Capítulo 65

El ángel celador escoltó a San Pedro y a Ignacio hasta la puerta trasera de una enorme cúpula de hierro rodeada de remaches. Parte del óxido de la cúpula había traspasado el metal, dejando entrever su interior. La cúpula se hallaba descubierta en su parte superior, para que los espíritus condenados cayeran dentro, quedando protegidos del exterior del Abismo. El ruido al interior de la cúpula era ensordecedor. Decenas de espíritus caían al centro de la cúpula, amontonándose unos sobre otros. Dos ángeles celadores volaban por el interior de la cúpula y con largos tridentes picaneaban a los espíritus condenados para que se formaran, pero estos no comprendían nada. Aturdidos por la caída del Abismo, obedecían, avanzando y arrastrando sus cadenas. A la señal de un ángel, San Pedro e Ignacio se ubicaron entre medio de los demás espíritus.

—Tengo miedo —dijo Ignacio.

—Yo también hijo, pero he aprendido a controlarlo. Cuando el miedo te domina te paraliza, pero cuando aprendes a controlar el miedo, te servirá para sobrevivir.

—No entiendo.

—Cuando te pase entenderás.

«¡Avancen rápido! ¡No se separen!» —se escuchaba por el altavoz de la Torre de Vigilancia Angélica.

Los espíritus condenados salieron en fila india al exterior de la cúpula. La caverna del Abismo era gigantesca: llena de estalactitas de las cuales goteaba un líquido verde y espeso que al contacto con el suelo, formaba una nube eterna que ocultaba gran parte del Abismo.

El Abismo se hallaba separado por un río de lava, que iluminaba el ambiente con tonos rojizos y anaranjados. El calor era insoportable, aún para los ángeles celadores, que trabajaban con el torso descubierto. Su piel era de bronce, con multitud de cicatrices y tatuajes en sus brazos que indicaban sus victorias pasadas.

«Atención, atención, espíritu condenado tratando de escapar». «Se dirige hacia el lado este del Abismo» —se escuchó por el altavoz.

Un ángel celador se lanzó en picada y alcanzó a salvar al espíritu de la Entidad que quería absorberlo. El ángel atravesó al espíritu con su tridente y lo llevó de vuelta a la fila. Luego colocó un pie sobre el espíritu y sacó su tridente con fuerza. El espíritu gritó de dolor.

«¡No traten de escapar!». «¡Los Ángeles celadores están autorizados a usar la fuerza!».

Los espíritus llegaron hasta el final del Abismo, donde un puente unía el Abismo con la entrada al Primer Infierno.

«Crucen el puente de a uno». «No se detengan».

—Tengo miedo —dijo Ignacio.

—Yo también, pero ya no podemos arrepentirnos. Piensa en tu hermano.

Un ángel picaneaba con su tridente a los espíritus para que avanzaran. El puente estaba hecho de huesos de animales prehistóricos, unido a largas cadenas sacadas de los mismos grilletes que usaban los espíritus condenados. El puente se balanceaba y había que mirar donde colocar cada pie, pues los huesos se hallaban muy separados unos de otros, por lo que avanzar encadenado sin caerse resultaba muy difícil.

Ignacio no pudo evitar mirar el río de lava que pasaba bajo sus pies. Burbujas de lava explotaban haciendo saltar pequeñas gotas de roca fundida que hacían agujeros en las túnicas de los espíritus. El calor era sofocante, y la neblina eterna no dejaba ver mucho.

—No puedo seguir, quiero devolverme. Déjenme pasar —dijo uno de los espíritus condenados.

El espíritu trató de devolverse, pero los demás espíritus no lo dejaron y lo empujaron hacia adelante. El espíritu resbaló y quedó colgando, afirmado en uno de los huesos del puente. Los demás espíritus siguieron avanzando pisándole los dedos. El espíritu a punto de caer, se agarró de las cadenas de otro espíritu, haciéndolos caer a los dos, al río de lava.

Entremedio de las estalactitas colgaban cientos de demonios carroñeros, que se despertaron por los gritos de los espíritus. Tres demonios se lanzaron en picada y uno de ellos alcanzó a agarrar a uno de los espíritus. El otro espíritu no tuvo tanta suerte y cayó dentro del río de lava. Se deshizo en segundos, quedando convertido en una mancha verde sobre la superficie del río.

Los otros dos demonios se peleaban por quitarle el espíritu al otro demonio carroñero.

Un ángel veloz como el rayo, voló y atravesó con el tridente al espíritu para evitar que se lo llevaran los demonios carroñeros. Cientos de demonios carroñeros se abalanzaron sobre los espíritus del puente y los cinco ángeles restantes repelieron los ataques, usando sus tridentes para proteger a los espíritus.

Una poderosa luz le impactó de lleno al demonio carroñero que tenía agarrado al espíritu. El cuerpo del demonio comenzó a quemarse y a burbujear. Dio un aullido de dolor y escapó entre las sombras. El ángel llevó al espíritu al final del puente y con el pie, sacó el tridente de su espalda con fuerza.

Los demás ángeles celadores repelieron el ataque gracias a la oportuna ayuda de Asael, quien desde el Faro, descargaba ráfagas de luz divina, quemando a los demonios carroñeros, que se escondían entre las sombras.

«Sigan avanzando, no se detengan».

Uno a uno, los espíritus condenados llegaron a la otra orilla del puente. Dos ángeles se encargaron de ordenarlos y dejarlos en la entrada del Primer Infierno.

Una vez comprobado que todos los espíritus cruzaron, levantaron vuelo y se devolvieron volando al Abismo.

Los demonios carroñeros se lanzaron a atacar nuevamente, pero el rayo del Faro iluminó toda la entrada del Infierno cegándolos.

La luz divina del Faro se hizo más angosta y más poderosa y golpeó de lleno en el aldabón metálico que tenía la forma de una cabeza de demonio que se encontraba incrustado en las puertas del Infierno. Los ojos del aldabón se iluminaron y de su boca metálica se escuchó un sonido gutural metálico muy profundo que retumbó por todo el Abismo.

Por los desagües que hallaban a un costado del Abismo, comenzaron a caer desechos espirituales al río de lava. Cientos de demonios carroñeros se abalanzaron hasta los desagües para conseguir algo que comer. Los desechos se fundieron al contacto con la lava, produciendo una espesa nube verdosa con un olor repugnante.

Del interior del Infierno se escucharon enormes engranajes que comenzaron a moverse. La enorme puerta comenzó a crujir y a chirriar, elevándose lentamente. Los demonios carroñeros dejaron de comer los desechos espirituales y huyeron despavoridos, escondiéndose entre las estalactitas del Abismo.

Ignacio asustado, se apegó a San Pedro, quien lo calmaba tocándole la espalda.