XIII

Aquella misma tarde fui a ver al Jaro. A la caída del sol, la niebla se había convertido en lluvia procelosa. De pronto, el tranvía se detuvo en la plaza de Manuel Becerra, donde ya se encontraban parados otros más, como si se hubieran declarado en huelga sus conductores.

—¿Qué pasa?

—Vaya, otro corte de corriente.

—No me diga.

—Se acabó lo que daban.

Eran voces de los viajeros. El cobrador se encogía de hombros a cada pregunta impaciente, contestando con evasivas.

—¡Cualquiera sabe! El corte de energía puede durar lo mismo cinco minutos que una hora o dos.

El conductor abandonó los mandos y se cobijó dentro del coche, al resguardo de la lluvia cuyas rachas barrían la plataforma. ¿Qué hacer? Los viajeros contaban experiencias diversas en cuanto a la duración de incidentes idénticos. Hubo quien esperó más de una hora, quien aguardó solamente unos minutos, quien vio arrancar al tranvía a poco de bajarse de él y sin posibilidad ya de volver a tomarlo… El cobrador y el conductor aprovecharon la pausa para encender los cigarrillos que guardaban apagados detrás de la oreja. Poco a poco fue agotándose la paciencia de los viajeros, y comenzó su desfile.

—Esto no hay quien lo aguante.

—Que les den morcilla.

—Ya podrían devolvernos siquiera el importe de los billetes.

—¡Maldita sea! Para que luego digan que…

—Somos unos cabestros que todo lo aguantamos.

—Calle, por Dios, calle. No la líe ahora, que bastante tenemos encima…

Era la protesta amordazada por el miedo. Finalmente, yo también decidí continuar a pie mi camino. La lluvia me cogió de lleno por los cuatro costados. Resbalaba por mi gabardina y por mis pantalones y se me metía dentro de los zapatos. Tan densas eran las cortinas de agua que el barrio de pequeñas casucas se veía como a través de un acuario. Cuando alcancé el portal, oscuro y resbaladizo, yo debía parecer un pollo mojado.

Escaleras arriba, llegué al descansillo, mal alumbrado por una sucia bombilla, donde se cruzaban los alertas de los esposos cuando él volvía del trabajo. Primero ella, desde el interior:

—¡Juan!

Y después él, desde allí mismo:

—¡Voy, paloma!

La puerta del piso permanecía siempre entreabierta, pero la encontré cerrada, señal de que Juan se hallaba dentro. Claro, ni el agudísimo oído de Fuensanta podía oír mis pisadas. Llamé. Sonaron dentro unos pasos menudos, no los largos y ruidosos de Juan, y la puerta, recelosamente a medio abrir, me dejó ver la cara de una mujer desconocida. Será la vecina que atiende a la enferma, pensé.

—¿Qué desea?

—Soy amigo de la casa —respondí.

La mujer desconocida hizo un mohín de extrañeza y la puerta se cerró un poco más.

—Amigo…, ¿de quién?

—De Juan y Fuensanta.

—Se ha equivocado. Aquí no viven esas personas.

La mujer retiró la cara con manifiesta intención de cerrar totalmente la puerta y entonces yo dudé. Me habría equivocado de portal, ya que, en su mayor parte, aquellas casas parecían gemelas. Pero no, no, todo coincidía: el color y la forma de la puerta, la cerradura, hasta el desconchón en la pared…, e introduje un pie entre la hoja y el marco.

—¿Que no vive aquí Juan el Jaro? ¿Está usted segura? —y llamé—: ¡Fuensanta!

La mujer, más confiada por mi modo espontáneo de proceder, asomó de nuevo el rostro para decirme:

—¿Lo ve usted? Aquí no viven ninguna Fuensanta ni ningún Juan. Yo me llamo Paca y, mi marido, Eleuterio. Así que…

—Pero, señora, si he venido mil veces a esta casa… —insistí, ya verdaderamente alarmado e impaciente.

