Mi trabajo está bien. ¿Sabéis lo que es un trabajo que «está bien», no? Es un trabajo que odias solamente a ratos, no siempre. Doblo camisas en la tienda Mr. Leon’s Fine Men’s Clothing en la calle Eastern. En realidad, lo de doblar las camisas es para mantenerme ocupado. Se supone que soy vendedor, pero los clientes son bastante escasos. ¿Quién querría ir a Mr. Leon’s cuando puede ir al centro comercial? El verano pasado, teníamos cuatro sucursales en el área metropolitana, pero ahora solo quedan dos. Es solo cuestión de tiempo antes de que Mr. Leon’s se seque por completo y desaparezca. Muerto y enterrado. Como el sitio de tacos indios que estaba al lado.
Pero la falta de clientes no es lo que odio del trabajo. De hecho, me pongo tenso cuando escucho sonar la campana de la puerta. Sí, todavía tenemos una de esas campanas sobre la puerta. Mr. Leon’s recibe dos tipos de clientes; viejecitos que quieren cosas que pasaron de moda hace diez años y jóvenes vendedores de veintiún o veintidós años. Es curioso, pero los jóvenes son quienes me perturban más.
Una vez vi un documental sobre una tribu primitiva en la selva tropical de América del Sur y eran bastante geniales. No vestían nada más que unos pequeños pedazos de tela que les tapaban sus vergüenzas, incluidas las mujeres, y caminaban por la selva, libres y salvajes, tejiendo canastos, disparándoles a los tucanes con cerbatanas y toda clase de cosas increíbles. Entonces, empezó a llegar la civilización y en un abrir y cerrar de ojos, estaban usando camisetas raídas y camisas de cuello ancho de poliéster y lucían como indigentes. Era como para romperte el corazón.
Bueno, eso es lo que me recuerdan estos jóvenes que llegan a la tienda. Ya sabéis, hace apenas un par de tics del reloj eran adolescentes, libres y salvajes, haciendo trucos con la bici, deslizándose por las aceras en el monopatín, lanzándose desde acantilados rocosos al lago Tenkiller. Ahora llegan a Mr. Leon’s vestidos con sus trajes de vendedor, pero sus cuerpos todavía no alcanzan a llenarlos como para que les queden bien: los dobladillos de los pantalones se les arrugan encima de los zapatones y los cuellos de las camisas se les apartan varios centímetros de la nuca. Se ponen gomina en el pelo y tienen varios granos congregados alrededor de sus narices y bocas debido al estrés de trabajar en sus primeros trabajos reales y de tener que pagar sus propias facturas.
¿Y sabéis qué? Es mucho más desgarrador que los tipos del bosque tropical, porque sé que este es el mundo que me aguarda a mí también. Porque yo ya tengo que ponerme los pantalones de vestir, las camisas tiesas y las corbatas solamente para trabajar en Mr. Leon’s.
El mundo real se acerca, avanzando hacia mí como una excavadora implacable en el bosque tropical. Pero sé vender. Si quisiera, podría convencer a nueve de cada diez de estos jóvenes de que se compraran un traje de poliéster setentero color pastel. Les diría que están poniéndose de moda nuevamente. Parecerás Burt Reynolds. Lo único que te faltaría sería el bigote.
Pero no es lo que quiero hacer. No quiero pasar mis días convenciendo a la gente de que compre cosas que no necesita. Tal vez si pudiera encontrar alguien en quien creer, algún nuevo producto radical que salvara la capa de ozono o algo así, entonces sería un magnífico vendedor.
Pero Mr. Leon’s es lo que tengo por el momento. Mi padrastro, Geech, me consiguió el trabajo. Yo quería trabajar en un manicomio, pero esos trabajos no son fáciles de conseguir y Geech estaba tan orgulloso de tener conexiones en el mundo de los negocios que no escuchaba nada de lo que yo decía. «Empecé en el mundo de las ventas cuando tenía catorce», presume. «Y era dueño de mi propia tienda de artículos de fontanería antes de los treinta y cinco».
Artículos de fontanería. Qué importante.
En fin, doblar camisas me da suficiente dinero para pagar las letras de mi coche y de paso quedarme con fondos más que suficientes para las fiestas. Además, el trabajo no está tan mal. Simplemente hay que verle el lado positivo, como siempre digo.
Por ejemplo, mi gerente, Bob Lewis, es un gran tipo. En serio, me encanta este tío. Tiene sueños. Siempre está hablando sobre cómo se va a hacer rico. Dependiendo del día, está pensando en cómo iniciar sus propios seminarios de motivación para bebés, o escribiendo un guión sobre dinosaurios espaciales o inventando una dieta donde hay que comer helado de nuez y filetes de pescado.
Tiene toda clase de ideas sobre restaurantes temáticos que giran en torno a las comidas típicas de cada estado: Alaskan Al’s, Wisconsin Willie’s, Idaho Ida’s. Supongo que el de Idaho serviría solamente patatas. Mi favorito, sin embargo, es el restaurante con minigolf. Habría un plato distinto para degustar en cada hoyo y el precio dependería de la puntuación obtenida. Puedo imaginarme a los comensales bastante satisfechos después de terminar los dieciocho hoyos.
