Aimee me pregunta adónde vamos y sugiero un sitio que se llama Marvin’s Diner. Ahora, solo porque Marvin’s no sea un sitio popular para la gente de Bachillerato como el SONIC eso no significa que me avergüence de que me vean con ella. Simplemente no estoy de humor para encontrarme con gente como Jason Doyle y que empiece con sus bromitas.
Marvin’s está un poco alejado, al lado suroeste del pueblo, bajo unas antenas de radiofrecuencia. Las luces de las antenas se alcanzan a ver a kilómetros de distancia.
—¿Sabes a qué me recuerdan? —le digo a Aimee—. Me recuerdan al sitio donde trabaja mi padre, el edificio Chase, en el centro. Apuesto a que tienen la misma altura. Mi padre trabaja en el último piso. Es un hombre de negocios.
—Recuerdo que me lo habías contado. Pero, sabes, pensaba que en el último piso había un restaurante o una discoteca, o algo así.
—Ah, sí, claro. Hay una discoteca muy exclusiva en lo más alto. Me refiero al último piso que tiene oficinas. Ahí es donde se hacen los grandes negocios.
En Marvin’s, elegimos uno de los reservados de la esquina. Este es uno de mis lugares favoritos para comer y, creedme, como casi nunca comemos juntos en casa, he probado casi todos los restaurantes de la ciudad. A nadie le importa quién seas en Marvin’s. Sería el sitio perfecto para las parejas infieles, excepto por lo grasienta que es la comida. Pedimos un plato grande de patatas fritas con chili y dos 7UP y, bajo la débil luz del Marvin, no hay ningún problema para echarle un poco de whisky a nuestras bebidas.
Aimee da un trago y dice:
—¡Guau, está fuerte!
—¿Quieres que te pida otra cosa?
—No —le lloran un poco los ojos—. No pasa nada. Está bien.
Lo mejor de Marvin’s es que tienen una máquinas de discos con muchas canciones de Dean Martin, así que pongo unas cuantas y nos sentamos a charlar. Para romper el hielo, me invento historias sobre la gente que está ahí, la camarera, el tío gordo que hay sentado frente al mostrador donde está la caja registradora (que podría o no ser Marvin), el vendedor solitario en una mesa individual y, lo mejor de todo, la horrenda pareja que hay en el reservado al otro lado de donde estamos nosotros.
Le explico a Aimee que me imagino que su relación ya está desgastada. En realidad, prácticamente se odian, pero tienen que estar juntos porque asesinaron al ex marido de ella para cobrar un seguro de vida de trescientos dólares. Ahora, cuando ella se enfada con él, le azota entre los hombros con un limpiaparabrisas y él es demasiado cobarde como para defenderse, pero la está envenenando poco a poco poniéndole arena para gatos en la avena del desayuno.
En vez de reírse un poquito con eso, Aimee me dice:
—Parece que no tienes muy buena opinión sobre el matrimonio, ¿no?
—No es tanto la idea del matrimonio —le respondo—, sino sobre la idea de para siempre. Ese es un concepto que simplemente no puedo comprender.
—Yo sí.
—¿En serio? Bueno, tus padres no estuvieron casados para siempre, ¿no?
Ella coloca su bebida sobre la mesa y se queda mirando al vendedor solitario.
—Mi padre murió.
—Lo siento.
—No pasa nada. Fue hace bastante tiempo.
—¿Qué pasó? —a veces se me va el tacto de vacaciones. Hoy creo que se debe de haber ido a Kuwait o por ahí cerca.
—Mi padre era un muy buen tipo. Era un gran amante de los animales, prácticamente un activista. Y era inteligente. Leía libros de Física y Aristóteles y cosas así por diversión. Le encantaba Van Gogh. Solía leerme en voz alta y yo pensaba que era lo más maravilloso del mundo. Pero tenía un problema.
Hace una pausa y yo le digo:
—Puedes contármelo. Yo no juzgo a nadie.
Empieza a retorcerse un mechón de pelo nerviosamente alrededor del dedo índice, pero continúa:
—Bueno, la cosa es que era adicto a inhalar vapores de gasolina. Tenía grandes contenedores de gasolina en el cobertizo detrás de nuestra antigua casa.
Y yo pienso ¡Dios mío, el tío voló en pedazos! Me lo imagino sorbiendo los vapores de la gasolina, luego encendiendo un cigarrillo y ¡kabum! Pero no fue así.
Lo que sucedió en realidad fue que la gasolina empezó a carcomerle los vasos sanguíneos del cerebro hasta que un día, la hermana mayor de Aimee, Ambith, llegó a casa y lo encontró tirado en la puerta del cobertizo, tieso como un rastrillo. Aneurisma.
—Dios. Es una manera horrible de irse. Lo vi en la televisión. No lo de la gasolina, sino lo del aneurisma.
—Sí —le da un buen trago a su bebida y esta vez ni siquiera parpadea por lo fuerte que está—. Pero va a ser distinto cuando yo me case. Lo tengo todo planeado. Eso es lo que hay que hacer. Uno no puede embarcarse en algo así sin planearlo.
Vale, tengo claro que no debería darle cuerda a una chica que está hablando del tema del matrimonio, pero estoy más que dispuesto a poner la máxima distancia posible con el tema del padre muerto inhalador de gasolina, así que le pido que me cuente más sobre esta visión que tiene del matrimonio.
—Bueno, cuando me case, viviremos en un rancho de caballos.
—Sí. Y trabajarás para la NASA.
—Así es —sonríe de que me haya acordado de eso.
—¿Él también trabajará en la NASA, como un astronauta o un contable?
—Dios, no. No tendremos los mismos intereses para nada. No creo en eso, que el marido y la mujer tengan que ser iguales. Creo que es mejor si se complementan. Como si cada uno tuviera distintas dimensiones que pudiera darle al otro.
—Me gusta esa idea. Es buena.
Este marido potencial, no sé, parece como un cruce entre el Peter Parker de Spider Man y el Han Solo de La Guerra de las Galaxias, con un poquito de esos antiguos poetas románticos para redondear.
El rancho es igual de increíble, como un País de las Maravillas en un fantástico planeta lejano. Puestas de sol púrpuras, campánulas, narcisos, zanahorias silvestres, un arroyo cristalino que serpentea por el valle, un enorme granero rojo del tamaño de un cohete. Y caballos. Manadas de caballos: rojos, negros, plateados, con pecas, con manchas, galopando por todas partes, como si los caballos nunca se cansaran.
Todo suena como el sueño de una niña de nueve años, pero ¿qué le voy a decir, que no es factible? Tal vez podría decirle: «Mira, no existen los platillos volantes, ni los marcianos ni Papá Noel, y no hay ninguna posibilidad de que alguna vez consigas un rancho o un marido como ese». No soy un revienta sueños. El mundo real ya se dedica a eso sin necesidad de que yo tenga que intervenir.
Además, no importa que no sea real. Los sueños nunca lo son. No son nada más que salvavidas a los que nos aferramos para no ahogarnos. La vida es un océano, y casi todos estamos colgados de alguna especie de sueño para mantenernos a flote. Yo, yo voy nadando a estilo perrito sin agarrarme a nada, pero el salvavidas de Aimee es una preciosidad. Me encanta. A cualquiera le encantaría si pudiera ver cómo se le ilumina el rostro mientras se aferra a ello con todas sus fuerzas.