Ignacio yacía dormido en Planta de Procesamiento. Dos sanguijuelas le succionaban la esencia. Ignacio despertó y logró aplastar a una de las sanguijuelas, la otra alcanzó a escapar volando en busca de algún otro espíritu.
Ignacio se sentía mejor, seguramente por los efectos de la hoja que comió. No debía dejar que el miedo lo bloqueara de nuevo, tenía que concentrarse en salir de ese lugar. Se levantó y tocó su espíritu por si encontraba otra sanguijuela. Ignacio escondido pudo observar el lugar con mayor tranquilidad. La Planta de Procesamiento estaba iluminada por antorchas, creando sombras muy pronunciadas. Una pareja de demonios soldados pasó haciendo su ronda por el lugar. Ignacio se escondió detrás de un pilar. Cuando pasó el peligro, Ignacio observó el nuevo entorno. Se hallaba a un costado de la correa transportadora hecha de los restos cocidos de las túnicas de los espíritus que no sobrevivieron en el Primer Infierno. Su mirada siguió las piedras que eran pulverizadas por los enormes martillos accionados con energía espiritual, que luego caían hasta una enorme marmita de contenía un líquido espeso y oscuro. Los espíritus mantenían el fuego de la marmita ardiendo arrojando en carretillas los restos de las piedras que caían de la correa transportadora. Otros cuatro espíritus se encargaban de un enorme fuelle que empujaban hacia abajo concentrando el aire que salía por una boquilla, logrando que el fuego lograra mayor temperatura. Dos espíritus, subidos sobre largas escaleras agitaban la mezcla con palas de madera.
Al oír el sonido de un cuerno, los espíritus bajaron y sacaron las escaleras, dejando la marmita libre para que ocho espíritus ubicados a los costados de esta comenzaran a girar una manivela, volcando el contenido de la marmita en enormes bateas. La superficie de las bateas resplandecía de un color dorado. Dos espíritus arrojaron dentro de cada batea, piedras rojas de diferentes tamaños que eran como rubíes sin pulir, los que atraían el resplandor que burbujeaba en la superficie de las bateas, adhiriéndose a las caras de las piedras rojas. Los espíritus repitieron el proceso hasta que todas las bateas quedaron listas.
Un espíritu sacaba con unas tenazas las piedras rojas que amalgamaban los residuos dorados que brillaban palpitando como un corazón. Una fila de espíritus esperaba su turno sujetando una vasija donde la piedra era guardada y cubierta con una tapa. La larga fila de espíritus caminaba hasta el interior de una cueva donde desaparecían por unos instantes, para luego salir de la cueva sin la vasija.
Unas pocas sanguijuelas infernales volaban alrededor de los espíritus, esperando algún descuido para atacar. Ignacio comenzó a buscar con la mirada el nido de las sanguijuelas, pero no lo encontró. Las sanguijuelas eran pocas, las que desaparecían dentro de la caverna donde entraban los espíritus con las vasijas.
«Si no había ningún nido de sanguijuelas, el nido debería estar en el Primer Infierno. La salida debería estar pasando esa caverna».
El corazón de Ignacio comenzó a palpitar a mil por hora. El miedo se volvió a apoderar de él. Se encontraba solo y nadie le diría que hacer. Si se equivocaba los demonios lo atraparían, si no hacía nada, no podría escapar y quedaría atrapado para siempre.
«No, no debo pensar cosas negativas. Tengo que concentrarme en salir de aquí».
Ignacio recordó de lo que le había dicho San Pedro y comenzó a respirar profundamente varias veces hasta que sintió que su corazón latía más despacio.
«Tengo que controlar el miedo, tengo que controlar el miedo. No tengo miedo, soy valiente, puedo hacerlo. Debo entrar a esa caverna y ver cómo puedo salir de aquí. Tengo que encontrar una vasija».
Ignacio se deslizó por entre las penumbras y se acercó a la luz verdosa fosforescente que emitían las sanguijuelas que terminaban de absorber la esencia de un espíritu.
Ignacio agarró del suelo la vasija que tenía el espíritu. De su interior cayó un pequeño trozo de mineral que brillaba y parecía aumentar y disminuir su brillo. Ignacio lo tomó y se lo guardó dentro de su túnica. Ignacio observó al espíritu por unos momentos. Su cuerpo blanquecino y transparente ya no tenía esencia vital. Ignacio se escondió de los demonios soldados que vigilaban la Planta de Procesamiento y esperó el momento adecuado para entrar en la fila.
«Ahora es el momento. No, mejor espero un poco más, así estoy más seguro».
De nuevo el miedo se apoderó de Ignacio e impedía que tomara una decisión. Sus piernas no le respondían.
«Actúa antes que el miedo te paralice». —Eran la palabras que le había dijo San Pedro y que retumbaban en su cabeza.
«¿Y si me atrapan? No, de nuevo los pensamientos negativos. No debo dejar que me dominen. No me atraparán, lo haré bien, sé que puedo hacerlo».
Ignacio respiró varias veces dándose ánimos, se acomodó la capucha de la túnica y caminó todo lo rápido que le daban los grilletes que tenía en sus tobillos. Uno a uno los espíritus recibieron las piedras que palpitaban, hasta que llegó el turno de Ignacio. Un espíritu abrió las tenazas y dejó caer la piedra dentro de la vasija de Ignacio. Un demonio soldado chasqueaba el látigo para que los espíritus apuraran el paso. Ignacio se dio cuenta que no tenía la tapa de la vasija y el brillo dorado de la piedra comenzó a llamar la atención. Ignacio tapó la vasija con la manga de su túnica y pasó al lado del demonio soldado sin que este le prestara atención. Ignacio continuó caminando hasta que entró al interior de la caverna.
Un espíritu gris engrillado, revisaba y contaba las vasijas que llegaban, anotándolas en una tabla. Al pasar Ignacio, el espíritu gris lo detuvo y le hizo sacar la manga de la vasija. La vasija comenzó a brillar y los ojos del espíritu gris se abrieron asustados.
—¡Una tapa! ¡Busca una tapa! ¡Rápido! —gritó el espíritu gris.
Ignacio miró para todos lados y corrió hasta un rincón donde se encontraban apilados los restos de las vasijas. Escarbó y encontró una tapa que se encontraba en buen estado. Tapó la vasija y el espíritu gris furioso, agarró al niño de la túnica y lo lanzó al suelo.
—Estúpido, no lo vuelvas a hacer. La próxima vez haré que te lancen al barranco. Coloca la vasija en la carreta y lárgate de aquí.
Ignacio asustado se levantó, tomó la vasija y se fijó en la carreta donde un espíritu apilaba las vasijas. Caminó hasta la carreta y le pasó la vasija al espíritu, quien la acomodó junto a las otras.
Ignacio siguió a los espíritus y salió de la caverna. Cuando trató de esconderse, uno de los demonios soldados le dio un latigazo en la espalda. A Ignacio le saltaron las lágrimas de dolor, cayendo de rodillas.
—Levántate o te daré otro latigazo —dijo el demonio soldado con una voz cavernosa.
Ignacio se colocó de pie, tomó la vasija y volvió a la fila donde los demás espíritus esperaban a que la marmita hirviera y se volviera a repetir el proceso. La herida del latigazo le quemaba la espalda, pero no podía hacer nada por el momento, solo le quedaba esperar y aprovechar el momento oportuno para escapar.