Bricktown es la zona de marcha de Oklahoma City. Tiene ese nombre porque todos los edificios son de ladrillo e incluso sus calles son de ladrillo. Antes era un distrito de bodegas o algo así. Ahora hay bares, restaurantes, salas de conciertos y escenarios, cafeterías, unos cines y un estadio de béisbol. También se puede navegar por el canal que corre entre dos largas hileras de edificios, como un río al fondo de un cañón. No es muy emocionante, pero a las tías les parece romántico. Lo único que debo hacer es encontrar una manera de lograr que Ricky y Bethany se suban a un bote juntos mientras me llevo a Tara a otra parte.
Me aseguro de que las chicas tengan un suministro constante de cerveza mientras conducimos hacia allí y luego recorremos las calles por los bares y restaurantes. Al principio, Ricky está un poco callado. Es una de esas personas que de entrada pueden parecer tímidas, pero cuando lo conoces es tronchante. Se le dan de miedo las imitaciones: estrellas de cine, profesores, otros tíos del instituto. Cuando logro que empiece a hacer una, las chicas se quedan embobadas. Hace una de Denver Quigley que le sale idéntica y Bethany se ríe tanto que parece que se le va a caer la cara.
—Oye, vamos a los botes —les digo como si se me acabara de ocurrir. No lo tengo que decir dos veces. Las chicas se emocionan con la idea.
Después de encontrar un sitio para aparcar, como a un millón de kilómetros del canal, caminamos hacia allí, haciéndole bromas a la gente y en general riéndonos todo el tiempo. Cuando llegamos al sitio donde salen los botes, le digo a Ricky que compre dos tickets, uno para él y otro para Bethany, pero cuando me acerco a la ventanilla, empiezo:
—Esperadme un minuto. Me he dejado la cartera en el coche.
El idiota de Ricky ofrece prestarme dinero, pero le digo:
—No, no tío. Adelantaos vosotros dos. No me gusta la idea de que mi cartera esté solita en el coche en un aparcamiento oscuro. Nos vemos aquí en treinta minutos.
Me lanza una miradita suspicaz, pero ya es demasiado tarde. La lancha está a punto de salir. Bethany quiere que Tara los acompañe, pero yo la agarro por el brazo y le digo:
—Ah, no. No voy a ir hasta allí yo solo.
Les deseamos un buen viaje cuando zarpa el bote y hacen buena pareja, aunque ella es unos ocho centímetros más alta que él. En cuanto se alejan, me ofrezco a llevar a Tara a tomar un helado y me dice:
—¿No se te había olvidado la cartera?
—Acabo de acordarme de que la llevaba en el otro bolsillo.
Me observa y sonríe.
—Eres malo.
—No soy malo. Soy Cupido. Hacen buena pareja, ¿no crees?
—Sí —dice ella—. Sí la hacen.
De camino a la heladería cambiamos de opinión y decidimos ir a un bar. Después de intentar entrar en cuatro locales sin éxito, se me ocurre que no hay otra solución que ir al coche a por unas cervezas e ir a tomárnoslas al Jardín Botánico.
—¿Es seguro ir ahí de noche? —pregunta Tara.
—Psss —le respondo—. Estás conmigo.
Meto cuatro cervezas en una bolsa de plástico y nos dirigimos hacia los jardines. La noche es preciosa. Temperatura para un jersey fino. Las luces de la ciudad brillan sobre nosotros y el peso de las cervezas resulta muy agradable, como una promesa de abundancia.
Lo que pasa si vas a ese lugar de noche es que siempre existe la posibilidad de encontrarse algún mendigo y, por supuesto, lo encontramos. Tara me agarra del brazo y se coloca un poco detrás de mí, pero ese tipo no tiene nada de amenazante. Lleva la típica gorra vieja, ropa de segunda a la cual no le vendría mal un buen lavado y su rostro parece estar hecho de la piel desgastada de un guante de béisbol.
Le doy cinco dólares y se queda más que agradecido, se quita la gorra y me mira como si fuera una especie de noble o algo parecido. Cuando se aleja cojeando, Tara me dice que no debería haberle dado dinero.
—Solo lo va a usar para comprar alcohol —agrega.
—Bien por él.
—Entonces hubiera sido mejor que le dieras una cerveza.
—¿Estás de coña? Solamente tenemos dos para cada uno. Que vaya a comprar la suya.
El Jardín Botánico está compuesto por varios senderos que atraviesan grupos de diferentes tipos de árboles y plantas y cruzan sobre arroyos y estanques. En un extremo, está el Puente Cristal, que no es solo un puente sino un gran invernadero cilíndrico para las plantas más exóticas. Incluso tienen una de esas enormes plantas apestosas que solo florecen cada tres años o algo así y que huelen a carne podrida. En realidad, nunca había estado en el jardín de noche, pero cuando vas con una tía, es mejor actuar como si fueras un viejo lobo de mar en todo, no para impresionarla sino para que ella se sienta segura.
Así que vamos caminando, bebiendo cerveza y charlando; así es como empieza a contarme lo de su madre y su padrastro, Kerwin.
—¿Kerwin? —le pregunto—. ¿Me estás diciendo que de verdad se llama Kerwin?
Y ella me responde:
—¿Lo puedes creer?
Al principio la historia es bastante graciosa. Kerwin es un todo un personaje. Para empezar, es un guarro, solo se afeita unas dos veces a la semana y se pasa el día sentado viendo Food Network en calzoncillos, se quita los calcetines y los lanza con poco tino hacia la habitación y se tira pedos cuando los amigos de Tara pasan por la habitación donde él está. Incluso dice que una vez llegó a comerse un plato precocinado calentado en el microondas mientras estaba cagando en el baño.
