Un científico de los antiguos tiempos había dicho:

«llegaremos a las estrellas muy pronto». Eso retrasó

los avances, porque en realidad, solo era la patética jactancia

de un ególatra necesitado de encomio.

Los viajes interestelares llegaron a ser realidad gracias a la audacia de Jaketo, «el ingeniero loco», y Molins, el insigne neurólogo e investigador que completó las teorías científicas sobre las funciones de la mente humana, señalando que no dependían únicamente de la bioquímica, del electromagnetismo o de la acción gravitatoria, sino que existía un factor extracorpóreo, igualmente acreditado. Molins había unido las líneas de la telepatía, como fenómeno de vínculo cuántico, y creado un lazo con la telekinesia.

Los experimentos basados en la ventana de radiofrecuencia electromagnética de Tesla expusieron que los fenómenos de tele portación y telepatía eran tan reales como la gravedad, pero se limitaban a ensayos de laboratorio en ínfimas cantidades y distancias muy cortas. ¿Eran acaso extensibles y combinables para abrir las puertas del universo?

Jaketo iba de botellón todos los viernes, y los lunes por la mañana aparecía en su trabajo todavía pirado de pastillas y tequila. Y como no era brillante, sino explosivamente perspicaz e intuitivo, al acabar las carreras de astronomía y física de telecomunicaciones en dos años y sus veranos, l’Escola Universitaria d’Enginyería Técnica de Terrassa en el Vallés lo recomendó para ocupar el puesto de jefe de Viajes Interestelares en el Centro Técnico del Vallés.

Su brillantez atrajo la atención de una gran empresa fabricante de aviones y cohetes espaciales, y sentó sus reales en el laboratorio de pruebas, cerca de Terrassa.

Comprendió que los artefactos disponibles, de combustible sólido o líquido, jamás llegarían a viajar a más de cincuenta mil o cien mil kilómetros por hora y necesitarían muchísimo tiempo y paciencia para llegar a planetas lejanos del sistema solar.

¿Pero para qué andar con saltitos ridículos, si lo mínimo imprescindible era alcanzar la velocidad de la luz? E, incluso, sería necesario doblarla, triplicarla o centuplicarla para llegar a las estrellas, pues de haber algo allá fuera, sería en las galaxias; y si hay un Dios todopoderoso, ¿para qué perder el tiempo con pequeños planetas en galaxias cercanas, cuando Dios, ahora más experimentado después del Big bang (un experimento que se le fue de las manos), podía colocar las civilizaciones donde quisiera?

Jake sabía que soñar con llegar a Andrómeda era como discutir sobre pajaritos preñados: ¡Irrealizable! ¡Dos millones y medio de años luz! Tardarían siglos, y lo que necesitaban era un sistema para ir y volver a Andrómeda en un año o menos.

Los problemas de diseñar un aparato capaz de viajar esas distancias a tal velocidad eran irresolubles uno a uno, y Jake se ponía como ejemplo el más evidente: ¿quién o qué pilotaría una nave a millones de kilómetros por hora? Y, claro, la respuesta era: nadie. El peligro de chocar con un asteroide era cierto, y ni siquiera un sistema de pilotaje automático electrónico podría evitarlo, ya que a la mitad de la velocidad de la luz ninguna nave espacial podría maniobrar tan rápidamente.

Otros problemas: si la velocidad de la luz era el tope, ninguna galaxia lejana estaba al alcance, y solo llegarían a estrellas o, mejor dicho, a sistemas solares relativamente cercanos, como Alfa Kentaurus, pero no más lejos, ¿y quién decía que existieran exoplanetas tan cerca y que alguno estuviera habitado por una especie inteligente? A la vista de semejantes dificultades, empezó a estudiar física cuántica y se bajó de Internet todo Einstein y Plank, los dos únicos cerebros que habían entendido el universo, aunque Hawking había estado también cerca.

La fecha era memorable, el propio Jake lo reconoció en el congreso de viajes intergalácticos después de su vuelta.

Durante la celebración del botellón de la luna nueva del segundo año en la empresa, habían agotado pastillas, y hasta la ginebra —hermana pobre en los círculos del botellón— tiritaba en sus últimos enebros cuando Atengo el Soriano le atizó en la cabeza con el último mágnum vacío de champaña francés. Pero Jake no quedó tendido en el suelo, aunque, por supuesto, le dolía la cabeza. Abrió los ojos desmesuradamente, saltó en pie y gritó como un energúmeno:

—¡Lo veo, lo veo!

