El subconsciente es tan rápido como la luz, y viaja tanto
por los sueños como por las distracciones.
Poco antes de llegar al portal, Montse se llevó un susto; su marido saltaba por los aires gritando como un poseso:
—¡Amaestrarlas, amaestrarlas!
—¿Qué dices, Jake? —indagó Mon suavemente y, acostumbrada a los prontos de su compañero, aguardó la respuesta, porque sabía, como todos, que detrás de aquellos júbilos imprevistos había saltado la chispa del genio.
—Si amaestramos las ratas para poner en marcha el sistema reproductivo automático de los jakemones, cuando crezcan tendremos no solo interlocutores suspendidos por un cable, sino cuerpos hábiles para construir una réplica de la ventana de Tesla, y podrán viajar ellos y también nosotros.
* * *
—Para empezar hemos de comprendernos mutuamente: nosotros a ellos y ellos a nosotros, y usar la ventana de Tesla y la telepatía, si no, fracasaremos. Necesitamos ambas formas de telecomunicación para concluir lo necesario y alcanzar nuestro objetivo —declaró Jake en la mesa redonda que celebraban los lunes en el Centro Espacial del Vallés.
—Al tiempo que amaestramos las ratas —añadió Molins.
Construyeron un artificio del sistema de reproducción automática creado por los primitivos habitantes del exoplaneta, antes de sumergir sus cerebros y flotar ingrávidos conectados a la maquinaria y a sí mismos. Para ello, se basaron en los videos y fotografías tomados por los autómatas jakemones.
El ingenio reproductor, sobre cuyo designio y utilidad habían olvidado aleccionar a sus robots, tuvo resultados catastróficos: los jakemones permanecieron sin descendencia; el artefacto albergaba óvulos y esperma congelados y robóticos de cría, de manera que el artilugio, de funcionamiento complicadísimo, haría su delicado trabajo automáticamente, según los mensajes fotografiados en la pizarra de las fotos en las tarjetas digitales.
—No sé si olvidaron instruir a los autómatas en el funcionamiento de la reproducción o lo hicieron premeditadamente; en todo caso, los autómatas han fracasado —comentó Jake.
—¿Por qué? —indagó Molins, siempre curioso por descubrir de dónde venía la exhaustiva sabiduría de su amigo.
—Fíjate bien en esto —alegó Jake—. Una vez descongelados los óvulos a la temperatura maternal, que en el caso de los jakemones es inferior a la normal, deben apretar un botón tres veces y media para mezclar el esperma, pues son dos los productores del semen en este género; luego la cantidad que marca un dial se inyecta a medida que pasa cada óvulo; es un proceso muy automático y complicado.
—Párate, por favor —pidió Molins—, me desbordas con tu saber minucioso. ¿De dónde sacas todo eso?
—Nen, lo pone en las instrucciones que enviaron; si le das al botón de reverso de la pantalla, al cuarto botonazo está todo eso.
Al grupo de trabajo, incrementado por neurólogos, físicos y toda suerte de especialistas, se habían añadido domadores de ratas que ejercitaban incansables con sus ejemplares el movimiento de interruptores, diales, palancas y botones. A Jake no le extrañaba; era otra civilización en otro planeta y en otra galaxia, y lo normal era que hubiera diferencias. Lo contrario sería una locura.
Jake se había reunido en su casa con su equipo de confianza y les transmitió su impaciencia; en el último botellón, hasta Atengo el Soriano estaba apagado.
Los ordenadores no avanzaban en descifrar el resto de la lengua, y Jake, el más despierto de todos, se había hecho una composición de lugar peculiar: pensaba que parte del lenguaje de los extraterrestres era arcaica y estaba en desuso, de ahí los resquebrajados párrafos incomprensibles.
Molins no estaba de acuerdo, y ambos pasaban los días discutiendo entre los dispositivos intracerebrales, las transmisiones neuronales y los idiomas, desde el cuneiforme hasta los jeroglíficos, la demótica (mezcla de ideogramas o pictogramas y representaciones silábicas) y las lenguas de Teotihuacán en México, o el idioma de los mayas, tan complicado como un embrollo cuántico.
Entre los dos se divertían de lo lindo poniéndose zancadillas intelectuales, y llegaron a adquirir ciertos conocimientos lingüísticos, al tiempo que vigilaban la pantalla gigante, que parpadeaba continuamente a una velocidad endiablada.
—Tengo dudas acerca de las ratas —soltó el neurólogo.
—Dime cuáles —respondió Jake.
—Lo primero es la cuestión del metano: ¿les pondrás una escafandra?, ¿cuál es la presión atmosférica allá? Ese tipo de cosas.
—Llevará aire, no te preocupes, tenemos un par de modelos, y Herminia lo lleva bien; la presión del exoplaneta —afirmó Jake, a quien no le gustaba referirse al astro con la denominación de sus dos nombres— está entre seiscientos y ochocientos milibares, perfecto para una ratita como Herminia.
—¿No se liarán con los bolones y las palancas, lo que decías antes de los autómatas?
—No —replicó Jake con una sonrisa—, los animales amaestrados raramente se «cuelgan» como los ordenadores, y Herminia ha repetido las maniobras de puesta en marcha y funcionamiento de la maquinaria cientos de veces, sin equivocarse; se lo sabe mejor que el domador.
* * *
Montse se despertó a medianoche y la visión la obligó a despertar a Jake, que dormía a su lado.
—Jake, hay un avance en la pantalla, Cristabel ha visto algo más —susurró, para no espantar a Jake.
—¡Arghhh! —gruño Jake semidormido; pero enseguida se incorporó, se cambió mientras Mon hacía lo propio y, en menos de dos minutos, cruzaron los aires de una Barcelona dormida.
