CAPÍTULO 60

—Entonces, señor Keely —dice Aimee, todavía sonrojada por nuestras acrobacias en la pista de baile—, ¿qué ha estado usted haciendo desde que salió de Oklahoma?

¿Veis? Es una pregunta completamente inocente y bien intencionada.

Mi padre responde con evasivas.

—Muchos viajes —dice—. De aquí para allí, de arriba para abajo. Siempre he sido inquieto, yo creo —entonces se distingue un brillo en su mirada y nos damos cuenta de que ha recordado algo agradable—. Uno de mis sitios favoritos fue Key West, Florida. Vaya, deberíais ver las puestas de sol. Son como un gigantesco helado de caramelo con vetas de fresa derritiéndose sobre el mar. Allí el tiempo fluye de manera distinta, es más lento, más relajado. Estoy seguro de que si me hubiera quedado allí, ahora sería cinco años más joven —se ríe, pero creo que hasta cierto punto se lo cree de verdad.

—¿Y por qué se marchó de allí? —pregunta Aimee. Lleva toda la tarde escuchando con mucho interés cada palabra que él dice, como si creyera que en cualquier momento mi padre le fuera a revelar por accidente el significado de la vida.

—¿Qué por qué me fui? —le da un largo trago a su cerveza—. Vaya, esa es una buena pregunta. Sabes, creo que todo se reduce al gran dilema americano: el salario. O la falta de él. Las autoridades esperan que tengas uno si quieres comer, beber y encontrar alojamiento. Es el décimo primer mandamiento, vamos. Pagarás tus deudas de manera puntual.

Se termina su cerveza y se sirve otra.

—Pero seguro que Sutter no está tan interesado en saber por qué me fui de Key West, sino por qué me fui de Oklahoma, ¿no es cierto? —me mira con una ceja levantada.

Tengo que admitir que esa pregunta se me ha pasado por la mente.

—Y es una pregunta justa —responde él—. No cabe duda. Permíteme empezar con lo siguiente; yo quería estar ahí para ti y para Holly. De verdad que quería. Sí, vosotros dos erais más importantes para mí que cualquier otra cosa. Pero, aparentemente, yo no estaba diseñado para ser un hombre de familia, al menos no en el sentido tradicional. La verdad es que tu madre no creía que pudiera serlo. Y las cosas se pusieron tan feas entre ella y yo que me pareció que lo mejor sería no estar cerca. Al menos por un tiempo. El problema es que a veces un tiempo se puede convertir en una eternidad en un abrir y cerrar de ojos.

Esta respuesta no me termina de convencer, pero no permito que me contamine. Todavía no.

—Entonces —interviene la señorita Gates—, ¿qué te pasó con tu mujer? —su contribución a la conversación me sorprende. Llevaba un rato mirando fijamente la mesa, así que pensaba que tal vez se hubiera desmayado.

—La vieja historia de siempre —responde—. Diferencias irreconciliables. La cosa es que ella siempre quiso un futuro y yo no tenía nada que ofrecerle.

—¡Ja! —exclama la señorita Gates. Echa la cabeza hacia atrás, pero es como esos muñecos de cabeza bamboleante que vuelven a su posición de inmediato—. En mi experiencia, las diferencias irreconocibles significan que el marido y la mujer han tenido un desacuerdo tremendo. Ella piensa que él no debería serle infiel y él piensa que sí.

Mi padre guarda la compostura y dice:

—Para los hombres, lo que piensan las mujeres siempre será un misterio.

Entonces, de la nada, estas palabras brotan de mi boca:

—Mamá nos dijo que tú le fuiste infiel —las noto raras en mi boca, pero ya he empezado a hablar, así que tengo que terminar—. Siempre te echó la culpa de todo. Pero yo nunca la creí. Me imagino que usaba ese argumento para que nos pusiéramos de su parte.

Por un momento, mi padre pasa el dedo alrededor de su tarro de cerveza, contemplativo.

—¿Entonces? —dice la señorita Gates—. ¿Le fuiste infiel?

Sin levantar la vista, mi padre responde:

—Tal vez. Un poquito.

Supongo que es una de esas cosas sobre las que, una vez se las han preguntado, mi padre no puede mentir. Claro, suena muy mal, pero intento decirme a mí mismo que, visto cómo lo trataba mi madre, era entendible que tuviera que ir a buscar consuelo en otra parte.

—¡Joder! —exclama la señorita Gates—. Es típico de un hombre salir con una respuesta como esa. ¿Cómo se puede ser un poquito infiel?

Mi padre sonríe de nuevo, pero ahora su sonrisa no parece tan auténtica.

—Ya sabes cómo son las cosas —explica—. Sales a beber y a divertirte y una cosa te lleva a la otra. Las mujeres no significaban nada. De algunas ni siquiera me acuerdo de sus caras.

Y yo pregunto:

—¿Algunas? ¿Cuántas fueron?

Parece como si de verdad considerara contarlas, pero se da por vencido.

—En realidad no llevaba la cuenta.

—Ya está. Ya he tenido suficiente —la señorita Gates da una fuerte palmada en la mesa—. ¡No sabía que me estuviera relacionando con un violador en serie!

