Vale, sé que he prometido beber solamente los fines de semana, pero es verano. A ver, ¿cuál es la diferencia entre un día entre semana y un fin de semana cuando no hay clases? Mientras limite la bebida a una o dos veces por semana, todo debería de ser perfecto. Desgraciadamente, en un momento menos racional, vacié mi fiel petaca en la alcantarilla que hay enfrente de casa, pero eso no es problema. Mi bodega favorita está a minutos de distancia y a la vuelta puedo conseguir un 7UP grande, solo que esta vez me compro el tamaño gigante.
Sí, las calles de la ciudad empiezan a parecerme más amistosas. Los coches me tocan el claxon a derecha e izquierda. La noche es cálida y las chicas flotan a mi alrededor con las ventanillas abiertas, su hermoso pelo moviéndose con la brisa. ¿No sería bonito que alguna de ellas me enseñara las tetas? Tal vez incluso la perseguiría en esta ocasión. «El verano pertenece al Sutterman», le diría. «¿Quieres acompañarme?».
Eso sería encantador. Olvidemos eso de luchar por algo para que se después se eche a perder. Que venga la magia. Eso es lo que yo digo. Que llegue la magia y llene cada centímetro de esa pequeña grieta negra detrás de mi esternón. La Comandante Amanda Gallico tiene su nave espacial y yo tengo mi botella de whisky. Ambos vamos de camino al mismo planeta.
Quién sabe cuánto tiempo llevo conduciendo cuando me encuentro con un bar llamado Hawaiian Breeze. Es un pequeño cubo color azul pastel hecho de tablones agrietados, con palmeras pintadas en uno de los costados. Tiene un pequeño aparcamiento con suelo de grava para cuatro coches. Siempre he querido entrar para ver cómo es. No puede ser mucho peor que Larry’s en Fort Worth. Seguramente encajaré perfectamente en el lugar, salvo porque no llevo pistola ni navaja.
Bueno, no tengo edad suficiente para comprar alcohol, pero me imagino que no tengo nada que perder. Dentro hay un borracho hecho un ovillo frente a la barra y dos enormes presidiarios fugados de la cárcel jugando al billar. El camarero parece la versión de Buffalo Bill con camisa hawaiana, pero drogadicto.
El borracho no hace nada más que seguir viendo la superficie de la barra, pero los demás se me quedan mirando como diciendo: «¿Quién es este imbécil y qué está haciendo en nuestro santuario?». El Buffalo Bill yonqui se prepara para decirme que me largue, pero intervengo primero:
—Señor —le digo con mi famosa sonrisa de dientes separados—. Mi nombre es Sutter Keely, tengo dieciocho años y un corazón herido, porque mis romances se desmoronan bajo mis pies. Tengo una seria necesidad de tomarme un whisky con 7UP.
Y así de rápido, el entrecejo fruncido de Buffalo Bill yonqui se convierte en una sonrisa amplia de dientes amarillos y torcidos.
—¡Ja! Esa es la mejor que he escuchado —mira a los presidiarios fugitivos—. ¿Qué decís, muchachos? El chico tiene el corazón herido. ¿Le preparo un cóctel?
El presidiario ligeramente más grande, dice:
—Joder, pues claro que sí. Dale un trago al viejo Sutter. Yo mismo he tenido el corazón herido.
El borracho no comenta nada, pero levanta su cara blancuzca y grita:
—¡Yuuupiii!
—Un whisky con 7UP en marcha —dice Buffalo Bill yonqui.
Y de repente, estoy invitando a whiskies para todos. Para romper el pesado silencio, pongo todas las canciones de Jimmy Buffett que hay en la máquina de discos y les cuento la historia de Cassidy y Aimee, y de mi padre perdido. Todos están embobados. Estuvieron en esta situación, hace mucho tiempo.
—¿Estoy mal de la olla por haber dejado que Aimee se fuera? —le pregunto a los chicos. El presidiario ligeramente menos grande, el que tiene un pañuelo atado a la cabeza, dice:
—No, no estás mal Sutter. Eres un héroe.