Nunca me cansan sus historias. Le pico para que me las cuente. Pero sé que nunca hará ninguna de ellas. ¿Sabéis por qué? Porque no le importa hacerse rico. Simplemente le gusta soñar. Lo que realmente le importa es su familia, su mujercita regordeta y sus dos hijitos regordetes. Es ahí donde está su compromiso. Es ahí donde se va toda su energía.
Su mujer no es lo que llamaríamos oficialmente atractiva, pero es guapa. Es increíble cuando llega a la tienda, su rostro se ilumina, el de él se ilumina y estoy seguro de que el mío se ilumina también solamente de verlos a los dos. Lo mismo con sus hijos, Kelsey y Jake. Tienen cinco y siete años y me encanta ver cómo los levanta su padre en el aire y los lanza por todas partes. Llama a Kelsey «Bombón» y a Jake «Botón». Cada vez que se van de la tienda, le digo: «Bob, ¿por qué no me adoptas?».
Pero bueno, como Bob es el mejor marido y hombre de familia del mundo, me imagino que tal vez tendrá algún buen consejo que darme sobre todo este fiasco con Cassidy. La tarde está a punto de terminarse y no ha entrado ni un solo cliente por la puerta en dos horas, así que estamos tomándonos nuestro refresco de maquina y charlando. Bob trae su habitual camisa azul almidonada que a esta hora del día ya tiene unas grandes marcas de sudor. Parece ser de esos tíos que tuvieron una complexión bastante atlética en el pasado, antes de empezar a ponerse ciego con el pollo empanado de su mujer.
Por supuesto, mi lata de 7UP está mejorada con un chorrito de whisky, pero Bob no lo sabe. Antes no le importaba si alteraba mis bebidas de vez en cuando, siempre que no fuera temprano. Pero supongo que algún cliente mayor lo olió en mi aliento y se quejó. Ahora tengo que hacerlo a escondidas para evitar poner a Bob en una posición incómoda.
—Supongo que ya no puedo hacer mucho a estas alturas —le digo sobre la situación con Cassidy—. Ya se ha decidido, c’est la vie.
—No te des por vencido tan rápido —me dice.
—¿Por qué no? Hay otras tías ahí fuera. Ya le he medio echado el ojo a Whitney Stowe. Tiene el pelo castaño claro, ojos azules, largas piernas de porcelana. Es un poco fría, diva del departamento de teatro, pero eso significa que nadie se atreve a pedirle salir, todos están intimidados. Pero yo no. Me moveré en esa dirección sin mirar atrás.
Bob sacude la cabeza.
—Eso dices, pero te apuesto cien dólares a que no es como te sientes. Acéptalo. Quieres volver con Cassidy. Ella es especial. Para ser sincero, pensé que ella sería la que te sacaría del punto muerto.
—¿De qué hablas? No estoy en punto muerto. Voy en quinta.
—Sí, claro. ¿Has intentado acaso hablar con ella?
—Claro, se lo expliqué todo. A ver, no contestó el teléfono ni nada, pero le dejé un mensaje largo esa misma noche, completamente detallado, y además le mandé un correo electrónico. No me ha respondido nada. Cero. Un gran huevo de ornitorrinco. Vamos, en el instituto pasa a mi lado como si fuera el hombre invisible.
—¿La has seguido?
—No, no soy un perrito.
—¿Te disculpaste?
—En realidad no. Le expliqué que le estaba haciendo un favor a Ricky, que ha funcionado espléndidamente, dicho sea de paso, porque va a salir con Bethany el viernes. Desde mi punto de vista, no tengo realmente ningún motivo para disculparme. Solo fue un malentendido.
Bob agita la mano.
—No importa. Una disculpa nunca sobra. No me importa si ella fue la que hizo algo que a ti no te gustara, de todas maneras, discúlpate. Es el sacrificio. Eso muestra que la quieres.
—Sí —le respondo—, pero entonces me va a llevar con una correa alrededor del cuello.
—Tienes que dejar de pensar así. No te preocupes sobre quién tiene el poder en la relación todo el tiempo. Si tú la haces feliz, ese es el mayor poder que puedes tener.
—Mmm —le digo—. Nunca lo había pensado así.
Bob tiene varias opiniones dignas de consideración. No sé cuán efectivo puede llegar a ser motivando bebés, pero sería excelente como escritor de una columna de consejos para adolescentes enamorados.
—Mi consejo —dice—, es que vayas a verla esta tarde. No la llames ni le mandes un mensaje de texto. No le escribas un correo. Solamente ve a verla. ¿Cuál es su flor favorita?
—No sé.
Sacude la cabeza como haciéndome «tsss».
—Llévale unas rosas, entonces. Dile que te equivocaste. Pero no te lances a prometerle que no lo vas a volver a hacer. En vez de eso, dile que has estado pensando en cómo se debió haber sentido cuando te vio abrazando a esa otra chica. De esa manera, harás que empiece a hablar de sus sentimientos. Y entonces, tienes que escuchar en serio. Déjale claro que sus sentimientos son importantes para ti. Eso es lo único que quería de ti para empezar.
—Mierda, Bob —le digo—. Eso es bueno. Eso es realmente bueno. Deberías salir en Oprah. No es broma.
—He pensado escribir un libro sobre esto —me dice—. Antes tal vez tendría que doctorarme en relaciones humanas.