CAPÍTULO 4

Está bien, sí, tal vez bebo un poco demasiado, pero no os vayáis a pensar que soy un alcohólico. No es una gran adicción. Es solo un pasatiempo, una buena manera tradicional de divertirse. Una vez, le dije exactamente esto a una mojigata estirada del instituto, Jennifer Jorgenson, y me contestó: «Yo no tengo que beber alcohol para divertirme». A lo que repliqué: «Pues yo tampoco tengo que subirme a la montaña rusa para divertirme, pero lo hago».

Ese es el problema principal de los programas contra las drogas y el alcohol que te obligan a comerte con cucharilla desde que entras en Primaria. Nadie admite que drogarse es divertido, así que ahí pierden toda credibilidad. Todos los chicos del instituto, con excepción de las Jennifer Jorgensons del mundo, reconocen que este asunto es más falso que la esposa de un evangelista de la tele con las tetas operadas.

Ya he hecho esos cuestionarios de Internet que se supone determinan si eres alcohólico: «¿A veces bebes cuando te despiertas para iniciar el día? ¿Te molesta que la gente de tu entorno critique lo mucho que bebes? ¿A veces bebes solo?». Ese tipo de cosas.

En primer lugar, sí, a veces bebo por las mañanas, pero no porque lo necesite. Es solamente un cambio de rutina. Estoy celebrando un nuevo día y, si uno no puede hacer eso, entonces más le valdría cruzar de una vez los brazos sobre el pecho y ponerse a estudiar el diseño de la tapa de su ataúd. En segundo lugar, ¿quién no se enfada cuando alguien empieza a criticarlo? A ver, podrías beber solo una cerveza, y si tu madre la detecta en tu aliento, ella y tu estúpido padrastro empezarán con la rutina de interrogación del poli malo y el poli bueno, salvo que no hay poli bueno. ¿Qué? ¿Se supone que eso lo tienes que disfrutar?

Y, en tercer lugar, ¿por qué es malo beber solo? No es que sea un borracho vagabundo que bebe aftershave a solas detrás de la estación de autobuses. Digamos que te castigan y estás viendo la tele o jugando al ordenador en tu habitación; un par de copas pueden evitar que te vuelvas loco. O igual todos tus amigos tienen que volver pronto a casa entre semana y te vas a casa y te tomas tres o cuatro cervezas en la ventana con tu iPod antes de irte a dormir. ¿Qué tiene de malo?

Todo está en la actitud que hay tras la bebida, ¿sabéis? Si te pones en plan «Qué mal, mi novia me ha dejado» o «Dios me ha abandonado» y luego te bebes un litro de Old Grand-Dad hasta que el cuello se te vuelve de goma y no puedes levantar la cabeza del pecho, entonces, sí, diría que eres alcohólico. Pero yo no soy así. No bebo para olvidar nada ni para tapar nada ni para huir. ¿De qué tendría que huir?

No, todo lo que hago cuando bebo tiene que ver con la creatividad, con ampliar mis horizontes. De hecho, es educativo. Cuando bebo es como si viera otra dimensión del mundo. Entiendo a mis amigos en un nivel más profundo. La música se introduce en mí y me abre desde adentro. Empiezan a salir de mí palabras e ideas que no sabía que tenía, como periquitos exóticos. Cuando veo la tele, invento diálogos que son mejores de lo que jamás soñarían los guionistas. Soy compasivo y gracioso. Me lleno de la belleza y el sentido del humor de Dios.

La verdad es que soy el borracho consentido de Dios.

Por si no la habéis escuchado, es una canción de Jimmy Buffett, God’s Own Drunk. Es sobre un tipo que se emborracha hasta tal punto que se enamora del mundo en su totalidad. Está en armonía con la naturaleza. Nada lo asusta, ni siquiera las cosas más peligrosas, como el gigantesco oso Kodiak que le roba el whisky.

A mi padre, el de verdad, no mi estúpido padrastro Geech, le encantaba Jimmy Buffett. Le ENCANTABAN: Margaritaville, Livingston Saturday Night, Defying Gravity, The Wino I Know, Why Don’t We Get Drunk and Screw. Mi padre escuchó esas canciones hasta la extenuación. Todavía me siento bien cada vez que escucho alguna.

De hecho, la primera vez que probé el alcohol fue con mi padre. Fue antes del divorcio, así que no tendría más de seis años. Me llevó a un partido de béisbol de ligas menores en el estadio antiguo, cerca de la feria. Esto fue antes de que construyeran el nuevo, el de Bricktown. Fuimos mi padre y yo y dos de sus amigos, Larry y Don. Todavía recuerdo perfectamente a esos tíos. Eran divertidos, grandes y escandalosos.

