XI

—Toma esta llave. Es la del portal. Entras y subes. No enciendas la luz de la escalera. No hace falta, porque es el primer piso, el de la derecha. A las once en punto, ¿eh? Das dos golpecitos suaves en la puerta. Nada más. Yo te estaré esperando.

Fueron las últimas palabras de Celia antes de separarnos. Era un jueves por la tarde, pocos días después de que abandonara el hospital. Como ya me había anunciado, tan pronto se encontró de nuevo en la calle, se fue derecha a la agencia del Servicio Doméstico y, con la recomendación de la monja del hospital y la añadidura de una propina, obtuvo la dirección de una señora sola que necesitaba una chica para todo. Su nueva patrona era una anciana medio inválida y sin familia (Hace ya diez años que no pisa la calle) que habitaba un piso en la calle de Castelló.

—No se levanta en toda la mañana y pasa las tardes sentada en un sillón. No hace más que leer y escribir, y un día a la semana, los miércoles, recibe a sus amigos: dos señoras y un señor. Tan viejos como ella. Meriendan chocolate con pastas y cotillean de sus cosas: teatro, libros, viajes. Hablan de sus amigos y de los tiempos de Maricastaña. A las diez en punto de la noche se acuesta, bueno la acuesto yo. Yo también le ayudo a lavarse, a peinarse, a vestirse. Le preparo la comida y le tengo siempre a mano sus píldoras y sus jarabes. Es muy dominanta, pero como depende de mí para todo… Me llama cada dos por tres, muchas veces por nada, por el capricho de verme y oírme, se conoce. Que si dame ese libro, que si acércame esos papeles, que si tráeme un vaso de agua, que si llévame al retrete, que si múlleme un poco la almohada, y cosas así. Desde luego, es un incordio, la pobre mujer. Claro, se ve sola e incapaz de valerse por sí misma… Y desconfiada… Me da el dinero para la compra, pero, por la noche, me toma la cuenta hasta el último céntimo, aunque de poco le vale, porque, sin abusar, le siso lo que a mí me parece. De todas maneras, estoy contenta. Dos veces en semana hace venir a otra mujer para las labores fuertes como la colada y la limpieza general. Todos en la casa, desde el portero hasta el último vecino, la tienen en mucho aprecio y dicen que es una sabia famosa. Ha escrito libros. Yo los he visto en la biblioteca, porque tiene una biblioteca, ¿sabes?, con yo no sé cuántos libros, carpetas, revistas, periódicos. Y no digo nada de los cachivaches antiguos: figuritas, abanicos, retratos, jarrones, lámparas, palmatorias y qué sé yo, lo que te digo, más que en el Rastro. Se ve que es una persona que ha vivido siempre bien, puede que sea muy rica, no lo sé, y que ha viajado mucho, porque habla de París, y de Londres, y de Roma, como yo te pudiera hablar de Valencia, de Madrid o de mi pueblo. Y de España, para qué. Se la conoce de arriba abajo. Cuando le dije que era de Madrigal de las Altas Torres tú no te puedes imaginar siquiera las historias que sacó a relucir, de las que yo no había oído nunca hablar. Y eso que no le menté para nada a mi familia.

Estábamos sentados a una mesa en un café que hace esquina a dos calles, cerca de donde vive Celia. Nos metimos allí al paso, buscando un refugio contra el frío que ya empezaba a sentirse en todo su rigor invernal. Los cristales de sus ventanas estaban empañados por el vaho, porque dentro se respiraba una atmósfera densa y cálida, transida de olores a café, a mantequilla y a tabaco, muy agradable.

—¿Y por qué no le hablaste de tu familia? —le pregunté, excitada mi curiosidad por el tono y la forma reticentes con que había pronunciado sus últimas palabras.

Celia bajó la mirada sobre su taza de café y permaneció muda.

—Di, ¿por qué no quisiste hablar de tu familia a esa señora? ¿Es que guarda algún misterio tu familia?

Celia volvió a mirarme y denegó con la cabeza.

—No, hombre. Tanto como misterio, no. Es que… —y se interrumpió.

—¿Qué? —insistí, ya impaciente.

—Es que, a veces, cuando lo cuento, la gente cree que es una fantasía mía, una patraña. Verás… ¿Me prometes no tomarlo tú también a chunga?

Se lo prometí, por supuesto, verdaderamente intrigado por sus vacilaciones.

—¿Has oído hablar del pastelero de Madrigal?

Recordé que existía una novela folletinesca con ese título y recordé asimismo lo que la historia nos cuenta de aquel oscuro episodio en que un apuesto mozo alegaba ser el rey don Sebastián de Portugal, dado por muerto después de la batalla de Alzarquivir, en África, y que Felipe II resolvió a su manera, mandando decapitarle y descuartizarle públicamente. ¿Era, realmente, el rey portugués o tan sólo un vulgar impostor? La cosa no quedó muy clara y sigue siendo uno de tantos misterios históricos convertidos en leyendas, debido quizás, en este caso, a la misma ferocidad con que el rey pretendió silenciarlo para siempre.