—¡Ay, mierda! —mi padre me mira como disculpándose—. Ahí va, exagerando otra vez. Esperaba que pudiéramos estar una noche sin que pasara una cosa así.

La señorita Gates se inclina hacia delante:

—Yo no soy una cosa.

—No es eso lo que he dicho. Solamente que a veces puedes ser, ¿cómo explicarlo? ¿Bastante dramática?

—No soy darm… bastente… darmática. ¿Cómo esperas que reaccione si me entero de que vas por ahí acostándote con mujeres a las que ni siquiera quieres?

—Eh, que yo nunca he dicho que no las quisiera. Estoy seguro de que las quise a todas, aunque fuera solo durante cuarenta y cinco minutos.

—¿Ah, sí? ¿Conque cuarenta y cinco minutos, eh? Bueno, pues dime entonces, ¿cuándo se van a terminar mis cuarenta y cinco minutos?

Mi padre inclina la cabeza hacia un lado.

—¿Cómo puedo saberlo? Ni siquiera llevo reloj.

Hasta yo me percato de que su respuesta ha estado equivocada.

Las cejas pintadas de la señorita Gates se elevan a tal velocidad que parece que se le fueran a salir volando de la cabeza.

—¡Bueno, ahora sí que he tenido suficiente! Perro infiel. Haciéndome creer que me querías para que dejara a mi marido y mis dos pobres niños por ti.

—¿Tus niños? Tienen veintitantos años. Además, nunca te he dicho que quisiera que dejaras a nadie.

El rostro de la señorita Gates está totalmente rojo, hasta las raíces de su pelo teñido.

—¿Así que ahora crees que puedes tirarme a la basura como una especie de hueso roído? Bueno, te voy a demostrar lo que me parece eso —coge la bandeja de huesos de costilla y los lanza directamente a la camisa con estampado de dados de mi padre.

—¿Qué cojones…? —dice él, mirando las manchas de salsa oscura.

Este sería el momento ideal para planear nuestra salida triunfal, pero la señorita Gates no ha terminado.

—A ver cuánto le gustas ahora a las mujeres con esa pinta —agita el brazo y tira su jarra, llena de cerveza, al suelo, donde se rompe en las baldosas de color ladrillo.

Mi padre interviene:

—Dios mío, tranquilízate, ¿quieres? —y, un segundo después, el dueño del local se acerca a toda velocidad y dice:

—Joder, Tommy —Tommy es el nombre de pila de mi padre—, te he dicho muchas veces que no traigas a esta loca aquí cuando ha bebido tanto. Ahora sácala de aquí antes de que rompa otra cosa.

—Pero es que ha venido a verme mi hijo —se lamenta mi padre.

—No me importa. La gente no viene a mi restaurante a presenciar este tipo de gilipolleces.

—No me quedaría aquí ni aunque me pagaras —declara la señorita Gates. Se pone de pie y choca con la mesa. La jarra de mi padre cae entre los restos de la suya.

—Espera —le dice mi padre. Se levanta, deja un billete de veinte dólares en la mesa y me dice:

—Sutter, ¿podrías encargarte de pagar? Será mejor que la ayude.

Y yo le respondo:

—Claro —obviamente los veinte dólares no son suficientes para pagar todas las costillas y cervezas que hemos consumido, así que Aimee y yo tenemos que poner de nuestro dinero para terminar de pagar. Cuando terminamos de hacerlo, mi padre y la señorita Gates ya están afuera.

Empieza a lloviznar y, bajo la luz de la calle, del otro lado del aparcamiento, ella está gritando:

—¡Aléjate de mí, lobo disfrazado de oveja!

—Vamos —dice él—. Tranquilízate. Estás interpretando esto de la manera equivocada.

Pero, obviamente, la señorita Gates está en la fase equivocada de la borrachera. En vez de tranquilizarse, se pone dar vueltas a su bolso, que es del tamaño de una bola de bolos, y golpea a mi padre de lleno en la cara.

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —grita y vuelve a atacar con el bolso.

Mi padre ahora está en posición defensiva, levantando los brazos para evitar más golpes, pero ella es una guerrera medieval con ese bolso, y le golpea una y otra vez.

—Y no vuelvas a atreverte a pedirme dinero prestado nunca más —dice y ¡zas!, el bolso golpea a mi padre en el hombro—. Me vas a pagar cada céntimo de lo que me debes. No te creas que no. No me vas a utilizar y luego te vas a escapar con mi dinero.

Zas, zas, zas.

Finalmente mi padre la agarra de los brazos y la inmoviliza contra el maletero de su coche. Ella está jadeando y balbuceando.

—Eres un infelif hifodeputa, ¿lo sabías? Infelif.

Sugiero que tal vez deberíamos meterla al Mitsubishi y llevarla a casa, pero mi padre me dice:

—Gracias, Sutter, pero creo que mejor la llevaré yo. Será preferible que hable con ella a solas.

—¿Quieres que os sigamos?

—No, no pasa nada. Podéis esperarme en casa. Os veo allí en treinta minutos.

—¿Vas a dejar su coche aquí?

—No le va a pasar nada —sonríe, como si todo estuviera de maravilla.

—¿En tu casa en treinta minutos?

—Treinta minutos clavados.