Sí, me encontraba en la habitación de Celia, en su lecho, con ella durmiendo a mi lado, y recordé que la noche anterior había vuelto a burlar al sereno y penetrado en el piso de la mano de la muchacha como lo que era, su amante furtivo. Dentro de poco amanecería, dentro de poco tendría yo que escurrirme igual que una sombra y abandonar la casa antes de que el portero empezase su turno de vigilancia en la garita del portal. Me aguardaban las facturas, las letras comerciales y los libros de números en la pequeña oficina instalada en el hueco de la escalera, allá en el almacén de coloniales, y los múltiples olores a especias, a embutidos a legumbres, a queso… (Señor Federico, cobre. Señor Federico, pague. ¿A cuánto asciende la cuenta de «El pájaro azul»?) Me llamaban señor Federico, como en la obra, pero yo era para el dueño, para la dueña, para sus hijos y para sus dos dependientes un tipo de clase superior. Tiene muchos estudios y es maestro de escuela, decía orgullosamente mi patrón cuando me presentaba a sus agentes de ventas o a sus clientes. Sin embargo, el primer día, después de ponerme al tanto de mis obligaciones, me llevó aparte para decirme: Por ahora no puedo ofrecerle más que mil pesetas de sueldo al mes. ¿Hace? El negocio era, en realidad, estrecho, pero mi situación, más estrecha todavía. Por lo tanto, acepté. (Hace). ¿Horas de trabajo? Las necesarias, sin reloj. Yo terminaba todos los días mareado por los números y aún tenía que llevarme a casa varios problemas para que mi cuñado me ayudase a resolverlos. La verdadera compensación de mi trabajo estaba en el trato personal que recibía: respeto, admiración y mucha paciencia para mis inevitables errores primerizos. Yo creo que mi patrón advirtió muy pronto que mis conocimientos contables eran muy problemáticos, más bien inexistentes. Pero él tampoco podía exigir más por el sueldo que me pagaba. En suma, eran buena gente todos, hasta los vecinos de los alrededores que acudían a mí para que les redactase cartas, o escritos para pedir el seguro de vejez, o declaraciones juradas, o borradores de demandas ante la Magistratura del Trabajo, todo ello graciosamente, ni qué decir tiene. Lo que más me placía de mi nuevo empleo era la relación directa con unos estratos sociales que yo siempre había visto horizontalmente, como un paisaje, sin penetrar nunca verticalmente en su entraña. Me gustase o no, lo cierto era que yo había sido hasta entonces un señorito, colmado de buenas intenciones, sí, pero sin haber convivido íntimamente con aquellos a quienes yo trataba de defender y redimir desde un punto de vista puramente apriorístico, doctrinal e hipotético. Estaba aprendiendo más allí sobre las condiciones reales de su existencia que en mis muchos años de lecturas y meditaciones. No era, no, el dinero el que establecía las fronteras entre unas clases sociales y otras. El dinero era un resultado. La causa residía en la diferencia de bagaje cultural, de preparación ante la vida, de cultivo de la inteligencia, en resumen. No eran gentes dormidas. Eran mentes sin roturar. La tarea debía consistir, pues, en cultivarlas, pero no para una primera siembra de rebeldías alocadas y devastadoras, porque son como los huracanes que se encalman de pronto y permiten que el sol torre otra vez los sembradíos, sino para volear sobre su espíritu el grano fecundo de los principios de la sabiduría, porque es ésta quien da al hombre conciencia de sus derechos y deberes, de dignidad y de responsabilidad. La igualdad no es cosa de bolsillo, sino de enseñanza; de saber, no de tener. Por ahí empezaba yo a vislumbrar la solución a los problemas sociales del hombre.
Bien, pero, ¿cuál era mi porvenir? Naturalmente, la lucha, desde cualquier terreno, por mis ideales. Ya vendrían tiempos mejores y entonces… Y, entre tanto, esperar, pero esperar laborando. Sentía un amor más profundo y verdadero que nunca por aquellas gentes, quizá porque ya formaba parte de ellas. Yo era uno más, señor Federico, uno más que, en adelante, esperaría el cumplimiento de las grandes promesas con los pies en el suelo, no sobre nubes de quimeras, y sembrando todos los días, no sonoras palabras que se lleva el viento, sino pequeñas verdades, e insistentemente, como la lluvia menuda que empapa la tierra.
El humo del tabaco hizo toser y despertarse a Celia.
—¿Qué haces?
Se me abrazó a la cintura perezosamente.
—Pensar.
—¿A estas horas?
—Si supieras qué pesadilla he tenido…
—Un mal sueño, ¿no?
—Y tan malo. Como que seguía en la cárcel y tendría que estar así hasta que mi carpeta llegase a la última mesa, figúrate.
—Carpeta… ¿Qué dices?
Celia, que ronroneaba entre la vigilia y el sueño, se estrechó aún más contra mí y añadió:
—Pero todo eso es mentira. Ahora estás conmigo.
—Claro.
—Y esto es verdad.
—Sí, mujer.
—Pues no hagas caso de los sueños ni pienses en nada y abrázame.
Olía a noche. Le acaricié las mejillas y ella besó mis manos y las puso después sobre su pecho izquierdo.
—Escucha cómo suena mi corazón.
Pecho suave, cálido, donde resonaban los hondos latidos de su corazón confiado.
—Es tarde, Celia —dije.
Había sido una intensa noche de amor y yo no quería poner en peligro otra vez su salud.
—Tengo que vestirme —añadí.
—Está bien. Mira a ver, pero no enciendas la luz.
Me solté suavemente de ella, del anillo de sus brazos, puse los pies en el suelo y llegué a oscuras hasta la ventana. Luego de descorrer la cortina, abrí sus hojas de madera y pude ver, a través de los cristales, que estaba amaneciendo. Lucían aún las farolas del alumbrado público y una luz lechosa, opaca, como una humareda, se abría paso penosamente por los cauces desiertos de las calles.
—Jesús, qué noche tan corta —exclamó Celia. Después me advirtió—: Sí, tienes que darte prisa, Federico, si no quieres que te descubra el portero.
Yo abrí del todo la ventana y recibí en mi frente y en mi pecho desnudo el aire frío del amanecer. Fue como un chorro de agua purificadora, que me dejó limpio de temores y de malos sueños. Ya estaba despertando la ciudad. En breve, comenzaría su trepidante trajín, su vida desbocada y absorbente. ¡Qué inmenso, qué profundo, qué estremecedor y qué hermoso gozo sentí yo entonces! Porque yo vivía, ¡vivía!
Águilas-Madrid
Abril-diciembre de 1976