Algunos compañeros se acercaron, vieron la sangre que manaba abundantemente de la región del occipucio y comenzaron a restañar la herida. Una chica corrió por los grupitos de jóvenes de la zona y volvió acompañada de un enfermero y un médico; los dos estaban zumbados pero hábiles, y mientras Jake lloraba sin saber por qué, le vendaron la cabeza.

—¿Qué ves? —preguntó un amigo y compañero.

—No diré nada hasta que lo tenga todo escrito en mi cerebro, luego puede que lo pase al ordenador, pero lo veo.

—¿Qué ves? —insistieron.

—No diré nada, pero sí quiero explicaros cosas.

—¡Venga, se hace tarde! —lo apremió una chica del corrillo.

—¿Qué hay del radio telescopio de Arecibo para captar señales extraterrestres? ¿O de la red mundial de ordenadores SETI[1], que hace lo mismo? —continuó Jake.

Ni siquiera los dos compañeros de Jake contestaron; uno era ingeniero aeronáutico, igual que Jake, y el otro, astrónomo.

—Una penosa pérdida de tiempo —continuó Jake—. Supongamos que existe un planeta habitado por una civilización lo suficientemente avanzada como para enviarnos señales radiofónicas, y supongamos que dicho planeta está relativamente cerca, a diez millones de años luz, por decir algo, ¿cuánto tardarían las señales en llegar?

Fran tomó su calculadora científica, que no abandonaba nunca, se puso a teclear, y aseveró:

—En un año la luz recorre 9,4608E+ 12 kilómetros —volvió a teclear, y por poco se atraganta—, entonces 90.460.8E+ 13 sería la distancia en kilómetros de diez años luz. Si lo dividimos por trescientos mil, la velocidad de la luz, nos da diez millones de años luz.

—El hombre no existía hace tanto tiempo, ¿o sí? —dijo Jake—. Además, ¡so tontaina!, si ya te digo que está a diez millones de años luz, ¿para qué tanta calculadora?

—No —acordó Fran respecto a la primera pregunta, y luego enrojeció de vergüenza al comprender que había hecho el ridículo.

—Supongamos, una vez más, que hubiera existido una civilización hace tanto tiempo y que, por una de esas casualidades de la vida, nos hubiera enviado un mensaje hace ese tiempo.

—Es mucho suponer, Jake —comentó Fran.

—Entonces debemos acelerar la velocidad de nuestros medios de comunicación para salvar esa distancia en menos tiempo, ¿no es así, Fran? —dijo Jake sonriente.

—Claro —contestó Ciri—. No es probable que encontremos nada, ni que nos encuentren.

—Esa es la primera parte de lo que quiero decir; lo otro, lo que he visto, me lo guardo.

Jake se levantó y se marchó llevándose su dolor de cabeza en dirección a su casa, un ático en la calle Pelayo que le habían dejado sus padres. El piso abarcaba desde la calle Pelayo a la Plaza de Castilla en la trasera, y era tranquilo. Los tres compañeros entraron agitados por las ganas de poner los dedos en uno de los cinco potentes ordenadores que tenía Jake en su casa. Todos eran fanáticos, que es lo único que se puede ser cuando se es investigador científico.

La vivienda estaba cerca de la antigua Universidad de Barcelona, precisamente la parte que habían rehabilitado para la Facultad de Ciencias Espaciales, y eso era importante. La factoría de componentes de naves espaciales estaba en la comarca del Vallés, pero trabajaban online desde su casa.

Jake empezó por dividir el problema en partes, etapas y fases; diez millones de años era un periodo de tiempo irreal para comunicarse o viajar. Era cierto que los avances médicos habían prolongado la expectativa de vida media hasta los ciento ochenta o doscientos años, pero eso no era nada si uno quería enviarle un mensaje a unos tíos en Sirius, por ejemplo, que estaba más cerca, a unos nueve años luz, que, igualmente, era mucho, y eso, a las velocidades asequibles, significaba veinte años de viaje, contando los periodos de aceleración y deceleración. «Media vida para un astronauta», se lamentó Jake.

