CAPÍTULO 14

En una situación como esta, hay que conservar la compostura. No te puedes embutir con ella en el sillón y empezar a babear. Así que, para empezar, me dirijo hacia la bandeja de quesos finolis que ha sacado Holly y me siento al otro lado de la habitación, en un taburete junto a la barra. De vez en cuando le lanzo una miradita rápida o dos a Hannah, pero básicamente finjo estar interesado en la conversación.

Para los hombres es algo así:

—¿Cómo estuvo el partido golf en Tahoe?

—¡Fantástico!

Y para las mujeres:

—¿Has ido ya a la tiendecita de antigüedades que han abierto en Havenhurst y Hursthaven?

—No, ¿cómo es?

—¡Fantástica!

En ese instante me juro a mí mismo que nunca organizaré una cena como esta, tenga la edad que tenga. ¿Así se supone que es la amistad cuando sales de la universidad? No entiendo cómo pueden llamar amigos a estas personas, al menos no según la definición de la palabra que yo he conocido mientras crecía.

Supongo que es distinto cuando sales al mundo y no compartes tantas experiencias todos los días como en el instituto, pero estas personas no tienen chistes ni batallitas en común, ni teorías sobre cómo funciona el universo ni nada. No tienen una conexión profunda. Da la impresión de que casi no se conocen.

Durante un rato pongo a prueba mis poderes psíquicos intentando que Hannah se acerque a la mesa de los quesos elegantes para poder entablar una conversación con ella, pero supongo que no debo de tener ese don, porque ella sigue sentada en su sitio, estirada como palo, con las manos dobladas sobre el regazo y los labios congelados en una sonrisa educada. Ahora bien, si recordamos cómo funciona mi mente, veremos que no es fácil que me aburra, pero en este momento de la cena siento que si no ocurre algo entretenido pronto podría caerme de lado de mi taburete y quedarme tirado en el suelo. Entonces, me acuerdo del porro que Ricky me ha dado por la tarde. Eso seguramente mejorará las cosas.

El baño de arriba, el que está conectado a la habitación de Holly y Kevin, me parece el sitio ideal para encenderlo. Pero ¿qué pasa cuando subo? Ahí sobre un ropero enorme con cajones que tienen, encuentro una botella de whisky escocés Macallan de treinta años. ¡De treinta años! Típico de Kevin. Aunque le encanta impresionar a los demás con sus cosas de marca, no va a compartir su botella de escocés de trescientos dólares en una cenilla insulsa como esta. Ni siquiera está su jefe.

Yo nunca he sido un gran fan del whisky escocés, pero mi 7UP empieza a sentirse débil y, además, ¿cuántas oportunidades voy a tener de beber algo así? Bueno, una vez leí un artículo en la red sobre una botella de sesenta años de Macallan que costaba algo así como treinta y ocho mil dólares. ¿Qué más da que aún no esté abierta? No me voy a beber la mitad de la botella ni nada por estilo.

Pero preferiría abrirla de alguna forma que Kevin no pudiera detectar. Esto va a ser un problema. Incluso si rompo el sello lo más cuidadosamente posible, me va a costar trabajo repararlo. Inspecciono la botella desde todos los ángulos, la rompo un poco con la uña y la muevo hacia atrás y adelante, pero no hay suerte.

Finalmente, decido encenderme el porro, con la esperanza de que tal vez un poco de hierba me ayude a encontrar una manera de abrir la botella. Después de un par de caladas y de no exhalar el humo durante un buen rato en cada una, mi mente empieza a expandirse y, dicho y hecho, me llega una idea: podría romper el cuello de la botella contra el escritorio y empezar a beber, tragando alcohol y vidrio a la vez. Y luego, al vomitar, saldría todo en esas perfectas y pequeñas botellitas que venden en los aeropuertos llenas de whisky escocés.

Por eso yo no fumo marihuana como Ricky; tengo una imaginación demasiado activa como para controlarla después de una o dos caladas.

Pero la imagen mental me hace mucha gracia y apenas puedo contener la risa cuando se me ocurre otra cosa: que Kevin entre a la habitación y yo me ponga a sacudir la botella rota frente a él como si fuera una pelea de bar de película antigua. No puedo evitar reírme en voz alta con esta imagen.