—¿Sí? ¿Y cuándo estuvo usted aquí la última vez?

—Hará cosa de dos meses o tres, no lo sé exactamente.

—Claro. Ahora se comprende. Nosotros llevamos viviendo aquí escasamente mes y medio.

Quedé desconcertado.

—¿No puede decirme usted a dónde han ido a vivir mis amigos?

La mujer denegó con la cabeza.

—Yo no los he conocido siquiera.

Aquella rotunda negativa me anonadó. ¿Cómo encontrar a mis dos amigos en la gran ciudad? ¿Ir de puerta en puerta preguntando por un cavador pelirrojo, un tal Juan, y por una mujer paralítica, cuyo nombre es el de Fuensanta? Acaso en la obra pudieran orientarme. Aunque Juan era muy reservado y no contaba con verdaderos amigos entre el personal, habría tenido que comunicar en la oficina su nuevo domicilio. Pero, ¿y si al fin se habían marchado de la ciudad, dejándose llevar por sus más entrañables querencias?

La desconocida debió darse cuenta de mi estado de ánimo y acaso pensara que me llevaba allí algún asunto grave, porque me dijo:

—Tal vez la vecina de enfrente pueda darle alguna señal. ¿La vecina de enfrente? Pues claro. Era amiga de Fuensanta y podría informarme. Naturalmente que sí. Me despedí sin palabras de la mujer desconocida y llamé en la otra puerta. La vecina en cuestión, una gruesa fémina muy habladora, me reconoció nada más verme.

—Ah, sí. Usted es don Federico, el amigo de Juan, el que estaba enseñando a leer a Fuensanta… Pase, pase —me dijo.

Yo asentí con un gesto. Entonces, la mujer se movió por la pequeña habitación buscando una silla para mí. Mientras, seguía hablando:

—La pobrecita le mentaba a usted con mucha frecuencia y, siempre, con mucho respeto también.

Al fin encontró la silla.

—Siéntese, siéntese. Ya empezaba a juntar las letras. Más de una vez, cuando iba a verla, me hizo quedarme para que escuchase alguna de las bonitas historias que usted le contaba. Recuerdo que una tarde…

Yo botaba materialmente en la silla. Temí que el prólogo se hiciera interminable y le interrumpí:

—Bien, bien, pero, ¿quiere usted decirme qué ha sido de ellos y dónde están?

La mujer se me quedó mirando con cara de luna. Luego, hizo un pucherete con los labios y, de pronto, se echó a llorar. Su actitud me contuvo y me hizo sospechar que el llanto obedecía a alguna desgracia, a algún triste suceso que iba a oír inmediatamente. Corriéndole las lágrimas por las mejillas, la mujer soltó su primer hipo:

—¡Pobrecitos!

Luego, el segundo:

—¡Qué mala suerte la suya!

Y, por fin, el tercero:

—¡Que Dios nuestro Señor tenga piedad de ellos!

Y se quedó, súbitamente, serena, como si hubiera expulsado de su cuerpo algún mal espíritu. Ya no pude más y le acucié sin miramientos:

—¿Quiere decirme de una vez lo que ha pasado?

La mujer cruzó las manos sobre el halda y, lentamente, con cierta solemnidad, dijo:

—A Fuensanta se la encontró muerta Juan una tarde, a la vuelta del trabajo. Nosotros no lo supimos hasta después, cuando ya la tenía amortajada. Se murió como un pajarito, tranquilamente, con la cartilla en la mano, sin decir ni mus. El médico dijo que el paralís le había llegado al corazón.

Yo me imaginé entonces la escena. Juan, con sus impacientes y largas zancadas, llega al rellano de la escalera. Allí se detiene, como de costumbre, para escuchar la llamada de su mujer. Pero no suena su nombre. El instinto le avisa, y llama:

—¡Paloma!

