Muchos mensajes quedan colgados en el aire; se cruzan
y no llegan a su destino. Se descomponen al llegar
a su destino en forma de absurdos sin nombre.
Los ordenadores tardaron siete días más, y los mensajes fueron traducidos. Eran de dificilísima comprensión y confirmaban lo que habían recibido anteriormente; Jake tenía razón, era una lengua muerta y los mensajes estaban mal escritos, faltaban pronombres, adverbios y había frases sin sentido, pero pudieron combinar, añadir algún adverbio, estudiarlos y poner sus fértiles imaginaciones a inventar soluciones para las frases de ese lenguaje silábico pero lleno de pictogramas indescifrables, algunos claros y aislados, y otros confusos.
El joven genio reflexionaba, especulaba y preguntaba, y la lógica lo llevó a deducir que la única manera de averiguar quiénes eran los misteriosos habitantes de XmirR-c4.4b era utilizando la ventana o pared magnética de Tesla para enviar una microcámara y recibir la tarjeta digital con fotografías y escritos de los extraterrestres; sin embargo, había una pega insalvable: los fotones a, b y c saltaban ciertamente de un aro magnetizado a un envase metálico, pero, previamente, al menos dos de ellos estaban enlazados, y no podían enviar nada a un exoplaneta cercano a Alfa Centauri por otros medios; si así fuera, tardarían miles de años.
—¿No pueden ellos construir una réplica del nuestro?
—Ellos no pueden: sus cerebros están conectados a un ordenador central por unos cables sumergidos en un medio líquido estéril. No necesitan comer y, a través de los cables y tubos, reciben metano, que es lo que necesitan para alimentar sus cerebros, de la misma manera que la sangre nos aporta oxígeno a nosotros; además, mediante este mecanismo, perciben las sensaciones y establecen las comunicaciones entre ellos. Pero cualquier cosa fuera de sus depósitos felices la encargan a sus autómatas.
—¿No pueden los autómatas construir el artilugio? —preguntó Erik, uno de los mecánicos de precisión del laboratorio.
—No lo sabemos; lo hemos preguntado y esperamos la respuesta. Si es afirmativa, estamos dispuestos a enviarles los planos telepáticamente.
—Entonces no hay problema —insinuó Sebas, uno de los químicos.
—Desgraciadamente, los problemas son tan numerosos que veo muy intrincado hacerlo. Lo que sabemos de la ventana de Tesla se limita a un experimento que ustedes han visto, y funciona a distancias cortas con objetos pequeños.
—¿Hay manera de incrementar la distancia? —indagó Erik de nuevo.
—Haciendo experimentos, por ejemplo. Puede depender de la potencia eléctrica; el experimento que hicimos el otro día utilizó 800mA y baterías de 1.5V, y estamos ensayando con múltiplos; ahora le cedo el podio a Jake, que está más preparado que yo para contestar las preguntas técnicas.
Jake subió a la tarima, regaló a todos su carismática sonrisa y, antes de someterse a las preguntas de un auditorio entusiasmado, aventuró otras hipótesis para rellenar las futuras preguntas.
—Existen incógnitas por resolver: sabemos que la telepatía es, de alguna manera, un salto cuántico intemporal, extraespacial, y aunque proceda de un ser humano y llegue a otro, es asimismo extracorpóreo; no usa la bioquímica para trasmitir una imagen o una idea. Por otra parte, la ventana de Tesla, que llamaré así para ahorrar tiempo, es un proceso real. Si convencemos a los habitantes del exoplaneta para que sus autómatas fabriquen un aparato como el nuestro y, lo que es mucho más difícil, logramos sintonizar ambos con precisión en la misma frecuencia, podremos, posiblemente, teletransportar objetos pequeños.
—¿Hay que enviarlo telepáticamente primero a los seres vivos en el exoplaneta? —instó Erik, al parecer, el más entusiasta entre todos.
—Sí, y ellos instruirán a los autómatas; es, en efecto, un proceso en varias etapas.
—Estudié el proceso de la ventana de Tesla —dijo Erik lanzado—, y hay un pequeño problema: antes de teleportar algo es imprescindible colocar «el enlace» al otro lado, y esto depende de la velocidad de la luz, que en nuestro caso tardaría cuatro años y medio.
—Cierto, Erik —contestó Jake—, conocemos el problema y precisamente por eso decidimos unir los dos fenómenos, la telepatía y los efectos de teleportación tipo ventana de Tesla. En otras palabras: enlazamos la energía psíquica, sin necesidad de nicho receptor, con la energía de «enlace cuántico» de salida de la ventana de Tesla; es como una interfaz que permite, teóricamente, obviar la necesidad de colocar las moléculas conjuntas, que podríamos denominar «b» y «c», en el punto de recepción, a la velocidad de la luz, antes de enviar la molécula «a» que, en efecto, llegaría instantáneamente.
—¿Psíquica? —interpeló Erik, incrédulo.
—Exacto —replicó Jake—. Lo explico de otra manera: digamos que tenemos una cajita que contiene un lápiz y queremos enviarla a la Luna, y lo hacemos utilizando simultáneamente la energía telepática, es decir, la interfaz, con la teleportación cuántica, ¿lo entiendes?
