El misticismo de los visionarios religiosos como Santa Teresa
o San Juan de la Cruz, surgió de la disparidad intolerable
entre la enormidad de su deseo, y la pequeñez de la realidad.
Miguel de Unamuno
Mon, tranquilizada, volvió a la cocina bamboleando barriguda el octavo mes de embarazo…
—Lo veo sin saber explicarlo —descargó Molins su desilusión.
—Explícamelo —le pidió Jake—. ¿Es muy largo?
—No, es sencillo; la razón por la cual la telepatía funciona sin necesidad de disponer de un par de moléculas enlazadas en destino y viceversa, es que los dos cerebros en comunicación están sintonizados a la perfección; de hecho, si nosotros pudiésemos sintonizar nuestros cerebros a la perfección, no nos haría falta hablar.
—Sí, más o menos lo sé, pero ¿a dónde quieres llegar?
—Sin receptor en el exoplaneta no podemos enviar nada mayor que la microcámara y, por las respuestas de los jakemones, veo que sus autómatas no pueden fabricar el nicho.
—Sabes perfectamente que la cámara ha viajado sin nicho; otra cuestión es si un ser vivo puede hacerlo —dijo Jake—. La permuta de los distintos elementos de un cuerpo sólido, llámese cámara o tarjeta digital, es distinta, pero tu idea de la sintonización y polarización exacta es correcta.
—No hablé de la polarización —comentó Molins—. Lo has añadido tú.
—Sí, me gusta que vayas acostumbrándote a las ideas; es lo único que tenemos.
—Gracias, pero no te pases.
—No, sé hasta dónde llegar y no te daré la lata con toda la casuística de la fenomenología de las transferencias cuánticas; por el momento, baste decir que la energía del enlace cuántico, junto a la telepatía, puede obrar el milagro.
El hangar de lanzamiento de la cápsula donde se alojaría Herminia estaba preparado; las instrucciones para los rotsenkor, en cuanto a la alimentación de Herminia durante su estancia en XmirR-c4.4b, enviadas; los autómatas, avisados. La cápsula consistía en un edificio alargado: en un extremo se sentaba Úrsula, la telépata designada para el caso, en el otro habían practicado una apertura rodeada del anillo conductor por donde desaparecería la ratita en su viaje al exoplaneta. No tenía sentido enviar a Herminia a otro destino; Próxima Centaura estaba casi a la misma distancia y todos se decían que el sistema funcionaba extraespacialmente y, por ende, tanto daba mandarla a un sistema planetario como a otro.
La cápsula que llevaría a Jake y los demás componentes del equipo expedicionario estaba ensamblada en un hangar anexo; si bien el viaje era instantáneo, la estancia requería alimentos, agua e implementos, que faltarían si no los había en XmirR-c4.4b y en el kit de laboratorio. A los integrantes del grupo los habían designado por votación popular urbi et orbi, a pesar de la negativa inicial de autoridades y prebostes, que no querían que Jake o Molins viajaran, puesto que lo veían arriesgado.
Úrsula se reclinó en su sillón y cerró sus ojos para concentrar toda su potencia mental en el salto cuántico; vibraban los condensadores, chisporroteaban las polarizaciones, los mecánicos de precisión ajustaban las sintonías de cerebro y antena. Los corazones de los asistentes latían al máximo de pulsaciones posible, y Erik pulsó el botón que enviaba una corriente eléctrica al brazo de Úrsula e impulsaba la cápsula con Herminia a través del anillo de la ventana de Tesla. Al regresar el carro, la cápsula ya no estaba, y respiraron con alivio; Cristabel y Laura aguardaban, junto a Úrsula, el mensaje telepático de los rotsenkors y la llegada de Herminia al exoplaneta, que estaba a miles de millones de kilómetros.
—¡Ha llegado viva! —exclamó Cristabel—, ¡vivita y coleando!, ¡corre por la superficie anexa al reproductor autónomo…!