Silencio. Los ojos de Juan se nublan y se tornan color amatista. Salva el descansillo de un salto y penetra en su casa. Y ni un rumor llega a sus oídos, ni siquiera el leve de la respiración de Fuensanta. Cuando, conteniendo el aliento, entra en la alcoba, halla a su mujer medio sentada en la cama, como siempre, pero con la cabeza caída sobre un hombro. En sus labios se dibuja una mueca que se parece vagamente a una sonrisa. Juan respira hondo. Piensa que Fuensanta está dormida, porque lleva varias noches porfiando con el insomnio. Quiere despertarla con un beso y posa, apenas un roce, los labios en su frente, pero los retira sacudido por un estremecimiento. Y es porque ha notado una frigidez que le espanta. Pronuncia su nombre con voz queda, primero, y, después, con voz ronca y trémula, pero la durmiente sigue inmóvil e insensible. La toma, finalmente, por los hombros y la sacude con mimo, pero la cabeza de la mujer se bambolea como una flor tronchada. Entonces, tras volver a colocarla en la misma postura en que la viera, se dice a sí mismo, asombrado:

—¡Dios, está muerta!

Parece imposible. Se sienta junto a ella y la mira, la mira… No piensa, la mira solamente. ¿Qué espera? No espera ya nada, pero su cerebro, paralizado por el estupor, necesita tiempo para volver a funcionar nuevamente. Juan se santa y podría informarme. Naturalmente que sí. Me despedí sin palabras de la mujer desconocida y llamé en la otra puerta. La vecina en cuestión, una gruesa fémina muy habladora, me reconoció nada más verme.

—Ah, sí. Usted es don Federico, el amigo de Juan, el que estaba enseñando a leer a Fuensanta… Pase, pase —me dijo.

Yo asentí con un gesto. Entonces, la mujer se movió por la pequeña habitación buscando una silla para mí. Mientras, seguía hablando:

—La pobrecita le mentaba a usted con mucha frecuencia y, siempre, con mucho respeto también.

Al fin encontró la silla.

—Siéntese, siéntese. Ya empezaba a juntar las letras. Más de una vez, cuando iba a verla, me hizo quedarme para que escuchase alguna de las bonitas historias que usted le contaba. Recuerdo que una tarde…

Yo botaba materialmente en la silla. Temí que el prólogo se hiciera interminable y le interrumpí:

—Bien, bien, pero, ¿quiere usted decirme qué ha sido de ellos y dónde están?

La mujer se me quedó mirando con cara de luna. Luego, hizo un pucherete con los labios y, de pronto, se echó a llorar. Su actitud me contuvo y me hizo sospechar que el llanto obedecía a alguna desgracia, a algún triste suceso que iba a oír inmediatamente. Corriéndole las lágrimas por las mejillas, la mujer soltó su primer hipo:

—¡Pobrecitos!

Luego, el segundo:

—¡Qué mala suerte la suya!

Y, por fin, el tercero:

—¡Que Dios nuestro Señor tenga piedad de ellos!

Y se quedó, súbitamente, serena, como si hubiera expulsado de su cuerpo algún mal espíritu. Ya no pude más y le acucié sin miramientos:

—¿Quiere decirme de una vez lo que ha pasado?

La mujer cruzó las manos sobre el halda y, lentamente, con cierta solemnidad, dijo:

—A Fuensanta se la encontró muerta Juan una tarde, a la vuelta del trabajo. Nosotros no lo supimos hasta después, cuando ya la tenía amortajada. Se murió como un pajarito, tranquilamente, con la cartilla en la mano, sin decir ni mus. El médico dijo que el paralís le había llegado al corazón.

Yo me imaginé entonces la escena. Juan, con sus impacientes y largas zancadas, llega al rellano de la escalera. Allí se detiene, como de costumbre, para escuchar la llamada de su mujer. Pero no suena su nombre. El instinto le avisa, y llama:

—¡Paloma!

