie hacia la ejecución, la traición de su hermano, el suero del miedo… Tengo que sacarla de aquí.

Cara levanta la vista, interesada. Me siento incómodo, como si hubiese cambiado de piel y ya no me quedase bien. Odio tener público.

—Evelyn ha cerrado la ciudad a cal y canto —respondo—. Nadie da un paso sin su consentimiento. Hace unos días pronunció un discurso sobre unirnos contra los opresores: la gente de fuera.

—¿Opresores? —repite Christina.

Se saca una ampolla del bolsillo y se bebe el contenido: analgésicos para la herida de bala de la pierna, supongo.

Me meto las manos en los bolsillos.

—Evelyn (y muchos otros, en realidad) cree que no deberíamos abandonar la ciudad solo por ayudar a un puñado de gente que nos metió aquí para poder utilizarnos. Quieren arreglar la ciudad y resolver nuestros problemas en vez de marcharnos para resolver los de otros. No lo dijo con estas palabras, claro. Sospecho que esa opinión le conviene mucho a mi madre, ya que, mientras estemos todos aquí encerrados, ella está al mando. En cuanto nos vayamos, dejará de estarlo.

—Genial —comenta Tris, poniendo los ojos en blanco—. Era de esperar que eligiera la opción más egoísta.

—Tiene parte de razón —dice Christina, con la ampolla en la mano—. No digo que no quiera salir de la ciudad y ver lo que hay fuera, pero aquí dentro ya tenemos bastante. ¿Cómo vamos a ayudar a unas personas que no conocemos de nada?

Tris se lo piensa mientras se muerde el interior de la mejilla.

—No lo sé —reconoce.

Veo en mi reloj que son las tres en punto. Llevo demasiado tiempo aquí dentro, lo bastante para que Evelyn sospeche. Le dije que vendría para romper con Tris y que no tardaría mucho. No estoy seguro de que me creyera.

—Escuchad, en realidad he venido a advertiros: van a empezar los juicios de los prisioneros. Os inyectarán suero de la verdad y, si funciona, os condenarán por traidores. Creo que a todos nos gustaría evitar eso.

—¿Por traidores? —pregunta Tris con el ceño fruncido—. ¿Cómo puede ser un acto de traición revelar la verdad a todos nuestros conciudadanos?

—Fue un acto de desafío a vuestros líderes —respondo—. Evelyn y sus seguidores no quieren abandonar la ciudad. No os darán las gracias por mostrar el vídeo.

—¡Son como Jeanine! —exclama Tris, y hace un gesto enérgico, como si quisiera golpear algo y no tuviera nada a mano—. Están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ocultar la verdad y ¿para qué? ¿Para ser los reyes de su diminuto mundo? Es ridículo.

No quiero decirlo, pero parte de mí está de acuerdo con mi madre: no les debo nada a las personas que están fuera de la ciudad, sea divergente o no. No estoy seguro de querer ofrecerme a ellos para solucionar los problemas de la humanidad, con independencia de lo que eso signifique.

Pero sí quiero irme, estoy tan desesperado por marcharme como un animal que desea escapar de una trampa: salvaje y rabioso, dispuesto a morder hasta el hueso.

—Sea como sea —digo con cautela—, si el suero de la verdad funciona con vosotros, os encarcelarán.

—¿Si funciona? —pregunta Cara con los ojos entornados.

—Divergente —dice Tris, señalándose la cabeza—, ¿recuerdas?

—Fascinante —responde Cara mientras se recoge un mechón suelto en el moño que le cubre la nuca—, pero atípico. Por mi experiencia, sé que la mayoría de los divergentes son incapaces de resistirse al suero de la verdad. Me pregunto por qué tú sí.

—Te lo preguntas tú y se lo preguntan todos los eruditos que me han clavado una aguja —le espeta Tris.

—¿Podemos centrarnos en el tema que nos preocupa, por favor? Me gustaría evitar tener que organizaros una fuga de la cárcel —digo.

De repente estoy desesperado por que alguien me consuele, así que alargo la mano para coger la de Tris, y ella enreda sus dedos en los míos. No somos de los que se tocan sin más; cada punto de contacto entre nosotros nos resulta importante, un subidón de energía y alivio.

—De acuerdo, de acuerdo —dice ella, ahora con más amabilidad—. ¿Qué tienes en mente?

—Cuando os toque a vosotras tres, conseguiré que Evelyn te deje testificar a ti primero, Tris. Solo tienes que inventarte una mentira que exonere a Christina y a Cara, y después contarla cuando te inyecten el suero de la verdad.

—¿Qué clase de mentira serviría?

—Eso te lo dejo a ti, dado que mientes mejor que yo —respondo.

En cuanto lo digo, sé que acabo de tocar un tema peliagudo entre los dos. Me ha mentido muchas veces. Me prometió que no se entregaría para morir en el complejo de Erudición cuando Jeanine exigió el sacrificio de un divergente, pero lo hizo de todos modos. Me dijo que se quedaría en casa durante el ataque erudito, y después me la encontré en la sede de Erudición, trabajando con mi padre. Entiendo por qué hizo todas esas cosas, pero eso no significa que esté todo arreglado.

—Sí —dice, mirándose los zapatos—. Vale, algo se me ocurrirá.

Le pongo una mano en el brazo.

—Hablaré con Evelyn sobre el juicio e intentaré que lo celebren pronto.

—Gracias.

Siento el impulso, ya familiar, de salir de mi cuerpo y hablar directamente con su mente. Me doy cuenta de que es el mismo impulso que me hace desear besarla cada vez que la veo, porque un solo centímetro de distancia entre nosotros me resulta insoportable. Nuestros dedos, apenas entrelazados hace un instante, ahora se aferran con fuerza; la palma de su mano está pegajosa de sudor; la mía, rugosa de agarrarme a demasiados asideros en demasiados trenes en movimiento. Ahora sí que parece pálida y pequeña, pero sus ojos me traen a la memoria imágenes de cielos abiertos que, en realidad, nunca he visto, salvo en sueños.

—Si vais a besaros, hacedme un favor y decídmelo para que mire a otro lado —dice Christina.

—Vamos a besarnos —responde Tris, y lo hacemos.

Le toco la mejilla para ralentizar el beso, sosteniendo sus labios en los míos para sentir cada uno de los puntos en los que se tocan y cada uno de los puntos en los que se alejan. Saboreo el aire que compartimos en el segundo posterior al beso, y el roce de su nariz contra la mía. Intento pensar en algo que decir, pero es demasiado íntimo, así que me lo trago. Un instante después decido que me da igual.

—Ojalá estuviéramos solos —le digo al salir de la celda.

—Yo deseo eso mismo casi siempre —responde, sonriendo.

Al cerrar la puerta, veo a Christina que finge vomitar, a Cara riéndose y a Tris con las manos inertes junto a los costados.