CAPÍTULO 32

Vale, tal vez lo que me dispongo a separar no sea tan arriesgado como lo que ha hecho Marcus interviniendo en una de las palizas de Denver Quigley, pero ¿eso lo hace menos noble? Yo no lo creo. Probablemente haya más en juego. Sé lo que Jason tiene en mente. Está pensando: «Estoy listo para pelar esta uva gigante y probar un poco de dulce, dulce néctar de pardilla». Es una pena que Cassidy no sepa a lo que me voy a enfrentar.

—¿Dónde está Cody? —pregunto mientras Jason se inclina sobre Aimee, oliéndole el pelo.

—Ah, se ha ido —responde Jason, manteniéndose firme en su posición—. Supongo que no ha sabido lidiar con la competencia.

Aimee tiene la misma pinta que si acabara de bajarse de una atracción de feria y estuviera a punto de vomitar.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto—. ¿Has bebido más cerveza o algo así?

Antes de que pueda responder, Jason interviene:

—Puede que le haya dado otra —su sonrisa es astuta—. Necesitaba relajarse un poco más. Socialmente, digo.

Levanto la barbilla de Aimee con las puntas de los dedos para que me mire.

—¿Estás bien?

Intenta sonreír débilmente.

—Sí —me responde con su «sí» de dos sílabas que significa sí/no—. Es que no estoy acostumbrada a beber.

—No tenías razón con lo de Alisa y Quigley —señala Jason—. No han cortado. Me parece que algún pobre tipo por allí acaba de averiguarlo —ahora se está burlando. Estoy seguro de que sospecha que lo he engañado.

Entonces yo respondo:

—Por eso he venido. La pelea ha terminado, pero Quigley no se ha quedado satisfecho. Está preguntando quién más ha hablado con Alisa antes de que él llegara. Está apuntando nombres, tío.

La sonrisa burlona se evapora de la boca de Jason.

—Espera un momento. Lo único que he hecho ha sido preguntarle si era verdad que habían cortado. Cuando me ha dicho que no, me he ido.

—Entonces no pasa nada —le digo, muy compasivo—. Estoy seguro de que Quigley lo entenderá, ya sabes cómo es.

Ahora es Jason el que parece un poco mareado.

—Sí, ya sé cómo es. Mierda —mira a Aimee, su carita pálida, el pintalabios, la enorme chaqueta morada—. ¿Sabes? Tengo que irme. Hablamos en el instituto.

—Oye, Jason —le grito cuando se aleja—. Tal vez te convendría ir por el camino más largo para llegar a tu coche.

Me hace una seña, desestimando mi consejo, pero podéis estar seguros de que pondrá mucha distancia entre Denver Quigley y él.

Aimee esboza una versión torpe de la sonrisa ahora-solo-estamos-tú-y-yo, pero, para ser sincero, no sé qué voy a hacer con ella. Acabo de salvarla de las garras de la máquina sexual de Jason Doyle, y Cody Dennis ha desaparecido, ¿quién me queda?

El resto de la fiesta ya ha vuelto a la normalidad después del numerito de Quigley y allí se ha quedado Cassidy, al otro lado, un poco apartada del grupo de deportistas. Me está mirando fijamente. Qué pensamientos estarán cruzando por esa mente femenina, no lo sé, pero cuando Marcus se acerca y la abraza por la cintura, ella le devuelve el gesto. De todas maneras, me sigue mirando fijamente, así que hago lo único que se me ocurre hacer en ese momento; pasar el brazo por encima del hombro acolchado y morado de Aimee.

—Vamos a dar un paseo por la orilla del lago —le digo, con los ojos todavía fijos en Cassidy—. Esta fiesta está empezando a ser un muermo.

—¿En serio? ¿Las fiestas suelen ser diferentes?

—No, todas son iguales.

Imagen

Hay un camino de tierra que rodea el lago y de camino hacia allí le robo a Shawnie un vaso de vino con sabor a fresa, no para mí, por supuesto, sino para Aimee. Da la sensación de que le sentaría bien.

