Después de terminar mis deberes o, mejor dicho, de que ella termine mis deberes, empieza a explicarme otros conocimientos básicos que necesito para llegar al final del semestre. Es una idea considerada, pero mi capacidad de atención no está para eso, así que decido desviarla hacia otro tema.
—¿Sabes? —le digo, apoyándome contra un lado de su cama y mirando las estanterías—, leyendo tanto, deberías escribir tu propio libro.
Me estudia por un segundo, como dudando si me estoy burlando de ella.
—En serio —le digo—. Seguro que podrías escribir una novela de ciencia ficción que vendiera un millón de copias.
Ella suelta el boli y dice muy quedamente:
—No sé si un millón de copias, pero estoy escribiendo una. Llevo como doscientas páginas, pero probablemente terminen siendo de unas seiscientas.
—Dios, ¿seiscientas páginas?
—Sí —responde. Comienzo a notar que sus «síes» son casi siempre de dos sílabas, una para el «sí» y otra para el «pero no sé si saldrá algo de todo esto».
—Está guay. ¿De qué trata? —le pregunto, aunque sospecho que puede que esté a punto de abrir una lata de aburrimiento concentrado.
Ella me pregunta:
—¿En serio quieres saberlo?
—Sí —una sílaba.
Empieza por advertirme de que me va a contar el resumen, pero al final me cuenta una versión bastante detallada. Y, para mi sorpresa, no es nada aburrida. La idea central es que hay una chica adolescente que está repartiendo periódicos cuando un rayo transportador la sube a una nave espacial. La tripulación, que está formada por una raza de caballos superdotados, la recluta como piloto para que lleve la nave de regreso a su planeta nativo. El giro de la historia se centra en que el planeta nativo al que llegan es en realidad la Tierra en el futuro, donde los caballos superdotados y los humanos coexisten como iguales. La chica, que de alguna manera tiene ascendencia terrícola, ha vivido todo este tiempo entre alienígenas en el planeta Gracknack.
Mientras me narra su historia, me doy cuenta de que así es como escapa. Se refugia en su habitación perfectamente ordenada y desaparece en galaxias lejanas. Apuesto a que le pasa lo mismo con los estudios porque, por lo que percibo, tampoco recibe ningún apoyo en ese aspecto de parte de su familia.
Su hermano y su madre, y Randy, el novio en paro, son gracknackianos. Nunca van a entenderla. Y su mejor amiga, Krystal Krittenbrink, es una enorme pardilla tipo A que la trata como si fuera la empleada de una fábrica de bichos raros gracknackianos. Pero esta habitación es la cápsula espacial de Aimee y ella es una viajera galáctica de larga distancia que va ganando cada batalla a lo largo del camino.
O casi cada batalla. Justo cuando está llegando al final de la historia, se escucha una voz áspera que la llama desde la otra habitación:
—¡Aimee! ¡Oye, Aimee! Tráeme un vaso de Dr. Pepper, ¿vale?
Es Randy. Se ha despertado y ahora está llamando al servicio de habitaciones. Los hombros de Aimee se hunden.
—Ahora vuelvo.
Tras un par de minutos, se vuelve a oír la voz resonante de Randy.
—¿Qué se supone que es esto? Ya sabes que me gusta el vaso azul grande. Este parece un dedal.
Si Aimee le contesta, ya no alcanzo a escucharla, pero la voz de Randy es fuerte y clara:
—Bueno, pues ve a comprar más. ¿Qué has estado haciendo toda la tarde?
Así que Aimee vuelve y me dice que lo siente pero que tiene que ir al 7-Eleven. No parece cruzarle por la mente que yo podría llevarla en coche. Cuando me ofrezco, me responde:
—No tienes que hacerlo. Es mi culpa. Debería haber ido justo después del instituto.
—¿Pero qué dices? Tardaremos como un minuto y medio. Por supuesto que te voy a llevar.
Eso la anima un poco, pero todo rastro de la confianza que haya mostrado antes se ha reducido al tamaño del plancton. Es peor aún después de comprar el Dr. Pepper. Cuando mira por el parabrisas hacia la entrada de su casa, tiene la misma cara que si su nave espacial hubiera chocado y estuviera de nuevo en Gracknack.
Así que antes de darme cuenta, abro la boca y me salen las siguientes palabras:
—¿Sabes qué? Hay una fiesta este sábado. Creo que deberías venir conmigo.
Ha sido un acto reflejo. He tenido que hacerlo. ¿Qué iba a hacer, dejar que volviera dando tumbos a esa casa con las manos vacías?
Y, tal y como lo esperaba, su respuesta es de sorpresa:
—¿Yo?
Y yo:
—Claro, tú y yo.
Y ella:
—¿Una fiesta? —como si estuviera hablando mongol o gracknackiano.
—Sí, una fiesta. El sábado por la noche. Tú y yo. Pasaré a buscarte como a las 8:30, ¿qué dices?
—Eh… ¿vale?
—¿Eso ha sido una respuesta o una pregunta?
—No —me dice—. Quiero decir, que sí, que iré —y esta vez me responde con un sí de una sola sílaba.
—Muy bien, entonces. Fabuloso. Nos vamos a divertir.
Y mientras camina de regreso a su casa, con la cabeza en alto y el litro de Dr. Pepper colgando despreocupadamente de una mano, me siento muy orgulloso de mí mismo. Ha sido una medida drástica, pero tenía que hacerlo. Y no es que la haya invitado a una cita ni nada. Solo he pensado que le vendría bien ir a una fiesta. Sé que a mí me vendría bien.