Bueno, no han dado ni las diez de la mañana y ya empiezo a sentir el efecto del alcohol. Teóricamente, debería estar en Álgebra II, pero en realidad me dirijo a casa de mi preciosa novia gorda, Cassidy. Ella también faltó al instituto para ir a cortarse el pelo y necesita que alguien la lleve porque sus padres le han confiscado las llaves de su coche. Todo esto resulta un poco irónico si consideramos que está castigada por faltar al instituto la semana pasada por irse conmigo.
En fin, ante mí se expande toda esta dulce mañana de febrero y me pregunto, ¿quién necesita el Álgebra? ¿Se tendría que suponer que debería estar mejorando mis notas antes de la graduación en mayo? No soy uno de estos chicos que ya tienen definidos sus planes universitarios desde los cinco años. Ni siquiera sé cuándo son las fechas límite para entregar las solicitudes de ingreso a la universidad. Además, la verdad es que mi educación tampoco ha sido una prioridad para mis padres. Dejaron de prestarle atención a mi futuro cuando se divorciaron, allá por el Precámbrico. Y creo que siempre se tiene la opción de hacer un módulo. Además, ¿quién dice que tengo que ir a la universidad? ¿Qué importancia tiene?
La belleza me rodea por todas partes. No la encuentro en los libros de texto. No es una ecuación. Por ejemplo, tomemos esta luz solar, que calienta pero no quema. Ni siquiera parece invierno. Tampoco lo parecía en enero ni en diciembre, para ser honestos. Es asombroso, creo que solo hemos tenido una semana de frío en todo el invierno. Mirad, el calentamiento global no es mentira. Por ejemplo, el verano pasado. Ese calor sí que nos dio una verdadera paliza. El último verano fue un tío duro de pelar. Vamos, caliente caliente, de se te queman las raíces del pelo. Como dice Cassidy: el calentamiento global no es para blandengues.
Pero, miren, con este sol de febrero la luz es absolutamente pura y hace que los colores del cielo y las ramas de los árboles y los ladrillos de estas casas de las afueras se vean tan limpios que con solo mirarlos es como inhalar aire purificado. Los colores se filtran a los pulmones, al torrente sanguíneo. Te conviertes en los colores.
Prefiero tomar mi whisky mezclado, así que aparco en una tienda para comprar un 7UP grande y, de pie en la entrada, me encuentro con un niño junto al teléfono público. Es un niño de apariencia muy real, probablemente de unos seis años de edad, con sudadera con capucha, vaqueros y el pelo alborotado. No es de esos niños pequeños a la moda que andan por ahí con su ropa de marca y sus cortes de pelo de programa de televisión, como estrellas en miniatura. Seguro que no tendrían ni idea de qué hacer con una tía aunque la recibieran en una caja con las instrucciones escritas en la tapa, como el juego de Operación o el Monopoly, pero eso sí, el estilo ya lo dominan.
Inmediatamente siento simpatía por este niño, así que le digo:
—Oye, tío, ¿no se supone que tienes que estar en el cole o algo así?
Y el niño me contesta:
—¿Me darías un dólar?
—¿Para qué necesitas un dólar, amiguito?
—Me quiero a comprar una chocolatina para desayunar.
Ahora captura mi atención. ¿Una chocolatina para desayunar? Siento compasión por el niño. Le ofrezco comprarle un burrito y accede, siempre y cuando también le compre una chocolatina. Cuando salimos, miro a mi alrededor para evaluar qué tipo de tráfico va a tener que sortear al continuar con su recorrido. Vivimos al sur de Oklahoma City, técnicamente en otra ciudad, pero la mancha urbana ya no permite distinguir dónde termina una y empieza la otra, y por aquí pasan muchos coches a toda velocidad.
—Mira —le digo mientras noto cómo se ensucia la ropa con un poco de huevo del burrito—. En esta intersección hay mucho tráfico. ¿Por qué no te llevo en mi coche para que no te aplaste un camión y te deje espachurrado en el cemento como si fueras una ardilla?
Me estudia con una actitud similar a la de las ardillas cuando están decidiendo si les conviene más echar a correr hacia sus madrigueras. Pero yo tengo pinta de persona confiable. No visto a la moda: solo un par de vaqueros razonablemente viejos, unas deportivas gastadas y una camiseta verde de manga larga que dice ¡Ole! en la parte delantera. Tengo el pelo castaño y demasiado corto para requerir mucho peinado y los dos paletos un poco separados, lo cual, según dicen, me hace parecer simpático y de buen corazón. La cosa es que no doy nada de miedo.
Así que el niño se arriesga y se sube al lado del copiloto de mi Lancer Mitsubishi. Llevo más o menos un año con este coche: es plateado con interiores negros, no es nuevo ni nada, pero tiene su encanto para ser una versión básica.
—Me llamo Sutter Keely —le digo—. ¿Y tú?
—Walter —me responde con la boca llena de burrito.