—Ah, esto me gusta —dice después de darle un trago. Bebe otro más grande—. Esto sabe bien.

Mientras avanzamos bajo la gran luna redonda, casi llena, hablamos un poco más sobre la Comandante Amanda Gallico y Zoster, la tierra subterránea de Marmoth y de Adininda, la hermosa sirena de la segunda luna del planeta Kosh. Empiezo a pensar que tal vez no me importaría leer alguno de esos libros. A ver, yo soy un lector ávido, pero leo principalmente cosas en Internet, blogs, MySpace, revistas, toda clase de cosas locas.

Siempre estoy leyendo biografías en línea: Dean Martin, Sócrates, Juana de Arco, Rasputín, Hank Aaron, Albert Schweitzer. Y, por supuesto, las de tres personajes: Edgar Allan Poe, Lee Harvey Oswald, Jennifer Love Hewitt. Las vidas de la gente son interesantes. Los libros me parecen algo anticuados, pero puedo intentar leer cosas anticuadas siempre y cuando sean buenas.

Después de terminarme lo que me quedaba de cerveza, me saco la petaca del bolsillo de la chaqueta.

—¿Si pudieras vivir una aventura, una aventura real, en cualquier parte de este planeta, qué harías?

Ella le da un sorbo a su bebida.

—Supongo que iría a algún lugar con caballos. Algún día me gustaría hacer una ruta de montaña a caballo, tal vez por las Montañas Sangre de Cristo en Nuevo México.

—No he estado nunca.

—Yo tampoco, solo las he visto en libros.

—Eso sería guay —le digo, aunque me cuesta imaginarme a esta ratoncita de biblioteca montando a caballo en una montaña con un par de cartucheras y sombrero vaquero—. ¿Irías sola?

—No, iría con alguien.

—¿Con quién? ¿Alguien como ese tío, Zoster?

—Tal vez —mira hacia el camino—. ¿Y tú qué? ¿Qué tipo de aventuras tendrías?

—Oye, para mí todos los días son una aventura. No se me da bien hacer planes a largo plazo. Pero he estado pensando en ir al Amazonas. Iría allí y lucharía contra esas compañías que arrasan la selva y que expulsan a los nativos de su Jardín del Edén y los visten con ropa de mendigo. Eso haría.

—Eso estaría guay —me responde. Sin embargo, me da la sensación de que tenía la esperanza de que me entusiasmara su idea de los caballos, así que continúo—: ¿Has pensado en montar a caballo en la selva? Vamos, no creo que mole mucho ir andando por allí y que una tarántula exótica te coma un pie. No. Lo que hay que hacer es llevarse unos caballos en barco para luego montarlos y recorrer los senderos incas y todo eso.

Eso la anima.

—Seguro que se puede. Seguramente por allí haya montañas con vistas que nadie ha disfrutado jamás.

—Habría muy buenas panorámicas, seguro. Nunca se sabe, incluso podría haber un valle escondido con pterodáctilos volando y otros animales por ahí.

—Sí —agrega ella—. Ese viaje sería increíble.

Nuestros hombros se tocan mientras caminamos y ella levanta la vista y sonríe.

Imagen

Un poco más adelante hay un muelle cubierto desde donde la gente pesca, así que caminamos hacia allí y nos sentamos en el borde que da hacia el agua. Las estrellas brillan y forman cruces de luz sobre las pequeñas olas negras del lago. Aimee está a punto de finiquitar su vaso de vino. Podría haber traído un par más. Cuando se lo termina, cojo el envase y lo lanzo dando vueltas hacia un cubo de basura que está como a seis metros de distancia. Produce un sonido metálico muy fuerte en el interior y exclamo:

—¡Canasta desde la zona de triple!

Me premio con un trago de mi petaca y, para mi sorpresa, Aimee me pregunta si puede probar.

—¿Estás segura? Es bastante fuerte.

—Solo le daré un sorbito para ver a qué sabe.

