Sorprendentemente, mi madre realmente llama a casa alrededor de las dos de la tarde para comprobar si estoy cumpliendo con mi magnífico castigo. Se pone en plan estricta y eso, y me dice jovencito esto y jovencito lo otro. No sé por qué los adultos creen que decirle jovencito a alguien subraya la seriedad de la situación, pero parece ser una técnica muy común entre los mayores.
Tengo que admitir que mi madre esta vez se ha mantenido firme en su posición. Me sale otra vez con lo de la academia militar. Para ser sincero, fue un poco mierdero por mi parte prenderle fuego al traje de Kevin. Pero tampoco es que lo hiciera a propósito.
Ricky está recostado en el sillón reclinable, como a metro y medio de distancia, durante toda la conversación. Cuando cuelgo, me dice:
—Tío, ¿tus padres de verdad se creen que te estás tragando todo este cuento de la academia militar? A ver, te vas a graduar en unos tres meses. Incluso si te mandaran, ¿en qué te beneficiaría ir solo durante tres meses?
—Ya lo sé. No tiene sentido. Creo que es solo su forma de demostrarme lo convencidos que están de que no valgo la pena —me acerco a la barra. Hoy no tengo que trabajar, así que me parece un buen momento para mezclar una buena jarra de martinis.
—Te voy a decir una cosa —me dice Ricky—. No se lo tomarían tan a la ligera si te hicieras militar de verdad y te mandaran a Irak a que te volaran en pedazos como al hermano de Jeremy Holtz.
—No sé. Les gusta fingir que son muy patriotas. Si me volaran en pedazos allí, sería lo mejor que les podría pasar. Estarían presumiendo de ello durante años. Tal vez incluso sacarían su foto en el periódico mientras fingen llorar sobre mi ataúd, envuelto en la bandera.
—Ah, claro. Como si eso fuera realmente patriótico. A la gente le encanta ir por ahí fingiendo que si crees en la paz, entonces eres una especie de basurilla traidora, antiamericana y anti militar. Me parece más pro militar querer evitar que mueran los estadounidenses. Yo me he criado entre militares toda mi vida; mi padre, mis tíos. Y no quiero que se vayan nunca a no ser que haya una puñetera buena justificación. Esta puta guerra me revienta. ¿Sabes qué es?
—¿Una ciénaga?
—Es una ciénaga grande que te cagas, tío. Es un pantano de aguas negras. Con zurullos del tamaño de sillones. A ver ¿eso es lo que piensan los políticos de nosotros, que los jóvenes de hoy solo somos imanes para bombas en la carretera de su invasión fallida? Mi padre estaba en la marina y no me importaría alistarme en los marines, pero ahora mismo no. Todo esto está administrado por vampiros, tío. Vampiros atómicos despiadados. Y su líder es una especie de chupasangre primitivo de cabeza bulbosa que se llama Generalísimo Hal E. Burton. Dios mío. ¿Tú crees que yo combatiría en una guerra nuclear de vampiros? Ni loco. Mejor me apunto al movimiento de protesta. ¿Pero dónde está? No existe. Es como si todos fueran unos vagazos. O les hubieran lavado el cerebro.
—Cuidado —le digo—. Será mejor que dejes de hablar así, maldito hippy. El Generalísimo Hal probablemente tenga micrófonos en esta misma habitación. En cualquier momento podrías aparecer en una cárcel cubana, encadenado al suelo y sin un abogado a la vista.
—Tío, si no fuera tan real, eso sería hasta divertido.
Cuando la jarra de martinis está lista, le ofrezco uno a Ricky, pero lo rechaza.
—Estoy cuidando la línea —me dice sarcásticamente.
Hago ondear el vaso frente a él.
—Vamos, sabes que sí quieres.
—No, en serio. Estoy intentando beber menos.
—No pasa nada. Más dejas —me siento y enciendo la televisión.
—Es mi nueva resolución —dice Ricky—. No más fiestas entre semana.
—¿Y la maría?
—También voy a fumar menos maría.
Me lo quedo mirando un momento.
—Mírate —le digo—. El rey de la maría. Una cita, un fin de semana de llamaditas telefónicas, una comida juntos el lunes y Bethany ya te ha remodelado.
