Entré en la sala de espera y mí cuerpo agradeció el calorcillo, con tufo a carbonilla, que me acogió. Descansando en uno de los bancos de madera y abroquelada en sus capotes y tricornios, encontré una pareja de guardias civiles, únicos ocupantes, conmigo, de aquella dependencia del ferrocarril. Fue una desagradable sorpresa, pero procuré dominarme y aparentar indiferencia. Saludé cortésmente y, antes de que me respondieran, la verdad es que no sé todavía si contestaron o no a mi saludo, me puso a pasear en el extremo opuesto de la estancia. Maquinalmente, encendí un cigarrillo y ya iba a tirar la cerilla cuando oí a mi lado una voz varonil de tono agradable:
—¿Me hace el favor…?
Era uno de los guardias, y me sonreía mostrándome su cigarrillo sin encender.
Deduje que hasta entonces los guardias no habían podido fumar por falta de fósforos. Le encendí el cigarrillo, tal como solicitaba, y él me lo agradeció sencillamente. Era un muchacho joven, algo rechoncho, de vivos colores en las mejillas casi imberbes. Se veía en él a un aldeano sometido al molde rígido del uniforme. Le seguí con la mirada mientras se dirigía hacia su compañero, a quien dio lumbre con su cigarrillo. El otro guardia, mucho más viejo, parecía su contrafigura: muy moreno, descarnado, de rostro inexpresivo, con unos ojos negros, inquisitoriales y tristes. Sentado, sosteniendo el fusil entre las piernas, diríase que era un prototipo celtibérico, hierático y seco. El guardia joven le trataba respetuosamente y él recibía aquel mecánico testimonio de subordinación con absoluta frialdad disciplinaria, sin vanidad ni tiesura, como una fluencia natural. Siguió fumando en silencio, sin siquiera volver su rostro hacia mí.
Sin embargo, el guardia joven volvió a mirarme y me sonrió. Yo interpreté su gesto como un indicio de que tenía deseos de conversar, si bien sin decidirse a ello, porque la iniciativa, pensaba yo, debería partir reglamentariamente de su compañero. Yo seguí mis cortos paseos pensando que allí estaba la veterana guardia civil, pesadilla de los revolucionarios españoles de todos los tiempos. Me acordé del poema de Lorca, e historias de caciques y de hombres sin tierra, de bandoleros famosos y de sublevaciones campesinas, de Castilblanco y Arnedo, de algunos episodios de la guerra civil como el de Barcelona o el de Santa María de la Cabeza. Instrumento feudal a veces, impone siempre un horizonte de seguridad en el campo, donde el fulgor del tricornio al filo de la vereda o del camino apacigua e intimida más que la toga de los magistrados o que el cornetín de órdenes. (Si ellos supieran o se oliesen quién soy yo y por qué estoy aquí…) ¡Y, sin embargo, no sentía miedo! Sabía, eso sí, y muy bien, que era dura, muy dura, de roer; sabía que era la valla de dientes acerados que no se doblegaría nunca en la defensa del orden establecido, fuese el que fuese. En el fondo, la admiraba porque seguía siendo incorruptible en medio de la más fétida corrupción que padeciera nunca España. Muchas veces había salido yo en su defensa ante las críticas convencionales de algunos compañeros.
—Desengañaos —les decía—, si la guardia civil hubiese estado mandada en julio de 1936 por oficiales adictos a la República, el golpe militar no hubiera durado ni veinticuatro horas, y, si no, acordaos de lo que ocurrió en Barcelona.
Los guardias cuchichearon entre sí y yo, observándoles de reojo, pude apreciar que el guardia viejo se había vuelto a mirarme y que hacía después un gesto de indiferencia. Tal actitud, sin embargo, me desazonó. No era miedo propiamente dicho lo que yo sentí, sino un cierto nerviosismo, porque me di cuenta de que era espiado y de que podía verme sometido a preguntas que encerrasen algún peligro para mí, dado que, en principio, los guardias civiles sospechan de todo el mundo.
En efecto, poco después, el guardia joven se separó de su compañero y, cuando yo pasé junto a él, en una de mis vueltas, me abordó, un poco precipitadamente:
—¿Qué, esperando al tren?
Yo, naturalmente, me detuve.
—Sí. Espero el tren para Madrid.
—Pues aún falta, aún falta. Nosotros también esperamos ese tren. Somos la pareja de relevo.
—En ese caso, parece que ustedes se han dado también demasiada prisa.
El guardia se encogió de hombros. ¿Qué más daba, en definitiva, que estuvieran allí o en cualquier otro sitio?, parecía significar su gesto. (La guardia civil está siempre de servicio señor). En efecto, el hábito de la alerta permanente no les abandona ni aun en sueños. Él mismo lo dijo:
—Dormimos como las liebres, con un ojo abierto.
Y se reía, enseñando sus fuertes dientes incisivos.
—¿Es usted de Madrid? —sonó a mi espalda la átona voz del guardia viejo.