—¡Sigue Crista! —aulló Erik—, ¿qué hace?
—Creo que observa, no olvides que lo veo a través de los ojos del rotsenkor designado para transmitirnos lo que ocurre y la posición desde donde cuelga no es la ideal —contestó Crista.
—¿Qué pasa ahora? —indagó Jake autoritario.
—Herminia observa —repitió Cristabel—, la veo nerviosa, vuelve a la cápsula, se mete dentro, ha cerrado los ojos.
—¡Hipótesis! —clamó Jake—. ¿Qué le pasa?
—Creo que piensa —aventuró Molins.
—El rotsenkor, cuya capacidad telepática es superior a la nuestra, dice que percibe dudas en el cerebro de Herminia; confunde dos botones y duda —observó Crista.
—¿Qué botones? —terció Jake.
Crista fue al diagrama instalado en el hangar y apuntó al botón de mezcla de esperma.
—Recibo mensajes del rotsenkor, pero también de Herminia.
—¡Dile cuál va primero! —estalló Molins con los nervios desechos.
Herminia, finalmente, se movió, trepó por las estanterías equidistantes al aparato y comenzó a bajar y subir palancas y a apretar botones. El grupo en la Tierra seguía el hacer de la ratita a través de la voz de Crista, que reproducía la descripción del rotsenkor. Cuando Herminia concluyó su tarea, se bajó del último estante y se metió en la cápsula, pero no ocurrió nada.
—¿Quién instruyó a los cerebritos para devolvernos a Herminia? —preguntó Erik nervioso.
—Fuimos todas —replicó Crista—, algo es diferente.
—Veamos —intercaló Jake—. ¿Dónde está la ventanilla de Tesla en el exoplaneta?
Laura levantó la cabeza, sus ojos contenían una respuesta.
—Está desplazada, un autómata la movió para que la ratita viese mejor.
—Que la ponga en su sitio o que traslade la cápsula.
—Espera, Herminia ha salido de la cápsula, se sube a los andamios y observa por una mirilla —terció Laura.
—¿Para qué sirve?
Erik se fue al diagrama y apuntó a las mirillas.
—¿Cuál, Laura? —exigió.
—La de arriba.
—Es la de fecundación. ¿También se sabe eso? —soltó Erik.
—Sí —contestó Kirsten, la bióloga danesa en el grupo.
Herminia bajó de la estantería y se colocó junto a una máquina que era exactamente igual a la de la Tierra, y con la que regresaría a casa.
—¿Qué pasa con la fecundación? —vociferó Jake.
—Nada —expresó Laura—. No hay fecundación. El rotsenkor ha reconocido la señal.
—Habla, Kirsten —ordenó Jake.
—Llevamos un equipo completo de ADN y los reproduciremos.
—Conocer una civilización extraterrestre es prioritario —proclamó Jake—. Necesitamos saber cuál es su ética, su filosofía, sus religiones, su biología; en resumen, una enorme cantidad de conocimientos que nos pueden favorecer.
—¿Estamos seguros de llegar intactos?
—Herminia no habla, pero tenemos una tenue comunicación telepática con ella, el viaje no parece haber tenido efectos negativos en ella.
—O sea que vamos a criar seres vivos inteligentes de los que no sabemos casi nada —objetó Karen, la jefa de traductores.
—Esa es la idea —replicó Jake.
Volvieron a medir la curvatura del universo para resintonizar la telepatía y el enlace cuántico; faltaban dos días.
* * *
—Jake —susurró Montse en su oído antes de dormirse—, ¿y si no vuelves?
—Es una posibilidad; antiguamente, cuando el hombre desconocía vastas extensiones de la Tierra, corría riesgos, y nosotros correremos riesgos igualmente porque es necesario.
—¿Seguro que tienes que ir tú?
—Mon, podría dejar que fueran otros, pero la energía que me consume es irresistible, no sería el mismo; iré.
—De acuerdo; he tocado levemente tu mente y sé que haciendo un esfuerzo puedo contactar contigo, pero ese sería un último recurso.
