La rejilla se abrió y unos ojos de lagarto inspeccionaron el interior y vieron que los prisioneros seguían en el mismo lugar. Los dos demonios guardianes entraron con sus hachas listos para atacar ante cualquier movimiento sospechoso.
—Me llevaré a los prisioneros a la Mazmorra de los Tormentos —dijo la Pequeña Muerte imitando la voz de su padre.
—Los prisioneros son peligrosos, los acompañaremos —dijo uno de los demonios guardianes.
—No es necesario, puedo hacerlo solo.
—Tenemos órdenes de no dejar a los prisioneros en ningún momento.
—¿Me estás diciendo lo que tengo que hacer?
—Lo siento su excelencia, solo queremos protegerlo —dijo el demonio guardián quien se arrodilló tratando de besar los pies de la Muerte.
El demonio alcanzó a ver que la Muerte andaba con extraño calzado blanco.
—No hagas eso —dijo la Pequeña Muerte, quien por poco pierde el equilibrio.
—Extraña la vestimenta que usa su excelencia.
La Pequeña Muerte imitó el gruñido de su padre. Los demonios evitaron mirarlo a los ojos.
—Quédense aquí hasta que regrese.
—Sí su excelencia —dijeron los demonios quienes se colocaron en posición de firmes.
San Pedro y Matías salieron primero y luego la Muerte, quien caminaba de forma extraña y a cada tanto chocaba con la pared.