CAPÍTULO 25

En el trayecto a casa de Aimee, mis intenciones son buenas, pero tengo que admitir que esta chica va a ser un reto. A juzgar por cómo la tratan sus padres y su mejor amiga, debe de ser la persona más acobardada que he conocido desde Kenny Hoyle.

El pobrecito de Kenny. Me recordaba a un personaje de cuento de hadas. Vivía en mi calle con su padrastro y tres hermanastros. Su madre se suicidó. Los hermanastros eran unos vándalos de la leche. Mientras ellos andaban por la calle grafiteando letreros o inhalando pintura en aerosol o lo que sea, el esquelético Kenny de ocho años estaba limpiando ventanas, o quitando hierbas del jardín, o podando el césped con la enorme podadora, arriba y abajo de su empinado jardín a una temperatura de 38.º C. Pero se veía a la legua que no iba a haber ninguna hada madrina que convirtiera a Kenny en un príncipe azul. Lo único que yo podía hacer era ayudarlo a podar el césped de vez en cuando, antes de que la podadora se lo tragara y lo escupiera convertido en un paquete de carne picada.

En fin, me estoy imaginando que la casa de Aimee será una casucha, pero en realidad se parece bastante al sitio donde vivíamos antes de la era de Geech; básicamente, es un pequeño cubo de ladrillos con un techo gris al que le faltan tejas y con un descuidado jardincito en la parte de atrás sin árboles ni arbustos ni flores ni nada más. Al menos mi antigua casa tenía un arbusto al que le hacía falta una buena podada y un árbol de follaje rojo perfecto para trepar, pero la personalidad de esta casa no alcanzaría ni para llenar un vaso de chupito.

Después de tomar un trago de whisky seguido de un buche de enjuague bucal, me acerco a la entrada, que está atiborrada de cosas y doy unos golpecitos rítmicos en el marco de la puerta. Dentro, una voz quejumbrosa grita:

—¡Aimee! ¡Ya está aquí tu novio! —lo cual viene seguido por la voz de Aimee:

—Por favor, Shane, no me pongas en ridículo, ¿quieres?

Un segundo después, escucho la cerradura y la puerta se abre.

—Sutter —me dice con una sonrisa cautelosa—. Ya estás aquí.

—Justo a tiempo.

Tiene algo diferente. Tardo un instante en fijarme, pero luego me doy cuenta de que se ha puesto pintalabios. Por lo general, no usa nada de maquillaje y, permitidme que os diga que eso no la mejora nada.

En cuanto al interior de la casa, es una auténtica pocilga: hay ropa apilada en el respaldo del sofá desgastado y del sillón reclinable, envoltorios de comida rápida abiertos en la mesa de centro, cintas de vídeo obsoletas por todo el suelo. Y, en medio de todo esto, está su hermano pequeño, tirado en el suelo. Las piernas le brincan y se le retuercen porque está haciendo explotar a unos alienígenas con ojos de insecto y dientes de sierra en un videojuego de su anticuada PlayStation.

—Esto… él es mi hermano pequeño, Shane —me dice Aimee—. Tiene once años.

—Hola, Shane.

No se molesta en girarse para mirarme.

—Mamá ha dicho que tenías que ir a la tienda a comprar una botella grande de Dr. Pepper —le recuerda sin dejar de dar giros y golpes a los mandos del juego.

—Lo haré luego —le responde ella, pero él no cede:

—Mejor lo haces ahora. Randy probablemente quiera beber un poco pronto.

—No pasa nada —contesta—. Queda un poco en el refrigerador.

—Solo te estoy diciendo lo que ha dicho mamá.

—Sabes, Shane —me acerco junto al sofá—. Podrías ir tú a comprarlo. Hay una tienda justo al final de la manzana.

Shane me responde con una pedorreta.

Aimee se ríe nerviosa y me lanza una mirada avergonzada de así-son-los-niños.

Por lo general, le dedicaría una respuesta hiriente al mocoso, lo cual soy perfectamente capaz de hacer, pero eso no ayudaría a Aimee, así que solo le digo:

—Esa no es manera de tratar a un invitado, chaval.

—Eres el invitado apestoso de mi hermana, no el mío.

La cara de Aimee se pone de color escarlata hasta la punta de las orejas. Le queda bien, mejor que el pintalabios.

—¿Por qué no vamos a mi habitación a estudiar? —me dice, señalando hacia el pasillo.

—Las damas primero —le digo. Me parece que no pasa nada por usar un tratamiento caballeroso, para variar.

—Más os vale que no hagáis ruido —grita Shane—. Randy está intentando dormir.

Randy resulta ser el novio de la madre, el que vive de la pensión de discapacidad.

—No te preocupes —dice Aimee—. Una vez Shane disparó un cohete de agua en el baño y Randy no se despertó.