* * *
El mundo entero estaba pendiente de ellos, y la única cámara de TV a la que permitieron retransmitir para el mundo hacía tomas de los personajes, de la cápsula, de las provisiones que se cargaban para abastecer a nueve personas durante dos meses, y explicaban reiteradamente el funcionamiento de las energías que teleportarían el equipo a un exoplaneta de una estrella de Alfa Centauri.
—Partimos en una misión especial; no es un viaje a Marte ni un saltito a la Luna, es una expedición en busca de otra civilización, de otros seres inteligentes que nos acompañan en el universo —empezó Jake su alocución al mundo entero. Los intérpretes simultáneos traducían lo más aprisa posible; los realizadores intercalaban imágenes de expediciones anteriores, o videos de galaxias captadas por telescopios espaciales, o a la ratita Herminia mientras activaba una máquina desconocida para los televidentes; y para dar tiempo a los intérpretes simultáneos, Jake pausaba para beber un sorbo de agua y acariciar cariñosamente a Herminia, que estaba subida en el podio y encantada de ser la estrella del programa. Luego, habló despacio.
—Muchos de ustedes están en contra de esta expedición, temen crear un camino para unos hipotéticos invasores, ven seres demoníacos en los rotsenkors, pero la mayoría está dispuesta a conocer si es cierto que existen otras evoluciones en el universo. Yo digo que, aparte de los rotsenkors, encontraremos otras formas de vida inteligente.
Jake se hizo a un lado para permitir que Molins, el otro jefe de la expedición, tomase la palabra.
—El encuentro con una forma de vida inteligente extraterrestre es algo que marcará una edad, una era nueva para nuestro mundo, igual que el advenimiento de las religiones o un gran descubrimiento científico, este encuentro es de una magnitud extraordinaria. No quiero quitar más tiempo a los realizadores ni a los hechos que vienen seguidamente.
Las cadenas de TV habían creado el acontecimiento por adelantado, poco espectacular, a partir de efectos especiales, pero los medios acreditados se retiraron por orden de Jake, que no quería que la salida se hiciera públicamente, y dio la orden de embarque. Por la megafonía de la cápsula recordó a todos que la atmósfera del exoplaneta era de gas metano y debían colocarse las escafandras. El propio Jake endosó la miniindumentaria de supervivencia a Herminia, que se recostó a su lado.
Notaron perfectamente el impulso hacia el anillo del túnel de Tesla —Cristabel dormía narcotizada para evitar el choque psíquico de Laura y Úrsula en ayuda al «despegue»—, e inmediatamente vieron un entorno completamente cambiado. El navegante operó las válvulas de absorción de aire para viajes futuros e inyectó gas metano en una proporción cada vez más densa hasta igualarla a la atmósfera del extraño planeta.
Jake abrió la puerta y salió; dos autómatas llegaron a su altura sobre extraños adminículos que los sostenían y que consistían en unos tubos de los que sobresalían caños mucho menores y numerosos, que giraban velozmente autoambulándose en cualquier dirección mediante ángulos similares a una rodilla humana. Los robots no hablaban y parecían esperar instrucciones. Jake esperó que todos salieran y se cerrase la puerta de la cápsula.
—¿Ahora qué? —preguntó Jake.
Los autómatas dieron un cuarto de vuelta y se desplazaron seguidos del grupo de terrícolas. Inesperadamente se abrió una compuerta, y vieron un paisaje de tanques llenos de líquido, y sobre cada uno colgaba, como de una caña de pescar, un cierto número de ramales. Los autómatas se hicieron a un lado y se acercaron a observar bultos que colgaban de ramales de cables y tubos.
—Vemos —se oyó por una pantalla.
Obviamente, los habían visto, e inmediatamente comprendieron que existían numerosas miras en el techo y en las paredes del recinto.
—Nosotros también vemos —replicó Jake—. Hemos venido a salvaros, ¿entendéis?
