Capítulo 73

Matías siguió a la Pequeña Muerte, por varios túneles que cruzaron gateando. Al llegar al final del túnel, la Pequeña Muerte deslizó un enorme escudo oblongo a un costado, por donde salieron al Salón de las Armas Infernales.

La Pequeña Muerte se dirigió al fondo del salón. Matías salió cargando la bola de hierro y quedó impresionado por la cantidad de armas que había en el salón.

Decenas de armaduras desarmadas pertenecientes a los demonios, yacían arrumbadas en los rincones. Cientos de lanzas desordenadas cubiertas de polvo se hallaban en el suelo. Escudos rotos, cascos apilados en repisas, hachas, espadas, garrotes, redes colgadas. Todo el lugar era caótico, sin orden alguno. Un festín para los ojos de Matías, quien caminaba entre medio de todas esas maravillas. Matías tropezó con un casco que recogió y se puso. Un estremecimiento recorrió su espíritu, no sabía lo que era, pero se quitó el casco y lo dejó donde lo encontró. Matías se acordó que no se hallaba en un parque de atracciones con un guía que les indicase el camino. Matías estaba en el Infierno y todas las armas que había en ese lugar fueron usadas por demonios, por lo que parte de la esencia infernal había quedado impregnada en las armas y objetos del salón.

Matías siguió caminando por el pasillo, hasta que llegó donde se encontraba la Pequeña Muerte, quien sacaba varios baúles y cofres apilados unos sobre otros. Uno de los baúles cayó y se abrió, desparramando cientos de canicas negras.

—No te acerques —dijo la Pequeña Muerte.

La Pequeña Muerte comprobó que no se había reventado ninguna canica. Las recogió y las fue depositando en el baúl que dejó a un costado. La Pequeña Muerte sacó un puñado de canicas y las echó dentro de la bolsa de cuero que colgaba de su hombro.

—¿Para qué sirven esas canicas negras?

—Con esto hago los túneles.

Matías no comprendió a que se refería, pero siguió ayudando a la Pequeña Muerte a mover los baúles y cofres. Matías por más que trataba de ayudar, no era capaz de mover siquiera un poco un baúl. La Pequeña Muerte en cambio, levantaba y movía los baúles y cofres como si fueran cajas de zapatos. La Pequeña Muerte separó un baúl cerrado, sacó un manojo de llaves antiguas y oxidadas de su bolsa de cuero y empezó a probar con cada una de las llaves hasta dar con la correcta.

La Pequeña Muerte abrió el baúl. En su interior encontró recipientes transparentes, herramientas extrañas y varios pergaminos ordenados que contenían signos extraños en cada uno. No les prestó atención y siguió hurgando, hasta que un estuche negro atrajo su atención. Lo abrió y dentro había tres ampollas de vidrio transparentes que contenían polvo de distintos colores en su interior. Uno de los signos de la ampolla coincidía con el pergamino que se encontraba a la vista. La Pequeña Muerte sacó las ampollas del estuche y las guardó en su bolsa de cuero.

—¿Para qué sirven esas cosas?

—No lo sé todavía.

—¿Para qué te las llevas, si no sabes para que sirven?

—En mi habitación hago pruebas.

—Tienes que leer las instrucciones primero.

—La Pequeña Muerte miró a Matías y luego sacó uno de los pergaminos de cuero curtido y lo extendió para saber su contenido. En la parte superior central tenía grabado un círculo, atravesado por una línea horizontal.

—Las palabras estaban escritas en un lenguaje extraño.

—¿Entiendes lo que dice?

—No.

La Pequeña Muerte siguió examinando los pergaminos muy entusiasmado. Matías no estaba interesado, así que agarró la bola de hierro que le colgaba del tobillo y se dirigió hacia unos tablones de madera gastados que se usaban como mesas.

Matías dejó la bola de hierro en el suelo y tomó una ballesta, que tenía una flecha cargada. Matías apuntaba a las armaduras y con la boca imitaba el sonido de la flecha lanzada a toda velocidad. Matías tomó confianza con la ballesta, apuntó a una armadura y apretó el gatillo, pero no pasó nada. El gatillo estaba trabado. Matías insistió hasta que el gatillo se destrabó y la flecha salió disparada, atravesando el casco de una armadura demoníaca. La armadura cayó pasando a llevar un montón de lanzas apiladas produciendo un estruendoso ruido de las lanzas que caían y trataban de acomodarse en el suelo.

La Pequeña Muerte miró a Matías, enrolló los pergaminos y los metió en su bolsa de cuero. Cerró el baúl, colocándole el candado.

La Pequeña Muerte caminó hasta Matías a quien le indicó que se escondieran. Matías agarró la bola de hierro que le aprisionaba el tobillo y lo siguió.