Inclina la petaca y le da algo más que un sorbito. A continuación, empieza a toser y ahogarse, y parece que los ojos se le fueran a salir de la cara. Le doy unas palmaditas en la espalda, pero hay demasiada chaqueta en esa zona como para que mi ayuda surta efecto. Finalmente, se calma y dice:

—¡Guau!, creo que se me ha ido por mal sitio.

—Ya te he dicho que era fuerte.

—Tendré más cuidado la próxima vez.

—¿La próxima vez? Así me gusta. Si te caes de la jirafa, tienes que volver a montarte inmediatamente.

—Dame un par de minutos —le lloran los ojos, pero está sonriendo, y no es una de esas sonrisas enfermizas como las de antes. Se está divirtiendo de lo lindo.

Nos quedamos mirando hacia el lago un momento.

—¿Sabes qué? —me dice—. Hay otra cosa que también me gustaría hacer. No es una gran aventura ni nada por el estilo, pero sería importante para mí.

—¿Qué es?

Mira mi petaca.

—¿Me das otro trago?

—¿Ya?

Ella asiente. Esta vez solo da un sorbo. Cuando ve que eso no le provoca convulsiones, da uno más largo.

—No está mal —me dice—. Quema un poco al bajar, pero no está mal.

—Sí, es bueno —bebo un trago yo también—. Entonces, ¿qué era esa cosa tan importante?

—Bueno… es algo que no le he contado nunca a nadie, ni siquiera a mi amiga Krystal. Pero lo que realmente quiero hacer es irme a vivir con mi hermana a Saint Louis e ir a la universidad que va ella: la Universidad de Washington. Es una facultad muy buena.

Me pregunto dónde está el secreto. Parece perfectamente normal querer hacer algo así.

—No hay razón para que no lo hagas. Estoy seguro que tus notas son suficientemente buenas.

—No son mis notas lo que me preocupa. Es mi familia. Mi madre dice que tengo que quedarme aquí y ayudarla a repartir periódicos, a pagar facturas y a todo. Ya no está tan bien como antes, por sus problemas del corazón y eso. En un par de años, mi hermano podrá ayudar más, pero hasta entonces, me matricularé en un módulo.

—Estás de coña, ¿verdad? —me quedo mirándola, sorprendido de lo que está diciendo, pero ella se limita a bajar la mirada hacia el agua negra—. A ver, eres una tía genial y brillante, ¿y tu madre te obliga a hacer un módulo? Ni de coña. Tienes que irte a Saint Louis con tu hermana tout de suite.

Me explica por qué sería difícil. Su hermana, Ambith, tuvo una pelea enorme con su madre después de irse a la universidad y ahora apenas se dirigen la palabra. Ambith consiguió una beca, pero de todas formas tiene que trabajar a tiempo completo para sobrevivir. Así que cada dos días, más o menos, la madre de Aimee le da un sermón sobre cómo su familia se derrumbaría si ella dejara de repartir periódicos.

Y luego está Krystal Krittenbrink, que planea ir a la Universidad de Oklahoma, que está a solo veinte minutos de distancia, así que cuenta con que Aimee se quede cerca para seguir siendo su mejor, y probablemente, única amiga. Es ridículo.

—Guau, esta gente te ha lavado el cerebro.

—¿Por qué?

—Mira, te han hecho creer que eres como Atlas, ya sabes, ese tío que soportaba el peso del mundo sobre los hombros. Pero no. Tú eres solamente tú. Tienes tus propios problemas de los que preocuparte. Esto es lo que tienes que hacer. Primero, bebe otro trago de whisky, pero no uno grande, sino pequeño.

—¿Por qué?

—Confía en mí.

—Vale —coge la petaca y la inclina—. ¡Uff! Este sí que ha quemado.

—Muy bien, ahora quiero que repitas conmigo: «Déjame en paz de una puñetera vez, puta Krystal Krittenbrink».

—¿Qué?

—Solo hazlo.

Lo intenta, pero a un volumen demasiado bajo y sin el puñetera y ni el puta, pero no la voy a dejar salirse con la suya tan fácilmente.