—Suficiente, intérpretes eléctricos y oídos de sonido —respondió una voz metálica.
Jake explicó sus intenciones paso a paso: la construcción de un nicho de recepción de salto cuántico para los materiales que necesitaban de la Tierra, sin utilizar la telepatía y su propia regeneración a través del ADN.
—Pocos quedamos vivos —expuso la voz—. Yo soy Obecofe, en el cuarto depósito a la derecha. Todavía quedamos unos cien de los millones que había al principio.
Cristabel se comunicaba con otros en distintos puntos del gigantesco recinto al mismo tiempo que los autómatas, que parecían entender o atender instrucciones, se movían diligentes y aportaban instrumentos, colectores, probetas, jeringuillas y lo que parecía un arsenal completo para extraer y procesar moléculas: estaba todo lo necesario para obtener muestras de ADN y procesarlas; y en un largo intercambio de información, entendieron que la maquinaria de reproducción funcionaría con inyecciones de la emulsión que circulaba por los cerebros muertos de los compañeros de Obecofe.
Extrajeron muestras del fluido de los rotsenkors, o al menos eso creían, y Kirsten se puso a trabajar de inmediato. La bióloga era parlanchina, y los que la rodeaban escuchaban sus comentarios sobre el análisis de las muestras.
—Temí, por un momento, que no tuvieran ADN, al menos como lo conocemos nosotros, pero sí lo tienen. Aquí está la hélice y los pares de bases, ¡exacto! —exclamó Kirsten satisfecha—. Por extraño que parezca tienen ADN; otra cosa será secuenciar el código genético, introducirlo en la maquinaria reproductora, donde el ADN pereció con el tiempo, y poner todo en marcha, pero, por lo menos, si el periodo de gestación no es largo, veremos las crías.
—Esperemos —remató Jake—. Ahora saldremos de excursión y conoceremos un poco del planeta. Lástima que no dispongamos de medios de transporte.
—¡Lo tenemos! —reclamó Cristabel—. ¡La cápsula!
—No, la cápsula es para volver… a no ser que… —balbució Jake.
—¿Qué nueva diablura se te ha ocurrido?
—… encontrásemos otra civilización desde aquí —concluyó Jake.
—Estás loco, Jake —prorrumpió Molins a través de la radio de la escafandra.
—¡Maldición! La cadena complementaria es errática —dijo Kirsten.
Nadie contestaba, se habían ido todos de exploración.
—Todos los seres vivos tienen ADN, incluso las plantas, y los rotsenkors me huelen más a plantas que a otra cosa. Veamos —seguía monologando la bióloga—, las plantas tienen tres; estos, dos. Parece una mezcla de plantas y no sé qué.
Cada uno de ellos era totalmente autónomo; el aire recirculaba continuamente a través de filtros celulares llenos de bacterias que consumían anhídrido carbónico y exhalaban el aire purificado, y mientras durasen las baterías de la escafandra, podrían respirar perfectamente. Las baterías se recargaban con la luz del sol del planeta, y la autonomía de los seres humanos era, en la práctica, ilimitada, pero tenían que comer.
Kirsten continuaba pegada al microscopio electrónico portátil y secuenciaba el ADN de los rotsenkors; un microchip almacenaba los datos para proyectarlos, más tarde, en el visor de la bióloga. Desde luego, todo en las células de los rotsenkors era mucho mayor que en las células de Herminia o en las humanas, e indicaba un origen botánico y otro tipo de organismo. En principio era una novedad, pero al estar a tanta distancia de la Tierra, en un planeta con atmósfera de metano, quizá era normal. Kirsten preparó una dosis del fluido, fue hasta el artilugio reproductor e inyectó el fluido en la apertura indicada. Volvió al tanque que contenía el cerebro de Obecofe y lo miró; inmediatamente empezaron a saltar palabras a la pantalla.
—Observé cómo lo hacías, ¿sabes cómo somos?
—No, solo analicé el ADN; no es igual al nuestro. ¿Puedes describirme cómo eras antes?