—No tiene nada que ver con eso, tío. Simplemente me he cansado. Ya basta. Necesito un cambio.
Levanto mi vaso hacia la luz.
—Un martini perfecto nunca cansa.
—En serio —contesta Ricky—. Ya no me sirve, no para hacerlo constantemente. Cuando era la novedad, entonces era fabuloso. Todo es fabuloso cuando es nuevo. Como cuando eres niño. Todo es una maravilla resplandeciente.
—¡Ah, sí! —le doy un buen trago al martini—. La infancia es un país fantástico para vivir.
—Por supuesto —dice Ricky—. Recuerdo que una vez, cuando tenía más o menos cuatro años, fui al banco con mi padre. Y, sabes, hoy en día el vestíbulo de un banco me parece el sitio más aburrido del mundo, junto con la oficina de correos, pero en aquella época era mágico. Tenían una fuente en el centro. No daba crédito. Una fuente, ¡dentro! Llamé a mi padre y le dije que viniera a verlo y él me dijo: «Sí, es una fuente». Como si no fuera nada especial.
»Pero entonces me di cuenta de que no era solo una fuente, también tenía monedas dentro. Y le dije a mi padre: «¡Mira, papá, hay dinero dentro!». Y él me contestó: «Sí, algunas personas lanzan monedas a las fuentes y piden deseos». ¡Deseos! ¡Tío! Aquello se estaba poniendo cada vez mejor. Era una fuente mágica. Estaba totalmente anonadado. Pero mi padre estaba ahí al lado, llenando una formulario de transferencia sin tener ni idea de lo jodidamente alucinante que era el mundo.
—Sí —le digo—, yo tuve un momento así con mi madre y una vaca muerta en la carretera.
—¿Y qué pasa luego? —pregunta Ricky—. Que llegas a los once o doce y ya todo te resulta aburrido. Te han quitado la capacidad de maravillarte a golpes, pero no quieres que las cosas sean así. Quieres volver a tener capacidad de maravillarte. Quieres que todo siga siendo nuevo. Así que cuando bebes por primera vez, o cuando te fumas un porro por primera vez, es como si recuperaras eso.
—Hay que venerar la capacidad de maravillarse —le digo—. ¿Me estás diciendo que sí que quieres una copa después de todo?
—No, tío. Lo que digo es que eso también termina por aburrir. Tiene obsolescencia programada, como todo lo demás. Así es como funciona el sistema. Es un gran engaño. Cuando algo se hace viejo, entonces hay que comprar lo siguiente, que también va a envejecer y luego lo siguiente. Toda la sociedad es un campo de entrenamiento para la adicción.
—¿Eso cree usted, profesor? —me encanta darle alas con sus teorías.
—Claro, tío. Apostaría un millón de dólares a que alguien ya ha inventado una máquina de movimiento perpetuo, pero los vampiros atómicos la han destruido. Y pasa lo mismo con las telas que nunca se desgastan.
—Sí, seguro que también tienen palos de golf que nunca se rompen y árboles de los que crecen salchichas.
—Lo estás diciendo de coña —dice Ricky—, pero probablemente tengas razón.
—Voy a echar de menos cuando dejes de fumar maría y no tengas más teorías así.
Se burla de eso.
—No necesito maría para elaborar mis teorías, tío. Todo está delante de tus narices. A ver, mira por ejemplo la MTV —señala la televisión. La pantalla está llena de universitarias de cuerpos firmes y tíos en bañador moviéndose como locos al ritmo de una canción que da pena.
—Hasta nuestros cuerpos se han convertido en productos, tío. Los abdominales y los pechos y los glúteos y los pectorales. Tienes que comprar el próximo gimnasio o libro de dietas o lo que sea. Tienes que ir al cirujano plástico para que te quite la grasa del vientre o del culo.
—Sí, es raro, tío. Acéptalo.
Pero él se niega.