Después de navegar entre la basura del salón y el pasillo, me sorprendo cuando Aimee abre la puerta de su habitación. Es como ese momento en El mago de Oz, cuando Dorothy abre la puerta y ve la tierra de Oz por primera vez, solamente que en este caso pasas del blanco y negro al color, es decir, pasas de un basurero en toda regla, a una limpieza increíble y casi geométrica.

Bienvenidos al mundo de Aimee.

Tiene un mapa gigante en la pared que está tan bien estirado que parece que lo ha planchado. Y lo mismo pasa con la gran fotografía de la Vía Láctea y los dibujos a lápiz que cuelgan en las otras paredes. El escritorio parece barato, de segunda, y el ordenador debe de ser del siglo XX, como el vídeo, pero todo —los bolígrafos y los cuadernos y los gatos de cerámica—, están perfectamente colocados. La cómoda también es barata y limpia, pero lo que más me sorprende son sus libros.

Tiene unas estanterías de plástico desmontables apoyadas contra una pared sobre las que hay fila tras fila de libros de tapa blanda en cada repisa. Y como ya no queda espacio en las repisas, tiene apilados probablemente otros cien contra la pared, en hileras tan ordenadas como las demás.

—Vaya sí te gusta leer —le digo, admirando su colección.

—Son casi todos de ciencia ficción —mira los libros con un cariño supremo—. Algunos son de misterio y tengo muchos clásicos como Cumbres borrascosas y Jane Eyre.

Cojo un libro titulado algo así como Los androides de NGC 3031. En la portada, una mujer androide con un cuerpazo está escapando de unas naves espaciales que van volando bajo y disparándole con láseres de color rosa.

—Este parece interesante —le digo, pero en realidad estoy pensando: ¡Guau!, Aimee, ¿ciencia ficción? ¿Podrías esforzarte un poquito más por etiquetarte con la marca de ganado de los pardillos? ¿Qué más, anime?

—Me gusta pensar en el espacio —dice, como disculpándose.

—El espacio mola.

—En el futuro me gustaría trabajar para la NASA —suena un poco insegura, como si tuviera miedo que yo considerara estúpida su ambición o algo.

—Eso sería espectacular —le respondo—. Realmente deberías hacerlo.

—Sí —dice con renovado entusiasmo en la voz—. Y después de haber trabajado ahí unos cinco años y ahorrar algo, voy a comprar un rancho de caballos para vivir.

—No sé qué podría ser mejor que eso. Supongo que por eso tienes todos esos dibujos de caballos en las paredes —me acerco para ver mejor los dibujos. En realidad, sus caballos parecen más perros, pero no hay necesidad de mencionarlo. Estoy seguro que, para ella, dibujarlos es mucho más importante que el resultado final—. Te gusta montar a caballo, ¿eh?

—Eh, no. Esa es la Comandante Amanda Gallico, de los libros de los Planetas Brillantes.

Ahora está de pie junto a mí y sé que ve mucho más en esos dibujos de lo que veo yo.

—¿Cuál es su historia?

—Está a cargo del Arca Neexo 451. Están escapando de la Galaxia Oscura y busca una ruta hacia el sistema de los Planetas Brillantes.

En los dibujos, la Comandante Amanda Gallico parece un poco grande en comparación con los caballos, o por lo menos su cuerpo, que es muy atlético, como de superheroína. Sin embargo, tiene la cabeza un poco pequeña y sigo pensando que su rostro se parece al de Aimee sin gafas.

—Te debe de gustar mucho —le digo.

—Sí —responde con ese estilo que tiene de arrastrar la i, comprometiéndose a medias como hace cuando dice cualquier cosa positiva—. Supongo que es mi heroína y eso.

Esto me está rompiendo el corazón. Vamos, que yo renuncié a mis héroes cuando empecé quinto de Primaria. Esta chica necesita ayuda y la necesita ya. Así que le digo:

—¿Sabes qué? Tú serás mi heroína personal si consigues que arregle todo este asunto del Álgebra. ¿Dónde lo hacemos?

Me doy cuenta de que mi elección de palabras quizá haya sonado un poco sexual cuando ambos miramos en dirección a su pequeña cama con la colcha a cuadros. Es el único mobiliario de la habitación donde caben dos personas. A lo que ella dice:

—Eh… —pero eso es todo lo que logra decir.

—Yo siempre hago los deberes en el suelo, donde puedo extender todas mis cosas.

Eso le parece bien, así que nos ponemos a trabajar. En cuanto empezamos, su actitud se vuelve mucho más confiada. Pero es como una confianza suave. Una confianza amable. Podría con toda facilidad empezar a comportarse como si fuera superior o incluso podría ridiculizarme por mi idiotez matemática, pero no hace nada por el estilo. No necesita hacerlo. Aquí, en el reino de los libros, se siente segura. Recupera algo del control que no tiene en ninguna otra parte. ¿Y sabéis qué? Si a mí se me diera mejor escuchar, estoy seguro de que lograría hacerme entender algunas de las cosas que el señor Asnoter jamás pudo.