—Hace tiempo, pero intentaré. Nacíamos como un tallo verde de la tierra, pero en la piel de nuestros padres. Al poco tiempo saltábamos al suelo y aprendíamos en los bosques, en el mar, en las montañas; aprendíamos ciencia y escritura; filosofía y religiones; telepatía y astronomía —escribió Obecofe en la pantalla.
—Físicamente, quería decir; ¿con piernas, brazos, ojos, boca?
—Teníamos cuatro ojos, piernas como raíces para comer, ramas como brazos.
—¿Eras una planta?
—No éramos plantas, éramos distintos a plantas, no como tú.
—Puedes ver —crepitó la pantalla— nosotros muertos en la colina de detrás.
—¿Un cementerio?
—No comprendo palabra —escribió Obecofe.
Cristabel se había esforzado mucho y no percibía nada; se comunicaba oficial y extraoficialmente con Marivi y Laura y menos con Montse, para no distraer su embarazo. La telepatía descentraba la psique de los fetos y lo reducía a segundos para saber su estado.
Kirsten explicó a Obecofe el sentido de la palabra cementerio, y enseguida apareció, erráticamente, la palabra «correcta» en la tersa superficie que les servía de comunicador. Kirsten volvió de su corto paseo al cementerio de los rotsenkors, su rostro reflejaba graves dudas y preocupación: «No lo entiendo, sus cadáveres no hieden, no están putrefactos y no veo miembros, ojos ni oídos», hizo una pausa porque sabía que sus compañeros estaban a punto de volver a recargar fluidos alimenticios que ella precisaba igualmente, y necesitaba pensar.
—¿Cómo es la cosa? —preguntó Erik, el primero en alcanzar su improvisado laboratorio.
—He puesto en marcha el proceso reproductor, pero no puedo decirte nada acerca de los habitantes; he visto un cementerio —dijo y le indicó dónde—, pero parecen ramilletes de girasoles ajados.
Erik no respondió y salió en dirección al cementerio, en tanto llegaban los demás.
Habían visto, aparte de un par de autómatas vagando sin rumbo, un pequeño bosque de árboles enanos y un arroyo cuyo fluyente no pudieron determinar. No había carreteras o caminos, y la calma era absoluta.
Después de recargar fluido alimenticio se sentaron en círculo alrededor de Kirsten, y esta les informó de sus infructuosos esfuerzos por determinar tamaño y forma de los rotsenkors.
—Esperaremos que nazcan o germinen, y si los dos meses no bastan, estaremos cuatro u ocho, lo que haga falta —afirmó Jake—. Este planeta es similar a la Tierra: el periodo de rotación es de diecinueve horas, el año es mucho más corto; la temperatura es de unos 16 ℃ de media; la presión atmosférica de 650 milibares y la gravedad es de 0.8, apenas un poco menos que la nuestra. Esto confirma algunos datos que teníamos medidos desde la Tierra, y si hemos encontrado este planeta tan cerca astronómicamente, debe haber muchos más en otras galaxias, quizá, no tan lejanas.
Las peculiares conversaciones con Obecofe continuaron y otros cerebros de los suspendidos en el fluido se añadían a diario. Obecofe y sus compañeros aprendieron los nombres de todos los expedicionarios y, a medida que pasaban los días, el entendimiento mutuo mejoraba en progresión geométrica. Todos aprendían palabras, y los cerebros hablaban por altoparlantes. Aprendieron la historia de los rotsenkors desde sus comienzos hasta que tomaron la fatídica decisión de vivir suspendidos en el fluido, conectados a un sistema informático.
Erik husmeó los ordenadores que había por todo el recinto y, con infinito cuidado, pasó sus manos por superficies tersas parecidas al cristal o al plástico, y lo que bien podían ser teclas se iluminaban y apagaban intermitentemente.
En una superficie separada de cada aparato, vislumbraba puntos y otros signos que no parecían los que habían aprendido hablando o leyendo.