Silencio. Los ojos de Juan se nublan y se tornan color amatista. Salva el descansillo de un salto y penetra en su casa. Y ni un rumor llega a sus oídos, ni siquiera el leve de la respiración de Fuensanta. Cuando, conteniendo el aliento, entra en la alcoba, halla a su mujer medio sentada en la cama, como siempre, pero con la cabeza caída sobre un hombro. En sus labios se dibuja una mueca que se parece vagamente a una sonrisa. Juan respira hondo. Piensa que Fuensanta está dormida, porque lleva varias noches porfiando con el insomnio. Quiere despertarla con un beso y posa, apenas un roce, los labios en su frente, pero los retira sacudido por un estremecimiento. Y es porque ha notado una frigidez que le espanta. Pronuncia su nombre con voz queda, primero, y, después, con voz ronca y trémula, pero la durmiente sigue inmóvil e insensible. La toma, finalmente, por los hombros y la sacude con mimo, pero la cabeza de la mujer se bambolea como una flor tronchada. Entonces, tras volver a colocarla en la misma postura en que la viera, se dice a sí mismo, asombrado:

—¡Dios, está muerta!

Parece imposible. Se sienta junto a ella y la mira, la mira… No piensa, la mira solamente. ¿Qué espera? No espera ya nada, pero su cerebro, paralizado por el estupor, necesita tiempo para volver a funcionar nuevamente. Juan se pone en pie. No grita. No llora. No maldice ni blasfema. Le lava el rostro y las manos con una esponja empapada en agua. La viste con sus mejores prendas. La peina. Estira las ropas del lecho, que cubre con la colcha nupcial que ella bordara en las veladas del noviazgo, y así el tálamo queda convertido en altar. Después, llama a los vecinos.

—La enterramos al día siguiente —sigue diciendo la vecina—. Juan ayudó a los sepultureros a bajar el ataúd y estuvo manejando la pala hasta terminar la faena, porque no quiso que ningún extraño echara tierra sobre él. Tampoco había consentido antes que nadie tocara a la muerta. Cuando acabó todo, se me acercó y me dijo: Yo no voy a volver más por la casa. Encárguese usted de recoger las cosas y de tenerlas preparadas para cuando yo mande por ellas. No quiso decirme dónde pensaba ir. Y ya no supimos más de él. Yo hice lo que Juan me mandó y, al cabo de varios días, poco más de una semana, vino uno de sus parientes del pueblo para llevarse sus pertenencias. Le preguntamos por Juan y entonces supimos lo que había hecho.

Juan llegó muy de mañana. Desde la estación de ferrocarril, en vez de dirigirse al pueblo, echó a andar sin rumbo por los campos. Campos llanos y mondos, secos y fríos. No podrían ser, por ello, voces frescas y cantarinas de bosque y de río las que le llamasen, sino la quejumbre de la tierra arrugada y sin adornos, madre milenaria de los hombres como él. Anduvo errante hasta que percibió un grupo de gañanes que estaban arando. Juan avivó el paso y se encaró con el primero que encontró, que, en ese momento, daba la vuelta al arado para trazar un nuevo surco. Sin saludarle siquiera, Juan puso su nervuda mano sobre la mancera.

—¡Déjame! —dijo al gañán.

—¿Que te deje? ¿Por qué?

—Quita te he dicho.

El gañán no cejaba. Al pronto no reconoció al intruso, pero al ver a un hombre vestido de domingo emperrado en arar, soltó una carcajada. Juan le miró entonces y la furia se asomó a sus pupilas cárdenas.

—Anda, pero si es el Jaro —dijo el gañán, reconociéndole al fin y añadiendo—: Pues ya te puedes ir por donde has venido porque en el pueblo no te queremos.

Y empujó a Juan. El Jaro se volvió rápidamente, girando sobre su cintura, y descargó un furibundo golpe con el puño cerrado sobre el rostro del gañán, derribándole, y arreó las bestias. Las poderosas mulas manchegas tensaron los músculos de las ancas y, de un tirón, hundieron el arado en la costra del barbecho. Las voces de Juan restallaron como trallazos:

—¡Arre, mulas! ¡Mulas! ¡Arre, arre!

