Capítulo 96

La Muerte encerró a la Pequeña Muerte en una jaula hecha de huesos. Le echó llave a un candado oxidado y se dirigió al fondo de la cueva donde la Muerte tenía cofres y estantes llenos con frascos de distintos tamaños y colores.

Ignacio aprovechó que la Muerte se encontraba fuera de su alcance y gateó hasta quedar al lado de la jaula. Ignacio se movió muy despacio para que los grilletes no hicieran ruido.

—Matías, ¿te encuentras bien? —dijo Ignacio en voz baja.

La Pequeña Muerte se acercó a la puerta de la jaula.

—No soy Matías.

Ignacio quedó paralizado por la impresión.

—Pero… pero tienes su pañoleta.

—Matías me la regaló.

—Escóndete. Me castigarán si me ven con un espíritu humano.

Ignacio no comprendió, pero se escondió al lado de una de las patas de un enorme mesón.

La Muerte regresó llevando en sus brazos dos cofres y una vasija que dejó encima del mesón de trabajo. Con un movimiento de la guadaña encendió el carbón del horno de fusión alquímico. Con el pie accionó el fuelle manual para aumentar la temperatura del horno. Sobre el horno se encontraba un crisol que recibía las distintas mezclas que la Muerte fundía hasta ser vaporizadas por el calor del horno. El vapor era enviado a través de una tubería de cobre que se ensanchaba al final con la forma de una campana, fijándose a la cima de una cúpula hecha de barro. Así los vapores transmutadores inundaban al ente dentro de la cúpula, transformándolo lentamente en un nuevo ser, alterando su origen según los requerimientos de la Muerte.

Ignacio esperó en silencio. Miles de dudas confundían su mente.

«Ese ser conoce a Matías. Si mi hermano le regaló la pañoleta, no debe ser malo. Pero si no es un espíritu ¿Por qué estás encerrado?».

La Muerte abrió el primer cofre y sacó un trozo de roca del tamaño de un puño de color amarillo verdoso que colocó en un mortero y con un pilón de piedra fue machacando la roca hasta transformarla en polvo. Sacó el polvo con una cucharilla y lo echó dentro de un tubo alargado y transparente. Del segundo cofre sacó uno de los tubos que contenía diminutos cristales blancos. La Muerte depositó el contenido de los tubos en un plato de latón que colocó sobre una balanza. En el otro plato, la Muerte colocó unas medidas de pesos. De la vasija sacó una roca dorada que brillaba y palpitaba. Con un cuchillo raspó un poco del contenido sobre el plato, hasta que la aguja de la balanza quedó en el centro. La Muerte guardó la roca dorada dentro de la vasija y el contenido del plato de latón lo echó a un matraz de vidrio con forma de gota, donde mezcló los elementos sólidos. La Muerte se dirigió al fondo de la cueva y llegó con un jarrón de vidrio que contenía un líquido verde parecido a la esencia de los espíritus, pero más oscuro, casi negro. La Muerte sacó una pipeta de vidrio y la introdujo dentro del frasco hasta llenarlo. Cerró el frasco y se dispuso a vaciar el líquido en el matraz, pero no pudo hacerlo.

—No se pueden acelerar los procesos. Si no se cumple con el tiempo necesario de crecimiento, el resultado puede ser desastroso —murmuró la Muerte.