Una sólida puerta de hierro, dejó a San Pedro y a Ignacio aislados del Abismo. La celda no tenía barrotes para evitar que entrasen restos de espíritus al interior. La espera se hizo eterna.
—¿Hace mucho tiempo que viene a buscar espíritus al Abismo?
—Desde que el arcángel Azrael me eligió como su ayudante. Sí… pensándolo bien… hace mucho tiempo que hago esto.
—Cuando el Arcángel Azrael estaba a cargo del Consejo, las cosas eran distintas en el Cielo, y nadie cuestionaba sus decisiones. Él creía que hasta el espíritu más maligno y ruin, tenía derecho a una segunda oportunidad. Por esa razón Azrael se preocupó de ir al Infierno y traer a los espíritus que ya hubiesen cumplido con su condena.
La mayoría de los espíritus condenados que traíamos, estaban muy débiles. Por eso, los envolvíamos en hojas del árbol de la vida y los llevábamos al Purgatorio para que se recuperaran. Algunos espíritus no lograban sobrevivir y su alma extinguía para siempre. Solo los espíritus más fuertes lograban resistir.
—Cuando los espíritus cumplían su condena en el Infierno, ¿ya podían ir al Cielo? —preguntó Ignacio.
—No, porque aún quedaba maldad en sus espíritus. Cada espíritu meditaba sobre los defectos que necesitaba eliminar. Esos defectos eran anotados en sus carpetas de vida y los espíritus eran enviados a la Tierra como nuevas reencarnaciones. El problema es que la memoria de los espíritus es borrada en las Unidades de Reencarnación. Por esa razón, ningún espíritu arrepentido que reencarna en la Tierra, sabe porque tiene que sufrir tanto. Muchos no son capaces de soportar tanto sufrimiento y terminan autodestruyéndose con eso que ustedes llaman droga.
—Si pudieran recordar su reencarnación anterior, ¿sería ser más fácil que fueran mejores personas? —preguntó Ignacio.
—Solo a los espíritus más evolucionados se les permite conservar su memoria al reencarnar en la Tierra. Debes conocerlos, en la Tierra les llaman genios. Aprenden más rápido que un humano normal, pues tienen el conocimiento de muchas vidas pasadas, pero sufren más porque sus espíritus son más sensibles.
—Algunos espíritus arrepentidos, ¿han llegado al Cielo?
—Sí, pero muy pocos. Los que lo logran, me reconocen y me lo agradecen. Esa es mi mayor recompensa y me da ánimos para seguir con esta labor.
—¿El arcángel Azrael se fue?
—Sí, de un día para otro se fue y hasta el día de hoy, nadie sabe nada de él. Yo seguí sus instrucciones y cada cien años bajo al Abismo a buscar a los espíritus que cumplieron su condena. Pero ahora es muy distinto.
—¿Por qué? —preguntó Ignacio.
—Porque el Consejo es partidario de la condena eterna, y piensan que es una pérdida de tiempo rescatar a los espíritus. Las estadísticas indican que menos del diez por ciento de los espíritus condenados, reencarna y llega al Cielo. Pero si solo uno de cada mil de esos espíritus llegara al Cielo, me sentiría pagado por todo el esfuerzo —dijo San Pedro—. Eso no es todo. Desde que Azrael no está, hemos tenido problemas con el Infierno. Al principio los nombres de los espíritus condenados que me entregaban, no correspondían a sus discos de identidad. Tuvimos un conflicto diplomático severo. Incluso el Infierno quiso desconocer el Tratado. Para evitar un problema mayor tuvimos que ceder, pero el Infierno se aprovechó de la situación. En el último tiempo, cuando he ido a buscar a los espíritus condenados, sus discos de identidad corresponden con la lista que llevo, pero me entregan espíritus casi sin esencia y por más esfuerzos que hago, no he logrado que se recuperen en el Purgatorio.
—¿No se ha salvado ningún espíritu?
—Lamentablemente no.
—El lado bueno de todo esto, es que podré saber que está pasando al interior del Primer Infierno.
Una llave entró en el cerrojo de la celda. San Pedro e Ignacio se levantaron.
—Ignacio, eres muy valiente. No dejes que las cosas pasen, toma decisiones, haz lo que creas correcto.
¿Y si me equivoco?
—Ya tendrás tiempo de arrepentirte —dijo San Pedro, abrazando a Ignacio.
La puerta de hierro de la celda se abrió y un golpe de calor atravesó sus espíritus.
—Los espíritus condenados están por llegar —dijo el ángel celador.
San Pedro respiró profunda y lentamente varias veces y cubrió su rostro con el traje, luego se acomodó la túnica que usaban los condenados al Infierno y finalmente se colocó el disco de identificación falso en el cuello. Ignacio hizo lo mismo y luego avanzaron arrastrando sus cadenas.