Walter. Muy bien. Nunca había conocido a un niño que se llamara Walter. Suena a nombre de viejo, pero supongo que por alguna parte se tiene que empezar.
—Bien, Walter —agrego—, lo primero que quiero que sepas es que nunca debes aceptar la invitación de subir al coche de un desconocido.
—Lo sé —me responde—. La señorita Peckinpaugh nos ha enseñado todo lo que debemos saber para protegernos de los desconocidos.
—Muy bien —le digo—. Recuérdalo en el futuro.
Y me contesta:
—Sí, pero ¿cómo sabes quién es un desconocido?
Eso me hace soltar una carcajada. ¿Cómo sabes quién es un desconocido? Eso es ser niño. No alcanza a comprender que la gente pueda ser peligrosa solo porque no la conoce. Probablemente tenga todo tipo de ideas siniestras sobre qué es un desconocido: un tipo con gabardina y sombrero negro arrugado, con una cicatriz en la mejilla, las uñas largas, dientes de tiburón. Pero pensadlo, a los seis años todavía no conoces a mucha gente. Sería agotador andar por la vida sospechando del noventa y nueve por ciento de la población.
Empiezo a explicarle qué son los desconocidos, pero pierdo su atención rápidamente cuando mira cómo le echo whisky a mi 7UP.
—¿Qué es eso?
Le explico que es whisky Seagram’s V.O., y entonces quiere saber por qué se lo estoy echando al refresco.
Me vuelvo para mirarlo y noto auténtico interés en sus grandes ojos redondos. De verdad quiere saberlo. ¿Qué le voy a decir, una mentira?
Así que le respondo:
—Bueno, a mí me gusta. Es suave. Tiene un saborcillo ahumado. Antes tomaba más bourbon, Jim Beam, Jack Daniels, pero si lo que quieres es que la sensación sea agradable, lenta, que te dure todo el día, esos son muy ásperos para mi gusto. Y me da la impresión de que la gente los detecta más en tu aliento. Intenté tomar Southern Comfort, pero es demasiado dulce. No, para mí lo mejor ahora son los whiskies canadienses. Aunque también son célebres mis deliciosos martinis.
—¿Qué es un marquini? —quiere saber, y veo que ya es hora de desviar sus preguntas si no quiero invertir toda la mañana en sacarle un título de la Universidad de los Barman a este niño. Vamos, que es buen niño, pero mi novia me está esperando y no es la persona más paciente del mundo.
—Mira —le digo—, tengo que irme ya, ¿adónde vas?
Termina de masticar y de tragarse el último bocado de su burrito y responde:
—A Florida.
La verdad es que no me sé de memoria la distancia exacta en metros, pero estamos en Oklahoma, así que Florida está por lo menos a unos cinco estados de distancia. Se lo explico y me dice que lo deje donde termina la ciudad y que hará el resto del recorrido a pie. Lo dice en serio.
—Me he escapado de casa —añade.
Este niño mola más a cada minuto que pasa. ¡Se está escapando a Florida! Le doy otro trago a mi whisky con 7UP y me imagino el lugar igual que él: un gran sol naranja que se sumerge en el océano más azul que jamás hayas visto, con las palmeras haciendo reverencias para postrarse ante su gloria.
—Mira, Walter —le digo—, ¿sería muy entrometido por mi parte preguntar por qué estás huyendo de casa?
Se queda mirando el tablero.
—Porque mi madre ha obligado a mi padre a irse de casa y ahora vive en Florida.
—Vaya, qué mal. Te entiendo, amiguito. A mí también me pasó algo así cuando era niño.
—¿Y qué hiciste?
—Me enfadé mucho, creo. Mi madre no quería decirme adónde se había ido mi padre. No me escapé, pero creo que más o menos por esa época incendié el árbol del jardín. No sé por qué. Pero fue impresionante, eso sí.
Esto aviva su entusiasmo.
—¿En serio, incendiaste un árbol entero?
—Ni se te ocurra probarlo —le advertí—. Te puedes meter en un lío muy serio si haces algo así. No te gustaría que los bomberos se enfadaran, ¿o sí?
—No, no me gustaría.
—Entonces, sobre este asunto de huir, entiendo tu punto de vista: visitarías a tu padre y tendrías aventuras y eso. Podrías nadar en el mar. Pero, para serte sincero, no te recomiendo que vayas. Florida está muy lejos. Si intentas ir caminando, no vas a encontrar una tienda en cada esquina. ¿De dónde vas a sacar la comida?
—Podría cazar.
—Sí, podrías hacer eso. ¿Tienes una pistola?
—No.
—¿Un cuchillo, o una caña de pescar?
—Tengo un bate de béisbol, pero me lo he dejado en casa.
—¿Ves? No estás preparado. Probablemente tengamos que volver a casa a recoger el bate.
—Pero mi madre está en casa. Cree que estoy en el cole.
—No te preocupes. Yo hablo con ella. Le voy a explicar la situación.
—¿En serio?
—Claro.