—No voy a aceptar esa mierda. ¿No ves de qué estoy hablando? Nos están convirtiendo en productos. Detrás de todo esto están los mismos vampiros atómicos. Mandan a sus secuaces a que te hipnoticen con su último cantante de pop-diagonal-estríper o con el nuevo videojuego o el último teléfono móvil o la última película de ¡bam-bam-pum! en el cine. Y luego, cuando estás hipnotizado, te atraen a uno de sus enormes castillos mega eléctricos.
—¿Castillo mega eléctrico? Suena bien.
—No, no suena bien. Porque cuando te tienen ahí dentro, entonces te meten en una máquina que parece un tubo de resonancias que se llama el desalmatizador y cuando sales del otro lado ya no eres más que un producto.
—¿Y cómo se llama este producto?
—Vacío, tío, así se llama. Y te venden una y otra vez durante el resto de tu vida, hasta el puñetero final, cuando te meten en una caja por última vez y te entierran en el suelo.
—¡Guau! —le digo—, ¿estás seguro de que no has fumado hoy?
—Ni una caladita —sacude la cabeza con cansancio—. Te lo estoy explicando, tío. Necesito un cambio. Estoy harto de los vampiros atómicos. No quiero ser su producto. No quiero ser el sacramento de su Santísima Trinidad. ¿Sabes cuál es su Santísima Trinidad?
—¿Cerveza, vino y whisky?
Hace un gesto para rechazar mi idea.
—No, tío, la gran Santísima Trinidad de los vampiros atómicos está formada por el dios del sexo, el dios del dinero y el dios del poder. El dios del sexo paga tributo al dios del dinero y el del dinero al dios del poder. El dios del poder es el que lo arruina todo. Los otros estarían bien si estuvieran solos, pero él es un cabronazo. Él es el que manda a sus secuaces a hipnotizarnos con su Siguiente Cosa Nueva. Pero eso no es la capacidad de maravillarse. Es solo un sustitutivo de la capacidad de maravillarse. Da asco. Ahora bien, no digo que no vaya a divertirme nunca más. Solo quiero encontrar algo que perdure, para variar.
Hago una pausa para asegurarme de que ha terminado y luego levanto mi vaso:
—¡Amén, hermano Ricky! Eso sí que ha sido un buen sermón.
—¿Tengo o no razón?
—Por supuesto que sí. Todos queremos algo que perdure —no comento que querer es muy distinto que creer que realmente lo puedes lograr.
—Bien —levanta un vaso imaginario—. ¡Quiero escuchar otro amén, hermano Sutter!
—¡Amén, hermano Ricky, amén!
—¡Aleluya, hermano, aleluya!
Los dos nos estamos riendo bastante. Le doy un buen trago a mi martini y le digo:
—Te voy a decir una cosa, después de hoy, me voy a unir a tu reto: no voy a beber hasta el fin de semana. Después nos pillaremos una buena borrachera.
—Creía que estabas castigado.
—Eso nunca ha sido un problema. Mi habitación tiene ventana, ¿sabes?
No me responde nada en el momento, pero finalmente me confiesa que va a un concierto con Bethany el viernes y el sábado va a cenar con sus padres.
—¿Cena con sus padres? Dios, tío. De verdad te está transformando.
Se encoge de hombros.
—Solo quiero estar con ella, como cuando tú estabas con Cassidy.
—Sí, pero yo no quería estar con ella todo el fin de semana todas las semanas.
—¿Por qué no invitas a salir a tu amiga la repartidora de periódicos el viernes o el sábado? ¿No se suponía que la ibas a llamar por la tarde?
—Oye, ya te he dicho que no le voy a pedir salir. Déjame repetírtelo: no es una chica con la que me interese acostarme. Ni hoy ni en el futuro. No voy a acostarme con ella en el coche. No voy a acostarme con ella de noche. No voy a acostarme con ella en el jardín. No voy a acostarme con ella en el cuarto de la lavadora. No me acostaré con ella en Marte. No voy a acostarme con ella en ninguna parte.
—Ah, claro, se me había olvidado. Estás intentando salvar su alma. Que se escuche un aleluya para el Hermano Sutter y su complejo mesiánico.
—¿Mi qué…?
—Complejo mesiánico. Eso significa que crees que tienes que ir por ahí salvando a todos.
—No a todos, solo a esta chica.
—¡Aleluya, hermano!