—No sé —le digo—. Creo que me cae bien.
—No te caería bien si tuvieras que vivir con él —responde y toma un trago.
—Mi padrastro es un puto robot.
—Kerwin no estaba mal al principio. Creo que me gustaba. Se casaron cuando yo tenía como nueve años, y en aquel entonces yo pensaba que era divertido que fuera tan guarro. Mi madre, mi hermana pequeña y él se tumbaban en la cama y nos contaba historias y luego decía: «Meted la cabeza bajo las mantas, voy a escupir al aire». Y cuando metíamos la cabeza bajo las mantas se tiraba un pedo. A mi madre le daba mucho asco, pero mi hermana y yo nos reíamos como si fuera lo más gracioso del mundo. Creo que cuando era pequeña pensaba que era un gran tío. Aparte de los pedos, hacía reír a mi madre. Éramos bastante felices.
Hay un pequeño anfiteatro justo al lado del Puente Cristal con vista a un escenario a mitad del estanque. Bajamos unas cuantas filas y nos sentamos ahí con nuestras cervezas.
—¿Y qué pasó entonces? —pregunto—. ¿Fue el pedo que colmó el vaso?
Se ríe.
—Fue más de uno —hace una pausa mirando el escenario vacío—. Pero en realidad fueron los calmantes.
—¿Calmantes? ¿Cuáles, Vicodin o algo así?
—Peor que eso. OxyContin.
—¡Guau! Eso es duro.
—Qué me vas a contar. Al principio, empezó solamente con Loritab, porque le dolía mucho el cuello después de un accidente de coche. Ahora, tiene un calcetín lleno de OxyContin en su mesilla de noche, como si mi madre y yo no supiéramos que ya no tiene nada que ver con el dolor.
—No sé —le respondo—. Hay otros tipos de dolor además del físico, ¿no crees?
—Supongo. No tiene nada de autocontrol. Come demasiado, bebe demasiado, se peda demasiado. Toma demasiado OxyContin y va dando tumbos por la casa balbuceando cosas incomprensibles y tratando de abrazarnos y besarnos.
—¿Quieres decir que intenta besarte, con lengua y todo?
Pone una mueca de repulsión.
—Qué asco, no. Creo que piensa que todavía tengo nueve años y trata de darme un beso en la mejilla y pelear conmigo como hacíamos antes.
—Tal vez es porque te quiere.
—Venga, hombre. Está perdido. No le dura ningún trabajo. Se desmaya en la puerta del baño. El día del cumpleaños de mi madre se levantó e intentó prepararle el desayuno y casi quema toda la casa. Esa fue la última.
—Es una pena.
—Nada perdura —me dice y escucho que la voz se le quiebra un poco—. Piensas que sí. Piensas: «Aquí me puedo agarrar», pero todo se termina escapando.
Obviamente no está tan contenta por esta separación como pretendía. Tal vez no lo quiera admitir, pero puedo percatarme de que en su corazón hay un huequito para el viejo pedorro.
—Por eso yo no me voy a casar nunca —me dice—. ¿Para qué?
Una lágrima redonda le brota del rabillo del ojo. No pensé que ya hubiera bebido suficiente para llegar a la etapa del llanto, pero tal vez convenga beber mucho cuando tienes las emociones muy a flor de piel.
Quiero consolarla. Quiero decirle: «Seguro que las cosas perduran. Encontrarás a un gran tío, alguien que no se tire tantos pedos, y te casarás y durará para siempre», pero ni siquiera yo me creo semejante cuento de hadas. Así que le digo:
—Tienes razón. Nada perdura. Y no hay nada a lo que agarrarse. Ni una sola cosa. Pero eso está bien. De hecho es bueno. Es como cuando los viejos se mueren. Tienen que morir para dejar espacio a los bebés. No querrías un mundo superpoblado de viejos, ¿o sí? Piensa lo lento que sería el tráfico con todos esos conductores arrugados con sus enormes gafas de sol, conduciendo en sus Buick LeSabres de hace veinte años y cuatro puertas a cinco kilómetros por hora, pisando accidentalmente el acelerador en vez del freno y chocando contra el escaparate de la farmacia.
Se ríe de eso, pero es una risa con un deje triste.
—En realidad —añado—, no quieres que las cosas duren para siempre. Como mis padres. Si siguieran casados, mi padre, mi padre de verdad, estaría atrapado todavía en esa pequeña casita de dos habitaciones donde vivíamos antes. Estaría sudando todos los días, trabajando construyendo casas. En cambio, ahora, es un tío con éxito. ¿Ves el edificio Chase allí? ¿El más alto?
Ella asiente y da un trago.
—La oficina de mi padre está cerca del último piso. ¿Ves esa ventana encendida justo a la mitad? Es él, trabajando hasta tarde.
—¡Guau! —me responde—. ¿Has subido?
—Claro que sí. Subo constantemente. Se alcanza a ver hasta Norman desde ahí.
—Podríamos ir ahora.
—No, ahora no. Está demasiado ocupado. Incluso yo tengo que pedir cita para verlo.
—¿A qué se dedica?
—Altas finanzas. Un contrato tras otro.
Nos sentamos y nos quedamos mirando hacia la luz en el último piso del edificio más alto de Oklahoma City. La noche está empezando a enfriarse y se escucha un ruido en la oscuridad. Tara me agarra del brazo.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada —le digo. Pero por alguna razón me siento vulnerable, como si pudiera haber algo malvado realmente arrastrándose hacia nosotros, una horda de mendigos zombis babeantes o quizá algo peor, algo para lo cual no tengo nombre.
—Quizá deberíamos volver —me dice.
—Sí, probablemente vaya siendo hora.