Entonces se oye un crujido en las escaleras. Alguien está subiendo. Probablemente sea Kevin, preocupado por si me bebo su botella de trescientos dólares. Qué paranoico. Seguro que vosotros creeríais que podríais confiar en el hermano de vuestra mujer.

—¿Sutter? —en efecto, es Kevin—. Oye, ¿estás por aquí? ¿Por qué no bajas y hablas un rato con Hannah?

Viene hacia mí. En ese momento, como ya estoy más que fumado, decido que la mejor alternativa es meterme en el armario hasta que se vaya. Cualquiera haría lo mismo, me digo. Me meto entre sus trajes y chaquetas de sport y alcanzo a verlo por la rendija que separa la puerta y el marco, buscándome como si quisiera encontrar a un ladrón reincidente.

Mira el ropero de los cajones. Mierda, pienso, ¿por qué no habré puesto la botella en su sitio antes de largarme?

—¿Sutter? —llama, buscando a su alrededor. ¿Os he dicho que su pelo parece un peluquín? No lo es, pero lo parece. Empieza a caminar hacia el baño—. ¿Has visto mi botella de Macallan?

Ante esa pregunta, no puedo evitar sacudir la cabeza. ¿De verdad cree que estoy aquí robándole su whisky escocés? Me dan ganas de bajar a hurtadillas, salir por la puerta trasera y no volver nunca más a su jodida casa.

Pero hay un problema, el porro que me dio Ricky sigue encendido entre mis dedos. ¿Y qué pasa? Que está demasiado cerca del plástico de la tintorería de uno de los trajes de mil dólares de Kevin y todo se prende de golpe justo a mi lado. Es como una de esas bolas de fuego de La guerra de los mundos o algo así. No me queda otra más que salir del armario y rodar por la alfombra por si yo también estoy ardiendo. Eso es lo que te dicen que tienes que hacer en los simulacros de incendio en Primaria.

Ahora, si creéis que a Kevin le preocupa que yo me esté quemando, entonces no tenéis ni idea de cómo es. No, lo único que se le ocurre es intentar apagar el fuego de su querido traje golpeándolo con una almohada. Joder. Típico de Kevin, que se preocupa más por una pila de trapos cosidos que por un ser humano.

La verdad es que solo se ha estropeado un traje. Los demás probablemente tendrán un olor extraño, pero con una visita a la tintorería se soluciona fácilmente. Sin embargo, se vuelve completamente loco. Y, por supuesto, cuando Holly sube, se pone de su parte. Es una de las peores cosas que jamás he visto, cómo él pierde los estribos y luego ella llora como si estuviéramos en una película de esas que dan en los canales para chicas de la televisión por cable. La escena es peor que cuando mi madre y Geech se volvieron locos con lo del camión de carga cuando me escapé en su coche sin tener carnet.

—Sutter, ¿por qué te comportas así? —grita Holly—. ¿Por qué no puedes ser como la gente normal? ¿Por qué no despiertas?

A tomar por saco su cena educada y toda su mierda de etiqueta de clase alta.

—Oye —les digo—, ¿no os habéis parado a pensar que he estado a punto de achicharrarme? A ver, que he estado a punto de convertirme en el queso fundido de un sándwich mixto.

—¿Y de quién ha sido la culpa? —dice Holly con lágrimas de rímel corriéndole por las mejillas.

—¿Eso que tienes en la mano es mi botella de Macallan? —agrega Kevin.

—Sí —le digo, entregándosela—. No te preocupes, no la he abierto. Solo la estaba mirando.

Él y Holly empiezan de nuevo, pero les digo:

—Oye, lo siento. Es lo único que puedo decir. Ha sido un accidente. ¿No es mejor que me vaya? Así no tendréis que seguir desperdiciando vuestra energía pulmonar en tener que gritarme el resto de la noche.

Dicho eso, me dirijo hacia fuera mientras ellos me siguen, todavía gritándome cosas. Abajo, todos se asoman para verme pasar. Por un segundo, me detengo a ver a Hannah, intentando persuadirla telepáticamente de que se venga conmigo, pero se limita a mirarme, horrorizada, como si fuera el hombre lobo o el asesino de La matanza de Texas o algo parecido.

—Buenas noches a todos —les digo con un gesto desenfadado que va dirigido a Hannah—. Debido a circunstancias imprevistas, es hora de que vaya a ponerme ciego.