Bueno, debería haber llegado a la casa de mi novia hace cinco minutos, pero en esta ocasión tengo una excusa legítima para que se me haya hecho tarde. ¿Cómo podría Cassidy, la Señorita Activista en persona, echarme la bronca por intervenir en la situación de este niño? Prácticamente estoy haciendo trabajo social. Tal vez hasta la madre de Walter me apoye.
Por desgracia, Walter no recuerda exactamente dónde vive. Nunca ha tenido que volver a su casa andando desde la tienda. Lo único que sabe es que hay una camioneta negra sin neumáticos que le da miedo frente a una casa en la esquina de su calle, así que vamos para arriba y para abajo por toda la zona residencial en busca de esa camioneta.
Para tener seis años, Walter tiene buena conversación. Tiene una teoría sobre Lobezno, de los X-Men. Cree que es el mismo tipo que recoge la basura de su calle. Además, me ha hablado sobre un malote pelirrojo de su colegio que se llama Clayton, a quien le gusta ir por ahí pisándole los pies a los demás niños. Un día, se cansó de oír gritar a los pequeños y fue a pisotear, para variar, a la profesora. La última vez que Walter vio a Clayton, la señorita Peckinpaugh lo llevaba arrastrando por el pasillo, agarrándolo de la muñeca mientras él iba deslizándose sobre el trasero como los perros cuando se limpian.
—Sí —le digo—. El cole es raro, es cierto. Pero recuerda esto: lo raro es bueno. Acepta lo raro, amiguito. Disfrútalo, porque siempre estará ahí.
Para ilustrar mi punto, le cuento la historia de Jeremy Holtz y el extintor. Conocía a Jeremy bastante bien en Primaria y era simpático, siempre con una respuesta rápida y graciosa preparada. Pero en Secundaria, cuando su hermano murió en Irak, empezó a irse con «malas influencias». (No es que yo no me vaya con ellos de vez en cuando, pero yo soy así, me voy con todos). Pero Jeremy cambió. Se llenó de acné y empezó a pasarse con los profesores. Un día, fingió un exagerado y enorme bostezo en la clase de Historia y el señor Cross le dijo que lo único que conseguía era mostrar lo malcriado que era. Eso fue demasiado para Jeremy. Sin decir una sola palabra, se salió del aula. Un minuto después, entró caminando de lo más tranquilo con un extintor en la mano y empezó a disparar en una dirección y luego en otra, tan fresco como una lechuga. Era una tormenta de nieve andante. Bañó a todos los de la fila de atrás y también al ala sur del aula. El señor Cross intentó detenerlo, pero Jeremy también le disparó, como diciendo: «Ahí tiene, señor Cross. Ahí tiene su mala crianza de mierda».
—El buen Jeremy no me bañó a mí —le digo a Walter—. ¿Sabes por qué?
Sacude la cabeza.
—Porque yo acepto lo raro.
No sé cuántas calles recorrimos en el coche, para arriba y para abajo, pero finalmente ahí estaba, la camioneta negra sin neumáticos que daba miedo. No es que estemos en un barrio marginal ni nada por el estilo. Simplemente no es posible adentrarse en este lado de la ciudad sin encontrar el típico automóvil que alguien pretende arreglar algún día colocado en la entrada sobre tabiques. De hecho, la casa de Walter es una casita suburbana de una planta perfectamente decente con una camioneta Ford Explorer perfectamente decente aparcada delante.
Tengo que convencerlo de que me acompañe a la entrada y parece un poco asustado cuando toco el timbre. Tenemos que esperar un rato pero, finalmente, su madre sale a la puerta con una expresión que parece indicar que cree que le voy a vender una aspiradora o el mormonismo. He de admitir, sin embargo, que es guapa. Se ve muy joven y me cuesta trabajo no pensar en ella como una madurita caliente.
Cuando ve a Walter, abre el portón y empieza con la típica letanía de «¿Qué estás haciendo fuera del cole, jovencito?». Parece como si Walter fuera a ponerse a berrear en cualquier momento, así que intervengo y le digo:
—Disculpe, señora, pero Walter está enfadado. Lo encontré en la tienda y me dijo que se iba a escapar a Florida.
Justo en ese momento, la veo percatarse de mi 7UP.
—Espera —me dice, entrecerrando los ojos—. ¿Has estado bebiendo?
Miro mi 7UP como si fuera el cómplice que me delató.
—Eh, no. No he estado bebiendo.
—Claro que sí —suelta el portón, que se cierra de golpe detrás de ella y se queda de pie justo frente a mí—. Lo huelo en tu aliento. Has estado bebiendo alcohol y conduciendo con mi hijo.
—Ese no es el tema —empiezo a retroceder—. Centrémonos en Walter.
—No te atrevas a venir aquí, borracho, a decirme qué hacer con mi hijo. Walter, entra en casa.
El niño me mira con expresión desolada.
—Walter, ¡ahora!
Y yo digo:
—Eh, no hay por qué gritarle.
Y ella:
—Se me ocurre que sería buena idea llamar a la policía.
Me dan ganas de contestarle que si en realidad tuviera buenas ideas, su hijo no estaría intentando huir a Florida. Pero sé lo que me conviene. Nunca me he vuelto a meter en problemas con la policía desde el incidente del árbol quemado y no permitiré que una guapa madre malvada de veinticinco años me meta en problemas ahora.
Entonces, comento:
—Vaya, se hace tarde —me miro la muñeca, aunque no llevo reloj—. ¿Qué tal? Llego tarde a catequesis.
Se queda ahí observándome mientras llego al coche, dejando claro que está preparada para memorizar el número de mi matrícula en caso de que le cause algún problema. Pero no puedo decepcionar a Walter. No está en mi naturaleza.
—Su hijo está dolido —le digo mientras abro la puerta—. Echa de menos a su padre.
Baja los escalones de la entrada y su gesto se hace dos arrugas más malvado.
Me meto y enciendo el motor, pero no puedo irme sin bajar la ventana y decir una última cosa:
—Eh, si yo fuera usted, estaría pendiente de que Walter no se acerque al árbol del jardín.