—No —le digo—, tienes que decirlo en serio y tienes que decir puñetera y puta. Las palabrotas son cien por cien necesarias en algo como esto.

—Quizá debería beber otro trago.

Le paso la petaca, le da un buen trago, y lo vuelve a intentar. En esta ocasión le pone más ganas, pero todavía necesita ensayar con las palabrotas. Así que le pido que lo intente de nuevo, pero más fuerte, y hago una demostración gritando hacia el lago: «¡Déjame en paz de una puñetera vez, puta Krystal Krittenbrink!».

Y entonces grita la frase entera y le digo:

—Más fuerte —y lo grita fuerte de verdad. Sé que debe de estar sentándole bien, porque lo grita otra vez sin que le insista y esta vez las palabras salen volando como un gran trozo de roca ígnea afilada que atraviesa el lago envuelta en llamas.

A continuación, consigo que suelte una contra su madre y luego otra contra Randy, el vagazo inútil bebedor de Dr. Pepper de su novio. Es increíble. Ambos estamos gritando, una tras otra.

—¡Déjame en paz de una puñetera vez, puta Krystal Krittenbrink!

—¡Déjame en paz de una puñetera vez Randy, hijo de puta!

—¡Déjame en paz de una jodida puta vez, mamá!

Prácticamente se alcanzan a ver todas las criaturas oscuras que llevaba en el estómago salir disparadas en la estela de cada alarido volcánico. Gritamos más y más fuerte hasta que, finalmente, nos reímos tanto que apenas podemos decir una palabra. Nunca la había visto reírse así. Es un verdadero espectáculo, una maravilla, como la Torre Eiffel o el Perrito de la Pradera más Grande del Mundo.

—Sienta bien, ¿no?

—No —responde—, ¡sienta genial!

—Y ahora solo nos queda una cosa más por hacer. Una persona más a quien gritarle.

—¿A quién?

—Al tío que te rompió el corazón.

—¿Qué tío?

—Venga, ¿pretendes que me trague que nadie te ha roto el corazón, o qué?

Se queda mirando el agua y juega con sus dedos.

—Vamos —le insisto—. No se puede llegar a los diecisiete sin haber tenido al menos una relación de mierda que te haya derretido el cerebro.

Tarda un rato antes de hablar.

—La verdad es que nunca he tenido una relación.

—Bueno, no tiene que ser una cosa importante ni profunda. Solamente un tío que haya estado medio liado contigo alguna vez.

Se queda mirando las manos.

—Los chicos no me ven así.

—¿De qué estás hablando?

—Los chicos no me ven como una novia en potencia, ¿sabes? No piensan que sea guapa y ese tipo de cosas.

Esto es brutal. A ver, vale, no es una máquina sexual buenorra, pero tampoco es una gárgola.

—Estás loca —le digo—. ¿No te has fijado en cómo estaban ligando contigo Cody Dennis y Jason Doyle hace un rato?

—No estaban ligando conmigo.

—Claro que sí. Eres una monada. A ver, mira tus suaves cejitas, y esa linda boquita de hacer pucheros. Eres sexy.

—Sí, claro —la chica no me puede mirar a los ojos—. Me lo dices solamente porque eres buena persona.

—¿Yo, buena persona? ¿Estás de coña? No soy buena persona. Lo digo totalmente en serio. A ver, si no te lo dijera en serio, ¿haría esto?

Le inclino la barbilla hacia arriba y le planto un gran beso. Y no me refiero a uno de esos besos educados, fraternales, de chico bueno. Estoy hablando de un beso con lengua, largo, profundo, hasta las muelas, con todos sus condimentos.

—¡Ufff! —dice cuando me retiro.

—Claro que ufff —y solo para asegurarme de que le queda claro, le doy otro. ¿Qué otra cosa puedo hacer, dejar que esta chica se quede sentada aquí en el muelle, bajo la luna, pensando que está condenada a quedarse para vestir santos toda la vida?