Lo de los diez millones de años lo había dicho para asustarlos y que pensaran en darle en los dientes al salvaje de Atengo el Soriano, que era buen chico cuando no bebía. Atengo trabajaba con ellos en un tipo de propulsores electrodinámicos iónicos que alcanzaban grandes velocidades comparados con la propulsión de sólidos o líquidos de los cohetes convencionales, pero aún lejos de la de la luz, ¡no era nada! Necesitaban calcular en pársec, y aún así necesitarían años. ¡Pero él lo había visto!

Envió un correo a la Facultad de Neurología. Le contestó Molins, un profesor experto en la materia, amigo de Merçé, la novia de Fran.

—¿Qué tripa se te ha roto, Jake?

—Quiero que nos veamos, he tenido una idea y es algo que pasa por la neurología, creo.

—¿Me adelantas algo, o te vienes por aquí?

—Voy en mi motoneta volante, la tengo en la azotea; si puedo, me planto ahí en diez minutos; todo depende del control aéreo.

Cerró el ordenador y, sin despedirse, se lanzó al aire. El transporte personal por aire era, precisamente a esas horas, abundante, pero Jake subió como un cohete hasta los mil metros, el máximo permitido, y a esa altura viajaban pocos, la mayoría no rebasaba cotas superiores a los cuatrocientos metros.

—Molins —eructó Jake al entrar en el laboratorio.

—Eres un cerdo, ¿por qué no te tomas unos segundos para precomprimirte y evitar tantos eructos y pedos malolientes que huelo, eh?

—Tonterías, Molins —replicó Jake—, perteneces a la vieja escuela; los pedos y eructos son buenos, y si viajas por obligación tanto como yo, deberías saber que tanta precompresión y descompresión te dejan tronado.

—¿Qué quieres, qué puedo yo, un humilde neurólogo, hacer por ti?

—No sé si puedes, pero lo que hablemos ha de ser estrictamente confidencial.

—Me pica la curiosidad, Jake, ¿tú eres el genio de los viajes espaciales y yo, un simple neurólogo?

—Hablemos primero, después te contrato, si es que quieres ganar el doble o el triple de lo que ganas ahora.

—Soy todo oídos, yo y todo mi humilde yo —suspiró Molins.

—Escucha, Molins.

Jake explicó a Molins, que era un especialista en la transmisión nerviosa de los seres vivos, las dificultades de los viajes espaciales; le expuso las dificultades de pasar de los quinientos mil kilómetros por hora de un viaje lunar, a los casi imposibles trescientos kilómetros por minuto del viaje a Marte, y la misión en camino a Plutón a casi noventa mil kilómetros por segundo.

—Eso no es nada, Molins, para ti es como remendar un nervio de la mano en lugar de trasplantar un cerebro, como hiciste la semana pasada.

—¿En qué estas pensando, Jake? —cuestionó Molins.

—Te haré cuatro preguntas y, según tus respuestas, montaremos un experimento que, si tiene éxito, nos abrirá las puertas del universo.

—Habla, Jake.

—La primera es: ¿tienes pacientes capaces de percepción extrasensorial?

—Sí, algunos.

—¿Estás seguro?, y quiero enfatizar «seguro» al cien por ciento.

—Sí.

—¿Cuánto tardan en comunicarse? Si uno le dice algo al otro, ¿cuánto tiempo toma la noticia?

Molins reflexionó unos instantes y repuso:

—No lo había pensado nunca, pero creo que nada es instantáneo.

—Habría que montar un experimento; la luna no nos sirve, está a poco más de un par de segundos a la velocidad de la luz, pero Marte nos serviría; ahí son 3.1 minutos y sería perceptible —prorrumpió Jake excitado—, pero antes tenemos que verlo aquí, mandar uno de tus pacientes a Nueva Zelanda a ver si es verdad.

—Jake, ¿qué le propones con esto? No veo qué tiene que ver esto en relación con los viajes espaciales.

—Tengo más preguntas; acabemos las preguntas y luego te lo aclaro.

—Adelante —contestó el neurólogo.

—Se trata, sí, de los viajes estelares y, como te aclaré antes, estos son ahora imposibles; al menos, físicamente.

—Y has pensado en la telekinesia, ¿verdad?

—Verdad.