Mi padre también era grande, construía casas. ¿Y atractivo? Era tan guapo como George Clooney, solo que tiene la misma separación entre los dientes que yo. Incluso de pequeño, estar con esos tipos me hacía sentir como un hombre. Le hacían pedorretas a los árbitros y se burlaban del otro equipo y llamaban a los jugadores del equipo de Oklahoma City sus «chicos». Y siempre tenían vasos grandes de cerveza fría en la mano.

Ya te digo si me apetecía un trago de esa cerveza. Quería beber cerveza y subirme al asiento y gritar a todo pulmón. Daba igual lo que gritara, solo quería que mi voz se mezclara con la de los hombres. Finalmente, me puse suficientemente pesado con mi padre y me dejó darle un sorbo. «Solo un sorbito», me dijo, y Larry y Don se carcajearon, echando la cabeza hacia atrás.

Pero les callé la boca. Me tomé casi la mitad del vaso antes de que mi padre lograra arrancármelo de las manos. Se rieron un poco más y Don dijo: «Eres un verdadero cabrón, Sutter. En serio». Y mi padre contestó: «Así es. Claro que sí. Eres mi cabroncete». Me apretó el hombro y me apoyé en él. No puedo decir que me emborrachara, pero sí me invadió una tibieza. Me encantó ese estadio y todos los que estaban ahí, me encantó la vieja Oklahoma City a lo lejos, los edificios altos que se elevaban suaves y acogedores en la penumbra. No vomité hasta la séptima entrada.

Tampoco fui nunca una especie de Drew Barrymore, que bebía en la Primaria y se metía cocaína en los antros antes de que le creciera vello púbico. En realidad no bebí mucho hasta que llegué al instituto, y ni siquiera bebía todos los días.

Lo que hacía era guardarme una bolsa de papel en la parte delantera de los pantalones y luego iba a la tienda, me acercaba como si tal cosa a la parte de atrás, donde están las cervezas (venden una cerveza flojísima de 3,2 grados de alcohol en las tiendas en Oklahoma), y luego, cuando nadie me veía, sacaba la bolsa y escondía ahí un pack de seis latas. Después, con mi expresión más angelical estilo Huckleberry Finn salía de la tienda como si solo llevara una bolsa llena de cereales de chocolate y galletas bajo el brazo.

Mi mejor amigo, Ricky Mehlinger, y yo repetimos aquella rutina durante un mes más o menos. Robábamos el pack de seis latas para bebérnoslo sentados en la acera y dejábamos que el dóberman nos persiguiera. El dóberman era un perrazo horrible que parecía malísimo. Era el rey de tres patios. Un día, cuando estábamos terminándonos la cerveza, de repente levantamos la mirada y, ahí estaba, sentado en la esquina de la pared de ladrillo, mirándonos desde arriba como una gárgola malévola. Una fracción de segundo antes de que saltara, salimos corriendo. Y empezó a perseguirnos soltando mordiscos al aire tras nosotros. Sentí literalmente sus dientes en la parte de atrás de mi zapato justo antes de trepar un muro. Fue divertidísimo.

Después de aquello, siempre nos asegurábamos de pasar por sus dominios después de terminarnos el pack de seis y, siempre, salía de la nada, babeando y con la mirada enloquecida. Entonces, un día me aposté con Ricky cinco dólares a que no atravesaba todo el patio del dóberman y tocaba la reja de hierro forjado alrededor de la piscina. Se terminó la cerveza y dijo: «Vaya que no».

Fue tronchante. Ricky había logrado llegar más o menos a la mitad del patio cuando el dóberman salió corriendo detrás de la esquina de la casa. Ricky puso cara de Macaulay Culkin y salió disparado hacia la reja de la piscina con el perro mordiendo el aire justo detrás de él. Intentó saltar la reja, pero se quedó enganchado en las puntas de hierro negro. Entonces lo vi. El dóberman seguía ladrando y lanzando mordiscos cerca de los tobillos de Ricky, pero nunca llegó a tocarlo. Podría haberle mordido la pierna y habérsela arrancado, pero a la hora de la verdad, era como nosotros, solo quería divertirse, nada más.

Eso rompió la magia. Sabíamos que el viejo dóberman no era malo de verdad y él sabía que nosotros lo sabíamos. De todas maneras, nos bebíamos las cervezas en la acera, pero ahora el perro se sentaba con nosotros y nos dejaba que le acariciáramos la cabeza. Fue septiembre, la temporada del perro. Nuestros padres no sabían dónde andábamos y no les importaba. Fue espectacular.