El gañán, casi conmocionado, pudo levantarse, pero no se atrevió a perseguir al Jaro. Llamó a grandes voces a sus compañeros, que abandonaron las yuntas y corrieron hasta unirse a él.

—Es el Jaro —les explicó, escupiendo sangre—. Me ha dado un golpe a traición y me ha quitado el arado.

Los gañanes quedaron paralizados ante la cara magullada y las manchas de sangre que mostraba su amigo.

—¡Dios, es el Jaro! —exclamó uno.

—Y sigue tan bragado —dijo otro.

Hubo un breve silencio y se cruzaron miradas de perplejidad y de indecisión. Al fin, dijo el herido:

—Está loco. Mira de una manera…

Convinieron en seguirle a alguna distancia. Eran cinco contra uno, pero no se atrevían a desafiarle. Temían que Juan se revolviera contra ellos al verse acorralado y el que más y el que menos no quería caer en sus garras. Iban, pues, como al acoso de un jabalí herido, cuyas acometidas pueden ser mortales.

Sin volver la cabeza atrás, increpando a las bestias con gritos cada vez más estentóreos, que parecían bramidos, Juan continuaba levantando el surco. Así persistió un largo trecho, hasta que detuvo bruscamente la yunta para limpiarse el sudor de la frente y contemplar la arada. Los gañanes se le fueron acercando en silencio, pero Juan, que no había advertido su presencia, seguía mirando el surco como ensimismado, y ellos, picados por la curiosidad, miraron en la misma dirección y vieron que el surco, recto, como trazado con tiralíneas, en sus comienzos, se combaba después ligeramente hasta describir un arco sobre el punto final. Era un surco torcido, la firma mal hecha de un yuntero inhábil.

Juan, con los brazos colgantes, giró de nuevo en dirección a las mulas. Les palmeó las ancas y luego echó a andar otra vez por el campo, sin rumbo, a paso cansino e incierto. Al rato, sonó el pitido de un tren, y Juan, volviendo en sí, como avisado por alguna voz misteriosa, dio media vuelta y se dirigió corriendo a la vía. De dos zancadas trepó a lo alto de la trinchera y se colocó en medio de los rieles, cara al tren que avanzaba. Los gañanes siguieron tras él, gritándole:

—¡Juan! ¡Jaro! ¡Hombre!

Pero él ya no podía oírles. El estruendo del tren apagaba todos los ruidos. El estridor de su silbato fue un grito de angustia y de espanto que chirrió repetidas veces sobre la lámina azul de la mañana. Juan, erguido, impávido, esperó su tremenda embestida. Y la recibió con los brazos abiertos, como si, en el último instante, hubiese querido levantar el vuelo.

La oronda mujer terminó así su relato:

—¡Pobre! ¡Que Dios le haya perdonado!

Bajé las escaleras tambaleándome. En el portal, volvieron a sonarme las palabras que allí mismo me dijera un día el Jaro:

—Aquí, todo huele a bodrio y a gasolina.