—¡Joder! —exclamó Molins—, y perdón.

—¿Por qué, por la palabrita? Si oyeras lo que decimos en los botellones del Raval, no pedirías perdón; pero no perdamos tiempo, óyeme: me sacudieron las neuronas de un botellazo el otro día; y creo poder descubrir el sistema de comunicación con las civilizaciones extraterrestres, si es que existen. No podemos viajar a las estrellas, quiero decir, de momento, nuestra técnica no llega para construir un artefacto que cubra las distancias en un periodo de tiempo asequible, ¡vamos!, un lapso razonable en vida, no algo dentro de cuatro mil años, ¿entiendes?

—Perfectamente, Jake —repuso Molins—, y sé por dónde vas. Crees que la telepatía puede salvar esos diez o cien años luz, si es que existe vida inteligente a esa distancia.

—Exacto, Molins. Mira: supón que construimos un aparato que alcance millones de kilómetros por hora, nadie podría pilotarlo y chocaría con asteroides antes o después y ¡zas, catástrofe! —apuntó Jake—. Y si superamos la velocidad de la luz, cosa que dudo muchísimo, nuestro problema no sería la probable desintegración, que es lo que andaban diciendo hace un par de siglos de la velocidad del sonido. La pega sería que ni un sistema de pilotaje electrónico serviría, ya que sería más lento que la nave, y si un asteroide interceptara la línea de navegación del aparato, no tendría tiempo de corregir el rumbo para evitar la colisión, ¿lo entiendes también?

—También, perfectamente. Estás hablándome de la percepción extrasensorial en ambos casos, viaje o no viaje.

—Exacto, noi —confirmó Jake—, algo más.

—¿Podemos olvidarnos de los artefactos y los pilotos previdentes? —interrogó Molins.

—Claro, no tendremos artefactos adecuados en los próximos años, décadas y, quizá, siglos.

—Te voy a presentar a Montse; es la mejor chica de extrasensorial que tengo, «habla» con amigas y amigos suyos en Argentina y Nueva Zelanda.

Nada lo había preparado para lo que se presentó ante él: una mujer perfectamente proporcionada, de belleza sublime y ojos hondamente inusuales, mayores de lo habitual, verdes en la parte exterior del iris, que se tornaban azulados hacia dentro, y completamente blancos en la parte que rodeaba la pupila. «Extraños, muy extraños», se dijo, y se enamoró instantáneamente.

La chica se presentó sencillamente con un «hola, soy Montse», y le dio la mano. El calambre que recorrió su cuerpo le pareció de trescientos sesenta voltios y lo dejó atontado; no pudo responder hasta pasados unos eternos segundos, mientras su voz se desenredaba del nudo que se le había formado en la garganta, y entonces dijo con un hilo de voz:

—Yo… soy…

—Jake —interrumpió ella—. Te conoce todo el mundo —continuó sonriente.

Montse se sentó con ellos, y Jake se serenó lo suficiente para contarle acerca de lo que Molins y él mismo habían hablado.

Molins añadió algunas palabras sobre el efecto de las grandes distancias en la telepatía, y aclaró que se trataba de distancias inmensas, y era indispensable experimentar con un viaje a Marte para asegurarse que la transmisión no derivara hacia una catástrofe, si era esa la palabra. Enviar pensamientos cada vez más lejos, o recibirlos de mayores distancias.

Montse advirtió a Molins que su mejor corresponsal vivía en Ushuaia, y la tercera, también una mujer, vivía en Lanzarote, en Canarias.

Molins le pidió que se pusiera en contacto con ellas y les advirtiese lo que acababan de discutir.

—Lo interesante de la telepatía como fenómeno extraespacial y extracorpóreo es la inferencia, discutible, de la cuántica, en un modo bioquímico ingrávido y no electromagnético —declaró Molins.

—¿Está comprobado? —preguntó Jake.

—Sí, es instantáneo.

La propulsión de las naves extraterrestres mejoraba constantemente y conseguían mil y mil quinientos kilómetros por segundo, pero Jake decía, no sin cierta añoranza:

—No es nada, lo mínimo es la velocidad de la luz.

