—¿Por qué nadie me quiere? —grito por la ventanilla mientras voy a toda velocidad por la calle—. Tengo un buen coche. Tengo la polla grande. ¿Por qué nadie me quiere?
Ahora, en caso de que estéis pensando que eso es bastante patético, permitidme explicaros que estoy siendo sarcástico. En realidad, estoy citando a un tío con el que trabajé durante el verano en el muelle de carga de la tienda de artículos de fontanería de Geech. Se llamaba Darrel. Estábamos sentados en el muelle, sudando bajo el sol, y la mujer del pobre Darrel le acababa de dejar y por eso decía: «¿Por qué nadie me quiere? Tengo un buen coche. Tengo la polla grande. ¿Por qué nadie me quiere?».
Lo decía completamente en serio. Me rompió el corazón y me hizo partirme de risa al mismo tiempo. Tenéis que intentar gritarlo alguna vez. Sienta muy bien.
Apenas he recorrido un par de manzanas cuando me doy cuenta de que el edificio Chase está justo frente a mí. Podría llegar allí en dos minutos, pero ¿para qué? En cambio, me meto en un aparcamiento y me quedo mirando por el parabrisas hacia esas ventanas negras. Después de beber un trago de whisky, empiezo: «¿Qué pasa, papá? ¿Estás haciendo fortuna ahí arriba? ¿Estás ganando un millón? ¿Le vas a demostrar a mi madre lo equivocada que estaba? ¿Vas a obligarla a que te ruegue que vuelvas después de todos estos años?».
Bebo otro trago.
«¡Vamos papá, baja!», le grito al parabrisas. «¡Con un par de huevos, baja a la tierra!».
Pero no tiene sentido seguir pensando en eso. Es ridículo andar por ahí sentimentalón y deprimido. Es viernes. Estoy jodidamente libre y loco. Tengo toda la noche por delante. Olvidemos a mi hermana y el traje a la brasa de Kevin y los ojos verdes de Hannah. Olvidemos a Cassidy y a Mr. Leon’s y el Álgebra y el mañana. Voy a coger esta noche con las manos, voy a abrirla, y a comerme la fruta del centro y a tirar la cáscara.
En Bricktown, aparco en la torre que está al lado del estadio y luego paseo por las aceras con lo que me queda en la petaca, mirando a las tías buenas. Durante un rato, me paro a hablar con el tipo que siempre toca una especie de guitarra china extraña en la esquina. Intento conseguirle clientes gritando a los peatones que le lancen más monedas. Además, me invento un buen discurso, como los que se escuchan en el pasillo central de la feria estatal, pero este tío no parece apreciar mis esfuerzos, así que mejor me voy.
Intento entrar en los bares, pero me piden el carnet en todos hasta que, finalmente, encuentro uno que no tiene vigilante en la entrada. El lugar está lleno de jóvenes prometedores, así que me voy a la parte de atrás para decidir cuál será mi siguiente movimiento. Mola. Me muero de ganas de tener veintiún años. Iré de bares todas las noches.
En una mesa junto a la pared hay un grupo de tías, probablemente universitarias, dos rubias y tres morenas, todas guapas a su manera, como un paquete de galletas surtidas de tu marca favorita. Sí, Dios me quiere, me digo. Dios no permitirá que me hunda.
Al principio, las tías no confían mucho en mí, pero les sonrío y me lanzo a contarles la historia de cuando me caí del techo de Cassidy. Se ríen y me invitan a sentarme con ellas. Intercambiamos nombres y me dicen que todas son estudiantes de la Universidad de Oklahoma. Podría mentir y decirles que yo también estoy en la universidad, pero me siento demasiado libre para mentir y, además, les parece monísimo enterarse de que estoy en Bachillerato y que he venido solo a un bar después de que mi novia me haya dejado.