La interpretación del resto del texto traducido era una adivinanza y todos intentaban elucidarla. Jake tenía razón, parecía una lengua extinta, en desuso, y los autores no lo sabían.
—¿Por qué no lo saben? —planteó Jake a la mesa de los reunidos con él.
—Porque usan, como algunos descentrados, otro sistema para comunicarse, han perdido el uso de su lengua y ahora que tienen otros seres inteligentes a cuatro años luz, intentan desesperadamente comunicarse con nosotros —avanzó Molins dubitativo.
—Eso me cuadra —confirmó Jake—, creo que hablan telepáticamente entre ellos.
Un correo entró por la puerta abierta y entregó unas páginas a Jake. Este las miró.
—Un momento, aquí está la traducción. Dejadme leer, luego lo paso.
La tensión se notaba, la curiosidad se los comía, y más de uno dio muestras de impaciencia: gesticulaban, movían los pies, se pasaban las manos por los pelos, tosían.
—Antes de pasar el papel, he de deciros mi interpretación, pues el texto confirma algunas teorías mías y creo que puedo completar lo que falta; casi es mejor que lo lea e interprete para todos, luego podéis leerlo vosotros directamente, si os place.
Ninguno mostró desacuerdo, y Jake comenzó la lectura del informe, que se parecía más a una historia o a un cuento: «Somos rotsenkor, primitiv abitaiits de planeta descubrí telépatias vosotros y esperanza. Morimos, no descendientes y nos extinguimos. Consistimos (saben ustedes ya lo conocen saber) cerebros conectados a un central de flotar líquido. Vemos, oímos, palpamos sensores, cometimos error básico; pensamos nuestros cerebros eternos, pero era error y a cesar nuestra existencia pronto. Antes tener ojos, oídos, miembros de transporte corporal y pulmones metano planeta. Querimos eser listos y quitar envoltura, vivir solo cerebros con ordenadores proporcinantes sensaciones comida de comer, amor erótico eléctrico y aprender, pero fracaso, morimos todos y son ustedes esperanza por venir aquí».
—¿Comentarios? —instó Jake—. Sin pamplinas, porfa.
Cristabel, sin duda la más sensible de las telépatas, preguntó:
—¿Cuánto tiempo les queda?
Jake, que sabía que los rotsenkor eran inteligentes y conocían los problemas del transporte interestelar, respondió:
—Calculo que no más de doscientos años, que es lo que vamos a tardar en llegar allí y ayudarlos a sobrevivir.
Nadie agregó nada a lo que Jake dijo, solo Dagmar, la jefa de experimentación cuántica, se atrevió a comentar:
—No me atrevo a predecir lo que tardaremos en construir un vehículo de enlace cuántico, sin mencionar que en cualquier caso necesitaremos un nicho receptor en el exoplaneta.
—¿No pueden ellos construirlo? —avanzó Nacho desde la última fila.
—Los autómatas se oxidan o se estropean, no es posible.
Jake ordenó a Dagmar volver a Basilea y ayudar en los experimentos del tabique magnético de Tesla del viaje de enlace cuántico; paró los ordenadores de traducción y ordenó a las cuatro telépatas la transmisión de un mensaje a los habitantes incorpóreos del exoplaneta.
—Es indispensable que reciban planos exactos del nicho receptor para que el viaje sea posible —aclaró Jake—. Dime, porfa, cómo iría mejor: ¿que cada una de las cuatro envíe la cuarta parte del plano o que una envíe todo el plano?
—Mira, Jake —replicó Montse—, he visto una o dos veces planos de maquinaria y dudo que yo sola pueda transferir esa complejidad a nuestros amigos en Jake-Mon-1; de forma que si somos ocho en lugar de cuatro, mejor, pero cuarenta sería el número ideal; no olvides que hemos de traducir números y conceptos complejos, y será difícil.
—No lo había pensado; claro, yo no soy telépata.
—Además, Jake, ellos deberían construir nichos receptores adicionales para enviarles otras cosas.
—No se me ocurre qué, pero indudablemente tienes razón, algo surgirá, pero eso será mucho más fácil —cerró Jake.
Jake se daba cuenta de la inmensa complejidad de la tarea y comprendió que su mente había adivinado lo de los doscientos años. Le ocurría a menudo, era instintivo y sabía que su intuición constituía la mitad de su inteligencia, y ahora doscientos años le parecían poco. Precisaba ampliar su número de asesores para adquirir información sin la cual no llegarían nunca. Mandó a todos hacer una lista de lo que sabían y de lo que faltaba, y cuando la computadora central arrojó las cuarenta y dos hojas impresas de lo que faltaba, se echó las manos a la cabeza.
—¡Tanto es! —exclamó desconsolado.
Y tanto era.
«¿Cómo llegó viva la ratita Herminia a Marte?, ¿fue por la red de cobre, o existen otros factores desconocidos que ignoramos? ¿El plástico de la botella de cola?», pensó Jake.
Montse entró con una taza de café en las manos para Jake y se la puso sobre la mesa. Lo vio preocupado, y eso no era normal, Jake estaba siempre en un estado de exuberancia feliz.
—¿Qué pasa?, ¿algo nuevo, algo malo?
Jake titubeó, no le gustaban esas preguntas, y movió la cabeza negando dos veces.
—Ni nuevo ni malo: un altercado entre mi subconsciente y mi propio yo.
—¿Quién gana? —indagó ella sonriente.
—No puede ganar ninguno de los dos, es una batalla silenciosa entre el sueño y la verdad; es como dormir despierto, algo efímero; pasará.