—Sí, claro que sí.

—¿Y también que se llamaba Gabriel Espinosa?

—Sí, también recuerdo su nombre, aunque no se sabe si era falso o verdadero.

—Es que yo me llamo Celia Espinosa.

—¿Y qué?

Entonces me explicó que su familia descendía de Gabriel Espinosa y de la princesa africana con quien estaba casado al estilo moro. Por eso, a los suyos les llamaban en el pueblo «los moros». Era un mote que les perseguía como una maldición y que su familia venía arrastrando desde tiempo inmemorial. Celia había oído contar a su padre y a su abuelo la historia de su parentesco con Gabriel Espinosa, historia que ellos, a su vez, oyeron en labios de sus mayores. Además, pertenecía al dominio público. La de Gabriel Espinosa era, en Madrigal, una leyenda más que venía a mezclarse con las de sus conventos y viejos palacios en ruinas, con el nacimiento de Isabel la Católica, con las hazañas de sus nobles linajes, con las persecuciones inquisitoriales contra sus judíos, con las de los fantasmas y apariciones de ánimas errantes… En Madrigal existen varias familias con el apellido Espinosa, supuestamente entroncadas con la del célebre pastelero, que se reúnen una vez al año para conmemorar la efemérides de su gloria y de su martirio.

—Recuerdo, desde bien chiquita, que me llamaban «Celia, la de los moros» hasta en la escuela. Por eso, en cuanto cumplí los quince años, les dije a mis padres que yo no aguantaba allí ni un año más. Como no tenían más hijo ni hija que yo, mis padres no querían dejarme marchar, pero yo les amenacé con que me escaparía cuando menos lo esperasen, cualquier noche. Sabían que lo haría y entonces, por recomendación de las monjas de mi pueblo, encontré un trabajo de niñera aquí, en Madrid. Así me vine y así me pilló la guerra. Mis señores debían ser muy fascistas, yo no lo sé, pero el caso es que, a la semana o así de haber estallado la revolución, una mañana, muy temprano, me llamó la señora para pagarme el mes y decirme que ellos se iban de viaje y que estarían fuera una larga temporada y que, por lo tanto, yo quedaba despedida. Nunca más supe de ellos, ni cuando acabó la guerra. Me quedé en la calle, ya te puedes figurar en qué situación. No sabía qué camino tomar y lo primero que hice fue ir a ver a una amiga mía, y no la encontré, pero la portera de la casa me dijo que también habían desaparecido sus señores de la noche a la mañana, por miedo a las milicias, y que mi amiga, al quedarse de más, se había apuntado como enfermera en un hospital de sangre, cuyas señas me dio. Sin más, me dirigí allí. Y, por suerte, la encontré. Ya estaba trabajando como enfermera y ella fue la que me apuntó para lo mismo. Me quedé, pues, como enfermera. Más tarde fui trasladada a otro hospital, en Valencia, donde conocí a julio, con el que me casé y… Bueno, lo demás ya lo sabes.

Y se me quedó mirando, sonriente, en espera de conocer la opinión que me merecía lo que acababa de oír. Comprendí muy bien sus temores a que me burlara de ella o dudase de la veracidad de su relato. En cuanto a mí, el que Gabriel Espinosa fuese o no don Sebastián era lo de menos, y no me preocupaba. Lo que sí me parecía absurdo e incomprensible era que siguiesen gravitando sobre su estirpe las secuelas de un veredicto pronunciado tres siglos antes, es decir, que alcanzase a los Espinosa del siglo XX el furor de Felipe II y se mantuviera vigente la condena social que entonces se pronunciara. Ello era lo increíble. Sin embargo, se correspondía plenamente ese hecho, a mi juicio, con el espíritu anacrónico de muchos pueblos españoles anclados todavía en el remoto ayer, recluidos en sí mismos, aislados del mundo, no tanto por sus murallas ruinosas como por su culto morboso a las marchitas glorias del pasado. Pueblos estáticos, yertos, absortos, petrificados, islotes al que se aferran los supervivientes de un naufragio en el tiempo. Madrigal de las Altas Torres, qué nombre tan sonoro y evocador, debía ser uno de ellos.

—¿Qué, tú tampoco te lo crees?

La pregunta apremiante de Celia me sustrajo de mi incipiente divagación por los derroteros de mis preocupaciones histórico-políticas, tan de mi gusto, y me retornó rápidamente a la realidad del momento.

—Sí, mujer. Te creo. Claro que te creo.

Sus ojos brillaron intensamente y me tomó una mano entre las suyas. A mí, el contacto de su piel, el brillo de sus ojos y la sonrisa que iluminaba su boca me hicieron olvidar a Gabriel Espinosa, a Felipe II y a todos los fantasmas de la Historia.

—¿De veras? ¿No me lo dices para conformarme?

—Te doy mi palabra, Celia. Siempre te he creído y ahora también.