Me invitan a cerveza y se ríen de mis historias. Sus ojos bailan y su pelo se agita. Estoy enamorado de todas a la vez. Dos de ellas me besan en las mejillas mientras otra me pasa la mano por el pelo. Por un segundo considero la idea de irme con ellas a su residencia para desnudarnos y retozar juntos en una cama redonda con sábanas de seda roja. Sería como un video de Girls Gone Wild, pero conmigo en el centro.
Eso no pasa, por supuesto. Tienen otros bares a los que ir esta noche y no me invitan a acompañarlas. Una a una me abrazan para despedirse. Me pellizcan las mejillas e incluso el culo, pero en plan hermanas mayores. En este momento me doy cuenta de que así es como se sentía Ricky antes de que lo liara con Bethany.
Pero mi noche aún no ha terminado. Paseo por la orilla del canal y luego me acerco a los cines a ver quién está por ahí. No veo gran cosa, así que vuelvo al aparcamiento, pero no recuerdo en qué piso he dejado el coche. No me importa, esto me da la oportunidad de conocer más gente mientras busco, y sé que Dios me guiará hasta mi coche en algún momento, porque soy el borracho consentido de Dios. El único problema es que mi petaca empieza a parecerme muy ligera.
Y, tal como yo sabía, Dios no me abandona. Milagrosamente, mi coche aparece y cinco minutos después y al este de la ciudad, justo antes de entrar a la autopista, encuentro una serie de tiendas y estaciones de servicio llenas de cerveza de 3,2 grados. Lo único que tengo que hacer es encontrar un establecimiento que no se preocupe demasiado de revisar los carnets o convencer a alguien de que entre y me compre cervezas.
De pie fuera de la segunda estación de servicio que visito veo a una tía con una microscópica falda vaquera. Me mira y sonríe coquetamente. Probablemente tenga unos veinticinco años y es guapa, salvo por los dientes. Me doy cuenta de que es una prostituta adicta a la metadona.
No pasa nada. Yo no desprecio a nadie, excepto a la gente pretenciosa, e incluso por ellos soy capaz de sentir pena. Bromeo un rato con ella y veo que tiene una mente ágil e ingeniosa. Su nombre es Aqua —o eso me dice—, y aunque quiere que nos vayamos de «fiesta-fiesta», no parece demasiado decepcionada cuando le doy diez dólares para que entre a comprarme un paquete de doce cervezas.
—Puedes volver cuando quieras, Sutter —me dice al entregarme la cerveza—. Te haré un descuento especial.
Me beso las puntas de los dedos y le toco la mejilla.
—Avísame cuando quieras tener una cita de verdad y estaré en tu puerta en un segundo.
Bueno, quizá sea ya un poco tarde para empezar a beberme las cervezas, pero no tengo ninguna prisa por llegar a ningún lado, mucho menos a casa. Sin duda Holly ya habrá llamado a mi madre para decirle lo increíblemente jodido que estoy. Pero ya me preocuparé de eso mañana. En este momento, hay nuevas cosas que ver y música que escuchar a todo volumen.
No sé cuánto tiempo llevo conduciendo pero, cuando me doy cuenta, estoy en medio de una zona que no reconozco, con las ventanillas abiertas y el viento frío sacudiéndome la ropa. Al principio las casas no tienen mala pinta, pero cada vez parecen más deterioradas hasta que estoy rodeado de casitas torcidas que parecen estar hechas solo de tejas. Veo techos hundidos, entradas de cemento sin terminar, árboles medio secos, jardines sin césped. Aquí y allá hay triciclos y cosas, como un caballito de plástico desgastado con ruedas que se inclina donde estaban las jardineras con flores, ahora llenas de hierbas. Hay familias que viven en estas cajitas enclenques, igual que mi familia y yo vivíamos antes.
Entiendo a estas personas. Estas son las personas que me gustan.
—¡Sois preciosos! —grito al viento—. ¡Sois sagrados!
De repente, algo me impulsa a subirme a la acera y conducir por los jardines estériles.
—¡Muerte al rey! —grito—. ¡Muerte al puto rey!
Y eso es lo último que recuerdo antes de despertar bajo un árbol seco con una tía rubia de ojos azules mirándome desde arriba.