Era ya noche cerrada y seguía lloviendo copiosamente. Pude tomar un tranvía cuando chorreaba por todas partes. Durante todo el trayecto, entre empujones y sacudidas, no hice otra cosa que pensar en el trágico final de mis amigos Fuensanta y el Jaro. A través de los empañados cristales, y sobre el fondo oscuro de la calle que recorríamos, estriado a veces por ráfagas de luz, me parecía ver el dolorido semblante de ella (Cuénteme algo, don Federico) o el patético rostro de él (No haga caso, señor Federico, no son más que cuatro zaragatas). Los ojos de Fuensanta manaban ternura maternal cuando se referían a Juan (Es un chiquillo grande, don Federico, nada más que un chiquillo grande), y los de Juan, violáceos si estaba furioso, tomaban el color de la miel cuando me hablaba de ella (Fuensanta es como una niña, ¿sabe? Si pudiera comprarle una radio…). Eran dos seres extraordinarios, de los que nadie, sin embargo, guardaría memoria. Sólo en los papeles del registro civil constarían tres momentos de su tránsito por la vida: nacimiento, boda y muerte. Las páginas de las horas, los días y los años que ellos vivieron, en los que amaron, sufrieron y gozaron, quedarían en blanco para siempre. Así hay miles, millones de criaturas, que pasaron por la vida sin dejar siquiera la huella de un hijo. ¿Por qué y para qué vivieron? En los innumerables osarios que cubre la tierra quedan los restos de tantos seres cuyos nombres no constan en ningún archivo… Yo no olvidaría jamás a Fuensanta y al Jaro. ¿O sí? Pero, aún en el caso de que yo les recordase, ¿de qué serviría? ¿No se perdería conmigo su recuerdo? La verdadera muerte empieza en el momento en que nuestro nombre y nuestra imagen se borran en la memoria de los hombres. Eso se dice y es cierto. Así, hasta los criminales famosos, los guerreros y los déspotas, viven más que los hombres oscuros que cultivan la tierra o mueven las máquinas o realizan esos anónimos trabajos que hacen posible el desarrollo de las civilizaciones. Seguro que ni Juan ni Fuensanta pensaron nunca en la inmortalidad. Quizá no les importase. El mundo se reducía para ellos a su mutua contemplación y a su cotidianeidad minúscula y repetida.

En la estrecha calle enlosada donde vivía, la lluvia sonaba a tambor batiente. Yo iba ensimismado, bajo la impresión todavía de la muerte de Juan y Fuensanta, cuando, desde uno de los portales, brotó una voz:

—¡Olivares!

Me detuve, tratando de descubrir al dueño de aquella voz que me era familiar. Entonces, saliendo de las sombras, se me acercó el bulto de un hombre.

—¡Jaime!

Nos abrazamos.

—Supe que te pusieron en libertad esta mañana y llevo esperándose aquí más de una hora.

—Pero, hombre, ¿por qué no me has esperado en casa?

—Vengo huyendo, Federico, y debo llevar tras de mí varios podencos. No podía subir por no comprometerte.

—Pero si el asunto ha quedado reducido a una tempestad en un vaso de agua, Jaime. Ya no tienes por qué temer.

—Vosotros, no; pero yo, sí. A mí se me quiere poner fuera de combate para siempre.

—Pero, ¿qué dices, hombre?

—Es la verdad. Créeme. Pero también te digo que a mí no me cogerán vivo nunca.

Comprendí que sería inútil discutir con aquel testarudo delirante.

—Bueno, ¿para qué me esperabas?

—Llevo dos días sin comer y todas estas noches durmiendo en el taxi de un buen compañero. No puedo ya tenerme en pie. Si no me ayudas, sucumbo.

Yo no llevaba encima más que tres o cuatro pesetas. Tampoco tenía más dinero en ninguna parte.

—Querría marcharme esta misma noche a Barcelona, Federico.

Pensé en subir a pedirle dinero a mi hermana, pero lo más probable sería que ella no dispusiera de una cantidad como la que necesitaba mi amigo. Pero se me ocurrió en aquel momento una idea.

—Ven, vamos. Aquí nos estamos poniendo como sopas. En el bar podremos hablar y pensar más tranquilamente.

—¿En el bar? Habrá chivatos.

—No te preocupes ahora por eso. Me conocen y, además, ¿qué importan ahora los chivatos? Lo que importa es que tú puedas irte a Barcelona esta noche, ¿no?

Se dejó llevar por mí a regañadientes. Entre tanto, me habló de Ramón:

—Le avisé con tiempo y pudo ocultarse. Quedamos en huir después los dos juntos en un camión que debía salir para Málaga al día siguiente, muy temprano, pero, cuando acudí a la cita, no encontré a nadie. Me dijeron que el camión acababa de salir, apenas diez minutos antes. Seguramente, a estas horas, Ramón se pasea tranquilamente por Tánger o por Casablanca. Yo me vi obligado a permanecer aquí por falta de dinero. A propósito, ¿crees que encontrarás el que necesito?

