Agustín llegó hasta las barras de contención de la carretera, las que fueron sacadas de raíz por el coche. Agustín le hizo señas a los pocos vehículos que pasaban, pero ninguno se detuvo.
La espera se tornó tediosa. Agustín miró la hora, pero su reloj ya no funcionaba.
«Piensa Agustín, piensa. Primero, que a Emilia y a los niños se los lleven al hospital, mientras yo espero el camión grúa. No quiero que me roben el radio digital con los parlantes. Ojalá me devuelvan el pago de la cabaña que arrendé».
Agustín vio a lo lejos un coche policial y le hizo señas. El coche se detuvo a unos metros de Agustín, e hizo sonar la baliza. Dos policías se bajaron y Agustín se acercó a ellos.
—Qué alegría verlos. Ningún coche se dignó a detenerse y no sé cuánto tiempo estuve esperando.
Los policías bajaron con Agustín hasta el lugar del accidente. El primer policía sacó del cinturón el radio y ajustó uno de los canales.
—Atento uno, ocho, tres.
—Atento uno, ocho, tres, ¿me copia?
—No tengo señal. Llama a la estación y diles que necesitamos una ambulancia y un vehículo de rescate urgente.
—Comprendido.
El segundo policía se dirigió a medio trote hasta la patrulla.
El primer policía, sacó una libreta e inspeccionó el coche estrellado.
—No se olvide de pedir la grúa, así se llevan el coche antes del anochecer. No quiero que me roben algo valioso, je, je —dijo Agustín tratando de ser simpático.
El policía siguió anotando en su libreta garabatos que solo él entendía.
A ver que el policía no le prestó atención, Agustín prefirió reunirse con Emilia y los niños a esperar a que los rescatasen.