Belikeas, otro rotsenkor que estaba en un depósito anexo al de Obecofe, explicó que los signos eran el lenguaje de los ordenadores, que él entendía. Era diferente al lenguaje hablado o escrito para expresar conceptos matemáticos, cosa que lograron entender después de varios días de hablar; y el progreso llegó hasta el extremo de permitirles conversaciones largas en las cuales introdujeron conceptos como el tiempo, la gestación, la cría, las distancias, y otros relacionados con la astronomía y otras ciencias similares a las de la Tierra.
Mucho más adelante —habían pasado tres meses—, empezaron a discutir de filosofía y teología.
Kirsten vigilaba la máquina reproductora y observaba a los que ella, respetuosamente, llamaba «fetos», que describía como arañitas de patas muy largas que corrían por una superficie limitada por la pared del desovadero, y eran miles y miles.
—Crecen muy rápidamente —anunció Kirsten al grupo.
—Belikeas nos dijo que nacen a los cuatro meses, pero luego necesitan otro tiempo para desarrollarse —pronunció Molins, que, además, se aburría si no hablaba de filosofía con alguno de los rotsenkors.
—¿Cuánto dijo? —preguntó Cristabel.
—No lo saben, lo han olvidado.
—¿No tarda mucho Erik?
—Sí, debía estar de vuelta hace rato.
Molins y Gabriel salieron en su busca y volvieron con Erik a rastras, y Jake, alarmado, corrió hacia ellos.
—¿Qué pasó? —soltó.
—Tropezó y perdió la escafandra y, antes de llegar a recuperarla, sufrió un desvanecimiento, pero llegamos a tiempo; como el metano no es tóxico, solo sufrirá la falta de oxígeno una media horita —repuso Molins—. Mientras Gabriel le ponía la escafandra, examiné a los rotsenkors muertos; no hay tumbas ni monumentos, yacen amontonados.
—¿Cómo son? —quiso saber Jake.
—Imagínate las espinas de un pescado; de esos restos, a no ser que seas ictiólogo, no puedes imaginar cómo es el pescado vivo; pues lo mismo.
—A esperar, pues —dictó Jake.
Belikeas fue el primero en entender el concepto de adultez, y como hablaban por medio de la electrónica rotsenkoriana, se explicaban, entendían y ampliaban en lo posible. La comida era uno de los conceptos difíciles; los rotsenkors se paraban sobre un trozo de tierra húmeda y comían, y tuvieron dificultades para explicarles el metabolismo humano, y los expedicionarios tenían los mismos apuros. ¿Cómo podían unos seres inteligentes autoambulantes sobrevivir a base de unas tomas de sus miembros inferiores?
—Crecen y crecen —decía Kirsten entusiasmada—, ¿qué pasará cuando lleguen al techo? —preguntaba.
Erik, repuesto de su mal paso, intervino para demostrar su evidente recuperación.
—¿Cuánto falta para que lleguen al techo del criadero?
—Poco, algunos rozan el techado —repuso Kirsten.
—Los veremos pronto, entonces —terció Jake—. ¿Qué tamaño tienen?
—Son tan altos como nosotros.
Kirsten oyó que la miniimpresora había parado y corrió a su improvisado taller analítico; volvió enseguida enarbolando una ristra de papeles.
—¡Tengo el ADN de esta gente!
—¿Qué son? —indagó Molins.
—Tardaré un poco en explicarlo, pero tenemos tiempo. Como es sabido, las plantas, al menos las nuestras en la Tierra, tienen tres DNS, y nosotros, que somos animales, tenemos uno. Pues bien, esta gente tiene dos, uno botánico y otro animal. Los dos se entrelazan para formar un ente semianimal, semivegetal y cambiante. La hélice del polinucleótido del ADN de los rotsenkors es una hélice doble, con pares de bases muy largos, y sus enganches se parecen a los de la caña de azúcar de la Tierra. Cuando mueren, la parte donde se aloja el cerebro, los ojos y los oídos se desintegra casi de inmediato, y lo que queda son las varillas o ramilletes que tienen como piernas.