Los preparativos para los experimentos llevaron casi dos años; Marivi, de Lanzarote, viajó a Marte, y Laura, a la Luna, de modo que pudieran triangular y medir el tiempo amortizado entre los dos planetas y el satélite terrestre, calcular la demora entre el fogonazo de un foco de un millón de vatios en Marte, la llegada de un mensaje radiofónico y la recepción de un mensaje telepático. Eran conscientes que la telepatía sufría demora también, y habían calculado que si la luz tardaba 3.1 minutos en llegar desde Marte, el mensaje telepático tardaría 2.9 segundos, y el fogonazo, lógicamente, 3.1 minutos de Marte en su posición orbital del día escogido. No era gran cosa, pero era lo que tenían más a mano.

Montse, Jake y Molins se sentaron alrededor de la mesa con todos los controles a su disposición; el reloj atómico desgranaba las milésimas, las centésimas y las décimas hasta la hora prefijada.

Montse se envaró y pulsó las teclas A y L; tres segundos después observaron la luz del fogonazo en la pantalla gigante, y tardaron algo más de tres minutos en aparecer las palabras AMOR/LOVE/AMORE/AMOUR, de manera que pulsó la A para la palabra AMOR en catalano-español, italiano y francés, y la L para la palabra inglesa LOVE.

Jake saltó de entusiasmo y prometió beberse un mágnum de champaña con Atengo el Soriano; después lo estrangularía.

Jake convocó a una reunión en París a varios científicos especializados en todas las materias. La capital francesa era todavía, a pesar del surgimiento y el poder de ciudades latinoamericanas y asiáticas, una ciudad con charme insuperable, razón por la cual Jake suponía que todos acudirían de mil amores.

Los simposios y congresos son celebraciones casi exclusivamente académicas y profesionales, y si duran más de tres días, es debido a la charanga inevitable de la que disfrutaban la mayoría de los concurrentes; gozaban de la comida, de las invitaciones de las autoridades, de las copas de vinos o champaña, de las juergas nocturnas, del sexo —al que los académicos también tienen derecho—, del intercambio de parejas, descubiertas homosexuales, y toda la diversión que podía caber en una semana; eso sí, los tres días de trabajo eran sagrados.

Los astrónomos habían descubierto cientos de exoplanetas, pero casi todos eran inferidos por su influencia en sus respectivos soles; digamos que se veía su sombra, y no eran útiles para el paso siguiente. Tenían unos doscientos exoplanetas directamente visibles y, por tanto, potencialmente alcanzables. ¿Cuál de ellos estaba habitado por seres inteligentes, si había alguno?

En el congreso de científicos hubo de todo: desde las payasadas habituales leídas desarticuladamente por pomposos profesores de universidades estrafalarias e inútiles, hasta las oscuras disertaciones de nebulosos genios astronómicos que, naturalmente, nadie entendía. Einstein, como Jesucristo en el mercado del templo de Jerusalén, los habría echado a todos a patadas. Pero algunas de las conclusiones a las que se arribó eran válidas, y en una reunión que Jake, Molins y Montse convocaron en un apartado del restaurante La Carte Blanche —llamado así porque no tenía carta, ni siquiera de vinos—, reunieron a unos veinte científicos, que eran todos los que había, quienes elaboraron las conclusiones más acertadas.

Consideraron que la idea de la teleportación originada en la Alemania de entreguerras, con partículas muy cercanas unas de otras, no era una opción válida por el momento, pero el enlace cuántico, basado en el mismo principio, era prometedor: la ventana electromagnética de Tesla lo demostraba ampliamente.

Molins, como neurólogo, era metódico y ordenado y había hecho una lista de las materias imprescindibles cuya resolución era un requisito sine qua non para imitar ese pasito que Neil Armstrong había dado en la Luna hacía casi dos siglos, el más importante para la humanidad entera, para encontrar, si existía, otra civilización en el universo. Dicha lista, a pesar de contener los millones de términos, palabras y fórmulas compilados en la macro reunión, era muy sucinta: ¿era la telepatía un fenómeno paranormal?, ¿era este fenómeno direccional?, ¿aumentaban los telescopios la potencia de la telepatía? Y la gran pregunta: ¿qué debían buscar en los exoplanetas que indicase que estaban habitados por seres inteligentes? ¿Era la telepatía un fenómeno de coherencia cuántica y podía derivarse de ese hecho algo más importante que la ventana electromagnética de Tesla?