—Así es —dice Buffalo Bill yonqui, y el borracho agrega:
—¡Yuuupiii!
Los chicos de Hawaiian Breeze me adoran. Soy su mascota. Deberíais ver cómo se les iluminan los ojos cuando les cuento la historia del fiasco de cena en casa de mi hermana y cómo quemé el traje de mil dólares de Kevin pronunciado Kivin.
—Mierda —dice el convicto más grande—. Kevin. Solo se le puede odiar.
—Sutter —balbucea el borracho en su primer intento por pronunciar palabras—, eres el rey. Realmente lo eres. ¿Crees en Dios, Sutter? Pareces religioso.
Es una pregunta extraña considerando las circunstancias, pero le sigo la corriente.
—Por supuesto que soy religioso. Soy el borracho consentido de Dios.
Echa la cabeza hacia atrás.
—¡Yuuupiiii! —y al siguiente segundo está agarrándome del brazo y mirándome con ojos llorosos y tristes—. Tienes toda tu vida por delante —me dice.
—Tú también —le digo, sosteniendo mi brazo con fuerza bajo su mano. Es lo único que evita que se caiga al suelo.
—No —me dice—. Todos mis amigos ya están muertos y mi vida ha terminado.
—Tus amigos no están muertos —le respondo—. Nosotros somos tus amigos.
—¡Yuuupiii!
Cuando suena la última canción de Jimmy Buffett, todos están divirtiéndose de lo lindo. La pesadumbre de Hawaiian Breeze se ha levantado. Cuando anuncio que es hora de partir, nadie quiere que me vaya.
—Lo siento, chicos —les digo—. La noche me espera. Hay más aventuras aguardándome.
Afuera, las luces de la calle brillan sobre el asfalto del aparcamiento. Me siento como si estuviera en la superficie de la luna. Con palmeras pintadas al fondo. La noche es gloriosa. Reboso de emoción por haber salvado las almas de los chicos del Hawaiian Breeze. Tal vez Marcus estaba equivocado. Tal vez una sola persona sí puede salvar al mundo. Apuesto que yo podría. Podría salvar a todo el mundo, por una noche.
¿Y qué sabe Cassidy sobre cómo me siento? Por supuesto que puedo sentirme querido. Abro los brazos ampliamente y dejo que el viento fluya sobre mí. Amo el universo y el universo me ama. Es un dos en uno, querer amar y querer ser amado. Todo lo demás es pura idiotez: ropas resplandecientes y elegantes, Cadillacs color verde Geech, cortes de pelo de sesenta dólares, radio barata, idiotas que rehabilitan celebridades y, sobre todo, vampiros atómicos con sus desalmatizadores y ataúdes cubiertos por banderas.
Adiós a todo eso, digo. Adiós al señor Asnoter y a la Muerte Roja del Álgebra y a los tipos como Geech y Kiiiiiiivin. Adiós a los falsos bronceados de mi madre y a las tetas exageradas de mi hermana. Adiós a mi padre, por segunda y última vez. Adiós a las pérdidas de conciencia y a las resacas incisivas, a los divorcios y a las pesadillas de Fort Worth. Al Bachillerato y a Bob Lewis y a érase una vez mi amigo Ricky. Adiós al futuro y al pasado y, sobre todo, a Aimee y Cassidy, y a todas las otras tías que vinieron y se fueron y vinieron y se fueron.
Adiós. Adiós. Ya no puedo sentiros. La noche es demasiado pura en su belleza para contenerla dentro de mi alma. Camino con los brazos abiertos bajo la gran luna redonda. Algunas hierbas heroicas surgen de las grietas en la acera, y las luces de colores del Hawaiian Breeze encienden los vidrios rotos de su letrero. Adiós, digo, adiós, mientras desaparezco poco a poco en medio del centro de mi propio espectacular ahora.