La vida reposada y metódica del hospital había dado más tersura a sus mejillas, más frescor a sus labios y mayor relieve a sus pechos. Estaba más hermosa que nunca. Me imaginé sus muslos, más carnosos, y su vientre, más mullido. La hubiera besado y acariciado, pero me contuvo, en el último instante, la irrupción de otra pareja que llegaba precedida de una ráfaga de aire frío, y porque Celia, consciente de mi excitación, me dijo:

—¡Huy, no! Ahora no. Déjalo para después, para esta noche.

Lo tenía todo previsto. Pasaríamos la noche juntos, pero no en una casa de citas, sino en su alcoba, en su propia cama.

—No te asustes. No hay peligro.

Su señora ya estaría acostada cuando yo apareciese y ni se enteraría ni sospecharía. La habitación que ocupaba Celia, después del baño y de la cocina, era la más distante del dormitorio de la anciana. Por consiguiente, no cabía el temor de que nos oyera. Celia le ayudaría a acostarse, como de costumbre, y trajinaría después por la casa hasta que se le cayese el libro de las manos, lo que siempre sucedía a eso de las once.

—Ya no se levanta hasta el mediodía siguiente y, si algo precisa durante la noche, me despierta tocando el timbre que suena en mi cuarto.

Media hora antes, el portero cerraba la puerta de la calle y se recluía después en sus habitaciones del sótano y lo mismo el portal que la escalera quedaban a oscuras y en silencio. Dado el día, jueves, y que estábamos en invierno, no había peligro de que me tropezase con alguien por el camino.

—Eso sí, por la mañana, tendrás que irte tan pronto amanezca, porque el portero madruga mucho, y de lo que también tienes que preocuparte es de que no te vea el sereno ni al entrar ni al salir.

Precisamente, cuando, desde mi puesto de observación, vi que el sereno volvía la esquina para acudir a una llamada, crucé rápidamente la calle, solitaria y barrida por un viento frío. La llave funcionó fácilmente y entré en el oscuro portal. Volví a cerrar la puerta y, luego, me dirigí a la escalera, muy de prisa y de puntillas, a fin de no hacer ruido y de llegar a buen puerto antes de que se le ocurriera a algún vecino entrar o salir y encender las luces. ¿Qué podría decir yo si me descubriesen? Lo más probable sería que me tomasen por un ladrón y me denunciaran. Ya oía los gritos de una mujer: ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Sudé y temblé y también hubo un momento en que me arrepentí de haber seguido el plan de Celia. (¡Qué atrevidas son las mujeres! ¡Cuando se emperran por algo, son capaces de saltar por encima de todo!) Pero no podía echarme atrás y, por fortuna, la ascensión duró apenas unos segundos y transcurrió sin novedad. No sé si respiré siquiera durante el breve trayecto, pero cuando me detuve ante la puerta indicada y me disponía a llamar quedamente en ella, oí que Celia me decía en un susurro:

—Entra, entra. Te he oído llegar por la respiración.

Me cogió por un brazo y me hizo entrar en una estancia completamente a oscuras. Oí el leve chirrido de la puerta al cerrarse y percibí de lleno el olor de Celia sobre la difusa masa de olores que emanaba del interior de la vivienda.

—Quítate los zapatos —murmuró ella de nuevo a mi oído.

Me descalcé apresuradamente y, siempre cogido de la mano por ella, anduve a tientas hasta doblar la esquina de un pasillo iluminado al fondo por la luz que dejaba salir la puerta abierta de una habitación.

—Este es mi cuarto. Pasa y date prisa en desnudarte, porque yo vuelvo en seguida.

Cerré la puerta detrás de mí y me hallé en un pequeño dormitorio sin más muebles que la cama, un pequeño armario ropero y la mesita de noche. Y la cama crujía como el pan tierno y sus ropas ofuscaban por su blancura. Una gruesa cortina cubría el vano de una ventana cuyas hojas de madera encontré herméticamente cerradas. Olía a agua de colonia y a limpieza en un cálido ambiente femenino que sugería desnudeces e intimidad de mujer. Me senté en el borde de la cama y empecé a desnudarme. Llevaba casi un mes esperando mí reencuentro con Celia, más hambriento de ella cada día y, de pronto, se me presentaba la extraña situación de verme en su propia alcoba, en una casa ajena, esperándola. ¿Sería un sueño? Pero no. El miedo, agazapado en mi subconsciencia, de que pudiera aparecer la anciana señora apuntándome con un bastón y preguntándome qué hace usted en mi casa a estas horas, me advertía que no estaba viviendo un sueño, que no, que no, que era realidad, realidad, realidad. Una realidad casi increíble, eso sí, y más cuando se abrió la puerta y apareció de nuevo Celia, no la dueña de la casa, sino Celia, una Celia tocada con un turbante improvisado, cubierta de cintura para abajo con una toalla de baño, mostrando los redondos pechos al aire y diciéndome:

—¿No te parezco así una princesa mora?