La puerta del Salón de las Armas Infernales se abrió y entraron dos demonios guardianes, que tenían cerca de dos metros de altura y caminaban sobre sus patas traseras la que terminaban en poderosas garras. Sus brazos eran larguísimos y delgados. Su piel era verde oscura y en su espalda tenían plegadas unas enormes alas parecidas a los murciélagos.
Los demonios avanzaron alertas por el pasillo. Uno de ellos empezó a oler el aire enrarecido del Infierno.
—Huelo un espíritu humano.
—Comida.
Uno de los demonios, se colocó en cuatro patas y comenzó a avanzar siguiendo el rastro invisible del olor a espíritu humano. El demonio se subió a la mesa y de un salto llegó hasta la ballesta. La olió y pudo reconocer el aroma exquisito de la comida. Miró hacía la oscuridad y dio un enorme salto, cayendo en una repisa llena de escudos rotos. Una nube de polvo impedía ver cualquier cosa. Cuando el polvo se asentó, el demonio levantó la bola de hierro con Matías colgando, quien desesperado trataba de soltarse.
—Comida, je, je, je, je.
El otro demonio se acercó al primero, oliendo a Matías y gruñendo de satisfacción.
—No le hagan daño, es mi mascota —dijo la Pequeña Muerte, quien salió de su escondite.
—Pequeño amo, usted no debería estar aquí, es un lugar no autorizado.
—Entréguenme a mi mascota.
—No podemos, es un espíritu no autorizado que tendrá que volver al Infierno de los humanos —dijo el primer demonio.
—No se preocupe pequeño amo, nos encargaremos de entregarlo al lugar que pertenece, je, je, je, je.
—Es mío, no se lo pueden llevar.
—Pequeño amo usted no puede andar solo por estos lados, es peligroso, tendré que llevarlo de vuelta a su habitación —dijo el segundo demonio, quien agarró a la Pequeña Muerte por atrás, levantándolo del suelo.
—¡Si te demoras, comerás las sobras! —le gritó el primer demonio, quien le corría la baba oliendo a Matías.
La Pequeña Muerte trató de zafarse, pero la enorme garra del demonio, era muy poderosa. La Pequeña Muerte logró meter su mano en el bolso de cuero y sacó tres canicas negras que arrojó. En cuestión de segundos el suelo se derritió. El demonio se hundió hasta la cintura. La Pequeña Muerte logró zafarse y saltó hasta el piso sólido. La Pequeña Muerte sacó otras tres canicas negras y la lanzó sobre el otro demonio, quien esquivó el ataque saltando arriba de la mesa hecha de tablones. El demonio desplegó sus alas y voló con Matías a quien tenía agarrado de la bola de hierro.
—¡Sácame de aquí!
El demonio, sin soltar a Matías agarró a su compañero y trató de sacarlo, pero el piso volvió a su estado sólido y el demonio comenzó a endurecerse. El segundo demonio trató de liberarse, pero comenzó a convertirse en piedra.
La Pequeña Muerte corrió y lanzó una canica negra que le explotó en el brazo al demonio que tenía a Matías. El brazo cayó derretido al suelo mientras el demonio se terminó de convertir en piedra.
—No tenemos mucho tiempo —dijo la Pequeña Muerte quien trataba de abrir los dedos del demonio para liberar a Matías.
—Vámonos de aquí —dijo la Pequeña Muerte.
—¿Volverán a su estado normal? —preguntó Matías mirando por unos instantes a los demonios.
—No.
—Cuándo los descubran, ¿te van a castigar?
La Pequeña Muerte pensó unos momentos y luego sacó varias redes de un rincón.
—Ayúdame a cubrirlos.
—No puedo ayudarte, tengo que cargar la bola.
La Pequeña Muerte se detuvo, sacó el manojo de llaves del bolso y abrió el grillete que tenía Matías en el tobillo, dejándolo libre.
—No soy tu mascota, soy tu amigo —dijo Matías—. Los amigos se cuidan y se ayudan.
Matías ayudó a cubrir a los demonios con las redes para que a primera vista no los descubrieran.
Cuando terminaron, la Pequeña Muerte se dirigió hacia el túnel. Antes de entrar, miró a Matías y estiró la mano.
—Somos amigos.
Matías le dio un apretón de manos a la Pequeña Muerte y luego desaparecieron al interior del túnel.