—Me lo darán, Jaime. Espero que sí.

—¿Quién?

—Una mujer.

—¿Una mujer?

—Sí, una millonaria.

—¡Hum!

Entramos en el bar y allí pude darme cuenta del drama de aquel hombre. Había enflaquecido hasta la demacración. En su rostro, de barba crecida, sus ojos brillaban con luz de fiebre dentro del semicírculo morado de sus párpados. Iba sucio, destrozado, sin ninguna prenda de abrigo, calzado con unas viejas alpargatas mojadas.

—Debes sentir un frío terrible.

—Ca, no lo creas. Ya no lo siento.

Temblaba de fiebre. Me acordé de mis días de vendedor de gaseosas, cuando recorría las calles de la ciudad extenuado por el hambre y el cansancio, y de que gracias a Jaime hallé un empleo menos oneroso la misma tarde en que perdí el tacón del zapato. Me acerqué al mostrador y pedí un café con leche y un bollo para mi amigo, que era lo más que podía ofrecerle en aquel momento.

—Esto te animará un poco. Mientras, yo resolveré tu asunto por teléfono.

—¿Por teléfono? Te acompaño.

—No, hombre. No es necesario. Tú quédate aquí tomándote el café. El teléfono está ahí mismo, junto a los lavabos.

—¿Estás seguro de que vas a hablar con una mujer?

Vi la sospecha lancinante asomada a sus ojos y le miré de frente, con aplomo, y le respondí, secamente:

—¿Es que vas a desconfiar de mí?

Jaime se encogió de hombros y me volvió la espalda. Yo seguí en dirección a los lavabos. Antes de coger el auricular me volví a mirarle y me quedé más tranquilo al verle devorar el bollo y sorber el café humeante.

—¿Quién llama?

Era la voz de Jacinto.

—Soy Federico Olivares. Haz el favor de decir a tu señora que necesito hablar con ella inmediatamente.

—Me parece que no va a poder ser —dijo Jacinto—. En este momento se encuentra en el salón jugando a las cartas con unas amigas, y el molestarla ahora…

—No te importe —le interrumpí—. Hazle una seña y dile luego que estoy yo al aparato.

—¿Tan urgente es?

—Urgentísimo. Anda y no pierdas el tiempo.

Siguió una pausa de silencio que me pareció larguísima. Luego, oí un leve taconeo que se aproximaba y, finalmente, la voz de Piluca:

—¿Federico Olivares?

—Sí.

—¿El bombero?

—El mismo.

—Pero, hombre, ¿por qué no has vuelto por casa?

—No he podido, Piluca.

—¿Que no has podido? No te creo. Lo que te pasa es que no quieres rozarte siquiera con burgueses, aunque a ti no debiera importarte mucho que yo lo sea.

—Te digo que no me ha sido posible y debes creerme. He estado detenido hasta esta misma mañana.

—¿En la cárcel?

—Sí.

—¡Dios mío! ¿Y cómo no me lo has hecho saber? Hubiéramos podido ayudarte. Nuestro mismo abogado…

—Bueno, no quise molestarte para eso. Ahora se trata de otra cosa, Piluca.

—¡Jesús! ¿Otro lío? ¿Estás metido en otro lío?

La voz de Piluca tembló a través del hilo telefónico. La conversación se prolongaba demasiado, pero me placía tanto que no era capaz de cortarla en seco.

—Tranquilízate. El que necesita tu ayuda es un amigo mío, a quien quiero como a un hermano, que se encuentra en un apuro grave. ¿Puedo contar contigo?

—Por supuesto que sí, hombre, si tú me lo pides. Pero, ¿qué he de hacer?

—Poca cosa. Él necesita dos mil pesetas para poder marcharse de Madrid esta misma noche, porque cree que corre peligro. No es necesario que le veas siquiera. Se presentará a Jacinto en mi nombre y que sea éste quien le dé el sobre con el dinero. ¿De acuerdo?

