Matías gateaba por el túnel siguiendo a la Pequeña Muerte, quien se detuvo unos momentos y empujó una rejilla de metal oxidada. Entraron al interior de lo que parecía ser un tubo de metal por el eco que provocó.
La Pequeña Muerte levantó una trampilla de lata y salió al exterior junto a Matías.
Los niños salieron de lo que parecía ser un toro de bronce que tenía una gruesa capa de cenizas en la parte inferior.
Un espíritu que se quejaba llamó la atención de Matías, quien se acercó hasta uno de los potros de tortura.
—No volveré a hacerlo, se los juro —murmuraba sin energías el espíritu que se encontraba amarrado al potro de tortura. Unas cadenas sujetaban y estiraban sus manos y pies.
Alrededor de la sala de torturas yacía un espíritu colgado de sus manos que era azotado por dos encapuchados vestidos con túnicas negras. Un látigo de doce puntas se incrustaba en la espalda del espíritu que gritaba de dolor.
—¿Por qué trajeron a este? —preguntó uno de los encapuchados.
—No lo sé y no me interesa. Aquí todos son culpables de algo —contestó el otro encapuchado quien seguía dándole de latigazos al espíritu.
El espíritu gritaba a cada latigazo que le golpeaba en su espalda. Los espíritus sentían el dolor igual que los vivos.
Matías siguió a la Pequeña Muerte sin decir palabra. Pasaron por las celdas de los espíritus que esperaban su turno de ser torturados. Matías se detuvo unos momentos y comenzó a mirar dentro de las celdas.
—Ven, tengo algo para ti —dijo un espíritu al interior de la celda.
Matías se acercó y un brazo agarró a Matías y lo apretó contra los barrotes.
—Déjeme ir —dijo Matías tratando de zafarse.
—Tranquilo, no te pasará nada —dijo el espíritu susurrándole al oído.
Con la otra mano el espíritu le tapó la boca a Matías para que no gritara.
—Tranquilo, yo te cuidaré para que no te pase nada —dijo el espíritu tratando de hacerlo pasar por entre medio de los barrotes de la celda.
Matías desesperado trató de liberarse pero no pudo contra la fuerza del espíritu adulto. Repentinamente el espíritu condenado gritó de dolor, soltando a Matías. El espíritu se escondió en el fondo de la celda donde se tomaba la mano inerte que le colgaba del brazo.
—¿Estás bien? —preguntó la Pequeña Muerte.
—Sí —dijo Matías, quien no comprendió que pasó.
—No confíes en los espíritus, los espíritus humanos son malos —dijo la Pequeña Muerte.
San Pedro se acercó a los barrotes de la celda, creyó escuchar la voz de alguien que le resultó familiar.
—Matías —dijo San Pedro.
Matías que pasaba por las celdas, instintivamente se dio vuelta y se acercó a la celda. San Pedro se sacó la capucha para que lo reconociera.
—San Pedro, ¿qué está haciendo aquí?
—Vine a rescatarte.
—Sí, se nota —dijo Matías irónico.
Salaíno abrió los ojos sorprendido. Ya no tenía dudas de quien se trataba.
—Vine con Ignacio.
—Ignacio, ¿dónde está mi hermano?
—Es una larga historia, pero primero debemos salir de aquí.
—¿Cómo?
—Busca las llaves para abrir la celda.
—No confíes en los espíritus, los espíritus son malos —dijo la Pequeña Muerte.
—Él es bueno, es mi amigo y los amigos se ayudan. Él vive en el Cielo y vino a salvarme, tengo que ayudarlo —dijo Matías.
—Matías, ¿quién te acompaña?
—Es un amigo que conocí en el Infierno.
San Pedro quedó sorprendido.
—Vamos, antes que nos descubran. No tengo permiso de estar aquí —dijo la Pequeña Muerte.
—No puedo dejar a San Pedro aquí —dijo Matías.
La Pequeña Muerte dudó unos segundos y luego sacó de su bolso un manojo de llaves oxidadas y comenzó a probar una a una, pero ninguna sirvió, eran muy pequeñas.
—Busca una llave grande. Debe de estar colgada —dijo San Pedro.