—Sí —contesté.
—¿Ha venido usted para negocios?
Empezaba, pues, el interrogatorio que yo hubiera deseado eludir y que presentí desde el primer momento como un gran peligro.
—Si.
—Agente comercial, ¿eh?
—Sí.
—En el mes de diciembre, la mitad de los españoles que viajan son agentes comerciales.
—Es natural, ¿no?
—¿Y qué ha venido usted a vender aquí?
El viejo guardia abrió sus delgados labios para dar paso a una sonrisa, dándome a entender, o así me lo pareció a mí, que preguntaba y preguntaba por pura rutina y, en mi caso, aunque su instinto perdiguero no descubriera nada sospechoso. Pero yo tenía que contestar.
—Gaseosas —dije al azar, porque fue lo único que se me ocurrió.
Los dos guardias rompieron a reír; el viejo, con comedimiento; el joven, abiertamente. Aquellas risas espontáneas me devolvieron la tranquilidad y yo también reí.
Luego, ya sosegados, les expliqué que también se consumen gaseosas en invierno, porque poseen ciertas virtudes digestivas que las hacen muy apreciables. La conversación se fue generalizando paulatinamente y hablamos de casi todo: del tiempo, del precio de los garbanzos, del retraso de los trenes… El que más hablaba de los dos era ya el viejo, limitándose el joven a remachar con exclamaciones sus frases sentenciosas. (¡De miedo! ¡Estupendo! ¡Ni hablar del peluquín!) De tema en tema, llegamos a rozar incluso el de la guerra civil. El joven no había tenido tiempo de combatir en ella, pero el viejo sí.
—No me gustan las guerras —dijo este último, poniéndose repentinamente serio y hosco.
—Por lo que tengo oído, la guerra es lo último. ¿No le parece a usted? —me preguntó el joven.
—Así es; la guerra es lo último —contesté.
En eso estábamos conformes los tres.
—Pues aún dura, aunque, claro, ya no es aquello —siguió diciendo el guardia viejo—. Todavía andan por la sierra algunas partidas de maquis.
—Son bandoleros —dijo el joven y añadió—: Pero las contrapartidas de los nuestros les están zurrando la badana. Ya sólo queda algún grupo en los montes de Toledo, allá por los Yébenes…
—A nosotros nos han hecho muchas bajas. Siempre, y no sé por qué, tiene que ser la guardia civil la que pague el pato —sentenció el viejo.
Yo no quise meter baza en tema tan peliagudo y procuré desviar la conversación hacia la carestía de las subsistencias para ver cómo respiraban ellos por la herida.
—Con lo que nosotros ganamos, no tenemos ni para comer almortas. Mire cómo llevamos el calzado —y el viejo me mostró sus botas desfiguradas por los remiendos, haciéndome observar, después, lo raídos que estaban ya sus capotes.
Efectivamente, su aspecto era vejatorio. Viejos uniformes descoloridos, capotes gastados, botas remendadas…
—Son ustedes —dije con intención— los hombres más sufridos y peor pagados del país.
Pero los guardias se limitaron a cruzar entre sí una mirada y a encogerse de hombros. Quedamos en silencio y, de repente, llegó a nuestros oídos el estruendo del tren en los andenes. Y sucedió una mutación rápida, como si el uniforme, hasta entonces laxo, se hubiera acartonado súbitamente sobre la carne de los guardias. Tras un leve y rápido saludo me dejaron con la palabra en la boca.
Les vi marchar, diligentes y seguros, hacia uno de los vagones, en cuya puerta brillaban otros dos tricornios. Bajaron los del tren y cruzaron unas palabras con los que les esperaban. En seguida, estos últimos subieron al tren y aquéllos marcharon hacia la salida de la estación. Total, unos segundos tan sólo, pero quedaba asegurada la continuidad en el servicio, de día y de noche, en invierno y en verano, con viento o con sol, con lluvia o con nieve. Yo sabía que, si me los encontrara en el pasillo del vagón, lo más seguro sería que no me reconocieran, pero que, si se viesen obligados a intervenir en mi contra, lo harían sin ninguna vacilación, como si jamás me hubieran visto.
El tren se puso en marcha rumbo a Madrid. Todavía era noche cerrada, pero ya el campo empezaba a desperezarse presintiendo el amanecer. Ello me hizo pensar en mi propia vida, acampada en la noche durante años y años, en la noche cósmica y sin límites, ante la que empezaba a descorrerse tímidamente el velo de un oscuro e incierto amanecer. ¿Cuándo brillaría plenamente el sol para mí? Me acordé también de Lucilo y de tantos otros como él y los comparé con los guardias civiles. ¡Qué lástima no poder cambiarlos! Así podría realizarse una revolución exacta, cronometrada, con cada cual en su sitio, a la hora prevista, sin tibios ni remolones. ¡Guardia civil insobornable, impávida y terrible! Y en la confusión de la duermevela soñé con una revolución constelada de tricornios.