Piluca me dijo que mi amigo podía ir cuando quisiera y que Jacinto, en efecto, le daría el sobre con las dos mil pesetas que ella iba a preparar inmediatamente. Por su parte, sólo me pedía que fuese algún día a su casa. Hablaríamos de muchas cosas: de mis aventuras, de las cosas de Toni, de ella misma…

—Si vieras cómo me aburro… Sólo el juego es capaz de distraerme un poco. En eso me parezco a mi padre.

Accedí, cómo no. Iría a su casa una tarde cualquiera.

—Lo de aquella noche fue estupendo, Federico.

—Ya lo creo que sí, Piluca.

—Bueno, el día que te decidas a venir avísame antes por teléfono, ¿eh?

—Así lo haré, Piluca, no te preocupes.

—¡Muá, rojillo!

Sonó el chasquido de un beso en el teléfono y, después, el ruido de colgarlo. Yo me quedé un instante suspenso. ¿Y por qué no? Pero no era aquélla una situación propicia para pensar en tales cosas y volví inmediatamente adonde dejara a mi amigo. Y ya no estaba allí. Escudriñé el salón con la mirada y no lo encontré. Todavía se hallaban sobre la barra el plato y el vaso vacíos. Entonces pregunté por él al hombre del mostrador que le había servido.

—Ha salido hace apenas un minuto. Me dijo que usted pagaría la consumición.

Eso hice efectivamente y salí también a la calle en su busca. Pensé que estaría esperándome fuera, pero no logré descubrirle, a pesar de que no transitaba nadie por allí. La lluvia seguía golpeando las losas furiosamente e impedía ver a distancia. Tal vez se hubiera refugiado en algún portal… Grité su nombre y nada, en vano. No obstante, recorrí la calle en ambos sentidos, llamándole. Inútil también. Todo inútil. Entonces comprendí que la sospecha se había impuesto en la conciencia de mi amigo, enturbiada por la debilidad, la fiebre y la manía persecutoria. Hambriento, casi desnudo y sin dinero, aquel hombre corría el peligro de amanecer muerto en el quicio de una puerta o bajo un puente. Me lo imaginé huyendo sin descanso, entre las sombras, bajo la lluvia, jadeante, enloquecido, sin poder detenerse ni para tomar aliento, como si le persiguiese una traílla de lebreles.

—¡Jaime! ¡Jaime! —grité por última vez, desesperado ya de que me oyera y se fiara de mí.

El agua me escurría por la cabeza, por el rostro, por la gabardina, por los pantalones, y se me colaba por el cuello y por los zapatos. Yo estaba inmóvil en medio de la calle, como un fantasma. Si alguien me hubiese visto así, como un espantapájaros, habría pensado que yo estaba ebrio o que padecía un ataque de locura. De pronto, eché a correr hacia casa.

Alfonsina se asustó al verme de aquella manera.

—¡Jesús, cómo vienes! Estás empapado.

También mi cuñado se alarmó. Pero les tranquilicé diciéndoles que un corte de corriente en los tranvías me había obligado a volver gran trecho andando, que por eso no pude evitar el remojón y que eso era todo. Mi hermana me quitó la gabardina y corrió a prepararme ropa seca. Entonces vino Fernando hacia mí y me abrazó, diciéndome:

—Enhorabuena, chico. Ya ha pasado lo peor. Ahora, a vivir. A propósito, creo que tengo una buena noticia que darte.

Era un empleo de escribiente en un modesto almacén de coloniales, un escribiente para todo: fichas, facturas, contabilidad…

—Y no te asustes por la contabilidad. Aquí estoy yo para ayudarte. El caso es ir saliendo y que tú empieces a abrirte paso en la vida. Ya habrás escarmentado del todo, ¿no? Pues, ahora, como si amaneciera para ti, ¿no te parece?

Al fin, la contabilidad.