CAPÍTULO 64

A Aimee no parece costarle ningún trabajo estar sobria. De hecho parece sentirse algo aliviada. Es maravilloso verla tan segura. Incluso toma la iniciativa y me cuenta algunas historias. Antes, tenía que beber unos cuatro tragos para atreverse a confesar algo personal, pero ahora se siente perfectamente cómoda haciéndolo.

Esta noche, tiene otra buena historia de cuando repartía periódicos, sobre aquella vez que se topó con un par de malotas. Reconozco su táctica, me va a contar una historia para hacerme olvidar que no tengo familia real.

Ella tenía catorce años, y a esa edad todavía tenía que caminar en la parte de la ruta que le tocaba distribuir. Se topó con dos tías de quince años vestidas con ropa ancha negra y cadenas plateadas que les colgaban del cinturón. Llevaban más rímel que Cleopatra. Habían estado despiertas toda la noche y obviamente algo se habían metido, desatascador de tuberías o algo parecido, hasta donde sabía Aimee.

Al principio, empezaron:

—Mira, ahí va Caperucita Roja. ¿Qué llevas en la bolsa, algo para tu abuelita?

La cosa pintaba mal. Aimee se las imaginó arrancándole la bolsa del hombro y tirando los periódicos por toda la calle, lo cual probablemente hubiera sucedido si no se le hubiera ocurrido una cosa perfecta que decir.

—¿Habéis visto el ovni que ha pasado hace un rato?

Y ellas:

—¿Un ovni? ¿Qué ovni? ¿Estás drogada o estás loca?

Pero Aimee se dedicó a darles una descripción detallada del aspecto que tenía, con luces moradas que parpadeaban, con forma de plátano, un sonido misterioso como una cajita de música que tocaba una canción nunca antes escuchada por los humanos.

Y de pronto, las chicas se transformaron. Miraron al cielo y las expresiones de asombro les robaron la dureza de sus rostros. Aimee siguió inventándose cosas. Les dijo que aquella no era la primera vez que alguien veía ese ovni. Lo habían dicho en las noticias. La gente había informado sobre los efectos positivos de verlo.

—Es la música —les dijo Aimee—. Hace que la gente se sienta inteligente y feliz y atractiva.

De pronto, las chicas se convirtieron en sus mejores amigas. La ayudaron a terminar de entregar sus periódicos con la esperanza de ver al ovni, escuchar la música, y transformarse en seres hermosos y renovados.

—Esa es una mentira maravillosa —le digo.

Ella sonríe al acordarse.

—Y ni siquiera me parecía una mentira mientras la contaba. Luego me las volví a encontrar, como una semana después, en Little Caesar’s. No me dijeron nada. Fue raro, ya no me parecieron tan malotas. Parecían algo patéticas, pequeñas y perdidas.

—Supongo que necesitaban creer en los ovnis.

—Sí. Por suerte mi ovni sí vino a por mí.

—¿Sí?

—Claro, eres tú.

—¿Ah, sí?

—Bueno, mira cuánto he cambiado en los últimos meses.

—Sí, vaya si has cambiado —no puedo evitar mirar la enorme escayola que tiene en el brazo. A ver, esta cosa que tiene es tan aparatosa que le cuesta trabajo pasar por las puertas.

—Y ahora nos iremos a Saint Louis. Nos vamos a ir de verdad. Nunca hubiera tenido el valor de decirle a mi madre que me iría antes de conocerte.

—Bueno, tengo la sensación de que Saint Louis realmente será tu propio Planeta Brillante especial, ¿sabes? Y tú serás la Comandante Amanda Gallico de todo eso.

—Pensé que no creías en la existencia de los Planetas Brillantes.

—¡Ah!, ¿eso? Solamente estaba de mal humor. Ya se me ha pasado —le doy un trago a mi 7UP, sabe raro sin whisky—. Pero la cosa es que hace tiempo que quiero hablar contigo sobre todo este asunto de Saint Louis.

—Lo sé, sigues preocupado por lo de quedarnos con mi hermana en su piso diminuto, pero será solo por un par de semanas. Ella ya tiene un trabajo para mí y estoy segura de que tú también conseguirás uno. Tendremos nuestra propia casa y alquilaremos los muebles y eso. No le digas esto a mi madre. Todavía no sabe que te vas a ir a vivir allí también. Cree que solo me ayudarás a mudarme.

—Sí, pero eso no es lo que me preocupa —mi mano se mueve de nuevo hacia el vaso de 7UP, pero es solo por instinto. El refresco solo no cambiará nada ahora—. Verás, la cosa es que, esto, hay algo que no te he dicho. Es un poco vergonzoso.

Ella sigue mostrando su sonrisita y me doy cuenta de que está borracha, no de alcohol, sino de sus sueños y esperanzas sobre Saint Louis. No quiero ser yo quien la devuelva a la realidad, pero ya no me necesita. Ya es capaz de sostenerse por sí sola con sus sueños.