Cristabel estaba pasando por un mal momento; tanto disfrutaba con supuestos contactos como se derrumbaba cuando estos se desvanecían, y sufría depresiones y euforias.
—No te preocupes —la consolaba Molins—, es normal, puede que tengas algún contacto con seres muy alejados y, por lógica, este sea muy débil; ¿te decantas por alguna?
—La Osa Mayor.
En esos momentos se oyó un «plop» y, en medio de una gritería de colegio de párvulos, se vieron rodeados por crías de rotsenkors.
Kirsten fue la primera que intentó hablarles. Se aproximó a uno de ellos y le puso su mano en lo que parecía la cabeza, pues tenía ojos y unas ranuras laterales, que supuso eran los oídos o la nariz, o ambas cosas; después de todo, dichos órganos, distribuidos de manera distinta, compartían un mismo espacio en el ser humano. Ante la pregunta de Kirsten, el rotsenkor contestó, separando las ranuras laterales:
—Tú eres visitante de otra estrella.
—Sí —replicó Kirsten—. ¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre todavía; los nombres los recibimos en la ceremonia de mañana.
—¿Una ceremonia de bautismo?
—No es bautismo —declaró Obecofe por los altavoces—, es ceremonia de nominación, y la haré yo, los autómatas me ayudarán.
«Han nacido hablando y entienden», advirtió Cristabel, que intentaba contactar por telepatía con alguno de la enorme multitud.
—Sí —añadió Belikeas—, no nacen, afloran, y saben todo antes de brotar. Ahora ellos vivir y nosotros morir.
—¿Tan pronto? —indagó Molins, quien, como todos, estaba rodeado por los recién nacidos.
—Sí, pagamos el error; no hay sitio para nosotros, únicamente tengo una información para Kirsten sobre la reproducción de nuestra especie.
Kirsten corrió hacia el depósito donde flotaban Obecofe y Belikeas; se habían acercado a la superficie, y varios autómatas recogían el fleje que unía el cableado de cada uno de ellos, lo desenganchaban de un armazón cuadriculado que cubría la totalidad del recinto y lo enchufaban a un aparato, que Jake juzgó inmediatamente que era una batería para evitar que muriesen. Jake se acercó y le dieron la razón: no era un acumulador eléctrico, sino un depósito de fluido vital y metano, y tanto Belikeas como Obecofe se comunicaban telepáticamente con el resto y entre sí, y los impulsos poseían la energía para activar los altoparlantes.
Kirsten aguardaba impaciente, y Jake se alejó para permitir que los dos revelasen a Kirsten el modo de la reproducción. Obecofe hizo venir a tres rotsenkors del inmenso grupo que los rodeaba e instruyó a los demás.
—¡Alimento! Que todos vayan a la pradera y coman, luego los iniciados les dirán a todos el sistema para la fecundación, la gestación, la cría y la ovulación.
Kirsten ya había averiguado la composición genética: como las plantas, se alimentaban a través de la absorción de minerales, vitaminas, proteínas y aminoácidos de la tierra. Con una trompa como la de un mosquito, sorbían de las pequeñas charcas de líquido esparcidas por la pradera, que presentaba un color magenta en la pelusa que brotaba abundante.
Sin embargo, no eran solamente plantas, eran híbridos, y una parte era animal; de esa característica tomaban la movilidad y la energía, muy superior a la botánica. Eran vertebrados, aunque exoesqueléticos de una manera atractiva, y estaba muy claro que su vida en el planeta condicionaba su cuerpo: la queratina que formaba, parcialmente, su caparazón exterior toleraba fluidos corrosivos que una conformación endoesquelética no hubiera podido aguantar.
Belikeas y Obecofe apenas flotaban en unas jarras que los autómatas portaban en dirección a una colina. Kirsten, junto a ellos, oía sus explicaciones.