—Creo que sí. Es una manera de apalancar el lanzamiento de la otra.
—Se puede decir así —remató Jake.
Enviaron una microcámara a la base lunar aumentando la potencia eléctrica en miles de voltios y vatios, sin problemas, y también, a Marte; cierto que para el lejano planeta rojo necesitaron mucha más energía y aplicaron cinco millones de vatios y doscientas cincuenta telépatas venidas de los confines del mundo.
—Parece que lo conseguimos —alegó Molins—, pero cuatro años luz y medio es un bicho mucho mayor.
—Sí —replicó Jake—, hemos de calentarnos la cabeza, podemos destripar el aparato si le aplicamos demasiada energía, o volar por los aires. Si para Marte hemos usado cinco millones de vatios, para el exoplaneta en Alfa Kentaurus, ¿qué?
—¿Es proporcional?
—No lo sabemos, pero no estaba en relación con la energía que aplicamos a la teleportación lunar, le aplicamos mucha más de la necesaria.
—¿Será un tope? —Inquirió el neurólogo—, ¿y cuántas telépatas?
—¿Tope de qué? —Repuso Jake—. Es imposible saberlo. La física cuántica del enlace no es relacionable, en cuanto al número de telépatas, creo que con una basta, una sola es el único detonador necesario.
—Entiendo —repuso Molins.
No fue fácil, pero cuando Jake conectó la tarjeta de la cámara al ordenador, se oyó un enorme suspiro de alivio: traía fotos del exoplaneta que podían demostrar que había contacto. Y, además, contenía instantáneas claras de los «globos», cerebros colgantes de algún sistema de alimentación, que eran todo lo que quedaba de una civilización, y un trozo filmado de una pantalla, con texto y dibujos que resumían la estremecedora historia de los primitivos habitantes del exoplaneta.
El objeto planetario pasó a llamarse Jake-Mon-1, en honor de los dos científicos, y ambos explicaron, en una magna rueda de prensa, la historia de los «jakemones», pues así los denominaron.
—Es una súplica —reveló Jake al mundo—, y hemos decidido intentar ayudarles, siempre y cuando los países estén de acuerdo y el mundo lo vea deseable. Los jakemones no tenían inquietudes extraplanetarias como nosotros, desde siempre; probablemente se trate de un rasgo psíquico y nada más. El caso es que su civilización avanzó hasta posibilitar la vida sin su caparazón exterior, un exoesqueleto, y decidieron vivir conservando todos sus sentidos electrónicamente, de modo que la máquina saciaba su hambre cuando la tenían, satisfacía sus impulsos sexuales a voluntad, virtualmente, claro, aunque la electrónica lo convertía en verdad. Y con todas sus necesidades materiales y espirituales cubiertas sobradamente, se prepararon para vivir eternamente sin contar con la naturaleza. —Jake pasó la palabra a Molins, que continuó.
—El cerebro humano está preparado para vivir mil años o más, pero sufre las consecuencias de los daños y el deterioro del resto de la anatomía, y depende de la sangre que le aporta el oxígeno, sin el cual moriría. Los jakemones, si bien son distintos a nosotros, funcionan de la misma manera; sus cerebros pueden vivir mil o dos mil años si existe un sistema que les aporte gas metano, que es como el oxígeno para nuestro cerebro; pero olvidaron que el líquido en el que flotaban se deterioraba y se comía, muy lentamente, los cables de los cuales colgaban. Los robots que construyeron para garantizar el mantenimiento del sistema tampoco eran eternos y fueron fallando uno tras otro. Dejaron la reproducción de su propia especie preparada y completa, sin explicar a los robots el funcionamiento y el designio de los equipos, y ahora nos piden ayuda. Saben que tardaremos mucho, que la construcción de un sistema de enlace cuántico funcional es casi imposible para algo mayor que una microcámara; y no sabemos si funcionará con cuerpos vivos íntegros. —El neurólogo explicó el fenómeno de la ventana magnética de Tesla, por el cual una mano o parte de la mano se transfiere instantáneamente de un punto a otro sin sufrir el menor daño, pero recalcó que una mano no es lo mismo que un cuerpo con sus pulmones, corazón y sistema circulatorio.
Los casi doscientos reporteros que ocupaban la sala los ametrallaron a preguntas, que Jake y Molins contestaron a medias; no podían explicar ciertas cosas que no hubiera entendido nadie, pero parecía funcionar. Todos los canales de noticias mundiales transmitieron la sesión, y la noticia causó una inmensa impresión en todas partes.
Los dos científicos reconocieron el mérito de todo el equipo colaborador, desde las tempranas telépatas hasta los mecánicos de precisión que construyeron el artificio que hizo posible el viaje de la cámara, y su vuelta.
Finalizada la sesión informativa, Jake convocó un simposio para preparar un viaje a Jake-Mon-1 y ayudar a sus habitantes, aún vivos, a continuar y reproducirse; sabían que era mucho lo que habrían de descubrir de unos seres tan lejanos, tan distintos, tan peculiares, y lo que podían aprender de lo que ellos mismos bautizaron como objetivo a largo plazo: el viaje a la galaxia más lejana.