—Lo que pasa es que, ¿te acuerdas de lo mal que me iba en Álgebra? Bueno, pues el señor Asnoter no me dio una oportunidad. Intenté convencerle de que estudiaría más Álgebra en la universidad, pero supongo que pensó que tenía que darme una lección por pensar que era tan aburrido.

Su sonrisa se aplana.

—¿Eso quiere decir que no te has graduado?

—Algo así —doy un trago, pero por supuesto no sirve de nada—. Parece ser que, si quiero mi diploma, tendré que asistir a un curso de verano.

—Curso de verano —repite con la decepción infiltrándose en sus pálidos ojos azules.

—Sí. Empieza en un par de semanas.

—No te preocupes —me dice, obligándose a ver el lado positivo—. Estoy segura de que puedes estudiar Álgebra en Saint Louis de alguna manera.

—No, ya lo he preguntado. Tengo que hacer el curso en el instituto que emite mi diploma.

Vale, no lo he preguntado pero tiene sentido.

Pero ella no se dará por vencida.

—Bueno, eso solamente significa que me quedaré aquí y te ayudaré a estudiar. Podemos irnos a Saint Louis al final del verano. De esa manera tendremos más tiempo para hacer planes y prepararnos.

—No, eso no está bien. Tu hermana ya está lista para ayudarte con la mudanza y que te vayas este fin de semana, y ya tiene ese trabajo listo para ti y todo eso. Lo único que tiene sentido es que vayas yendo tú y yo me quede aquí al curso de verano y trabaje para Geech en el muelle y ahorre algo de dinero.

Me coge de la mano.

—No quiero irme sin ti. Estaría perdida.

La miro a los ojos y le envío rayos de seguridad.

—No estarás perdida. ¿Estás de coña? Te va ir de maravilla. Harás lo que siempre quisiste hacer.

Claro, también pienso que allá va a conocer al tipo perfecto, un científico ecuestre fantabuloso que la verá como si fuera un fantástico planeta nuevo, lleno de maravillas milagrosas. Pero sé que ella no puede aceptar eso en este momento.

Me dice:

—Quiero hacer todo eso contigo.

Y yo le digo:

—Ya lo sé, pero míralo de esta manera, ¿acaso se me da bien organizar cosas? No mucho, ¿verdad? Si tú te vas primero, puedes organizarlo todo, hacer planes. Te lo agradecería infinitamente si pudieras hacer eso por mí.

Cuando finalmente acepta esa idea, empieza a entusiasmarse. Ahora ya tiene una misión, algo que puede hacer por otra persona. Ideas no le faltan. Ubicará dónde están todas las cosas en Saint Louis, cómo moverse y dónde están las tiendas de ropa de hombre para que yo consiga trabajo cuando llegue. Y luego me dice:

—En cuanto ahorre un poco de dinero, alquilaré nuestro piso y empezaré a comprar cosas. Y también remodelaré las paredes y demás.

—Eso suena maravilloso —le digo—. Pero tal vez deberías esperar a alquilar el piso. Vamos, que necesito que me ayudes con los planes, pero yo también tengo que hacer algo. Me harías un enorme favor si esperaras hasta que te pueda mandar algo de dinero antes de alquilar un piso y comprar cosas. Tienes que permitirme sentir que estoy contribuyendo, ¿de acuerdo?

Sonríe y me aprieta la mano.

—De acuerdo. Creo que puedo hacerte ese favor.

Si soy una rata por hacer las cosas de este modo, entonces, vale, soy una rata. Pero a veces hay que elegir entre la honestidad y la amabilidad, y yo siempre siento debilidad por el lado amable. Además, me imagino que tiene que irse de la ciudad antes de que le diga toda la verdad o, de lo contrario, no se irá nunca. Esperaré a que lleve un mes en Saint Louis y ya tenga un trabajo y su nueva vida. Luego le enviaré un correo electrónico muy largo. Todavía no sé exactamente qué le voy a decir, solo sé que le diré que no voy a ir.

Como veréis, después de todo sí tengo un futuro que ofrecerle, solamente que ese futuro no me incluye.

Cuando la llevo a casa, me cuesta un poco de trabajo dejar que se aleje. Claro, es incómodo abrazarla con esa enorme escayola incómoda, pero la verdad es que no me canso de besarla. No nos hemos acostado en el coche sobrios antes, ni con el brazo escayolado, pero estoy listo para hacerlo, y no solo porque tenga ganas, sino porque quiero estar tan cerca de ella como sea posible una última vez.

Ella me frena. Me besa la nariz y la frente y me dice que tendremos mucho tiempo después para hacer el amor.

—Mi madre podría salir y pillarnos —me dice—. Además, recuerda que cuando estemos en Saint Louis podremos hacer el amor en todas las habitaciones de nuestro piso.

Le doy un largo beso más.

Y después nos decimos adiós.