IX

Inesperadamente, una tarde, que no era de lunes, me encontré con Jaime a la salida de la obra. Me estaba esperando y, al verle, sospeché que algo excepcional ocurría o tenía que comunicarme. Efectivamente, apenas nos saludamos, me dijo:

—Esta noche tenemos reunión en el garaje. Por fin, nuestro grupo va a tomar decisiones importantes. Supongo que no faltarás.

Yo me encogí de hombros. No me emocionaba ni me alteraba una noticia que, de no conocer su procedencia, me hubiera excitado profundamente. Yo seguía sin creer que aquellos compañeros pudiesen decidirse a realizar algo verdaderamente importante. Mi amigo debió leer mi pensamiento, porque, sin esperar a que yo me manifestara, añadió:

—Te aseguro que esta vez va en serio, Federico. Ramón y Carlos han conseguido convencer a los demás de que se dejen de charlas de café y de que pongan mano a la obra.

—¿Y qué es lo que proyectan? —le pregunté.

—No lo he preguntado. Me han avisado por teléfono y nada más. Creo que no perderemos nada con ir, Federico.

—Está bien. Iré. Pero desde ahora te digo que será una de tantas reuniones más, sin consecuencias.

—Puede que no, hombre. No seas tan pesimista.

—¡Ojalá!

—Ya lo sabes: a ti te toca estar a las diez en punto en el garaje.

—Allí estaré, no te preocupes, Jaime.

En ese momento pasó junto a nosotros un grupo de jóvenes. Jaime se les quedó mirando con aire desafiante y exclamó:

—¡Me dan asco!

—¿Quiénes? —le pregunté, un tanto sorprendido por tan brusca reacción.

—Esos tipos. ¿Qué crees tú que son?

—Hombre, no sé a dónde quieres ir a parar.

—Son obreros, Federico, son obreros, aunque no lo parezcan. Y no chupatintas u horteras, no. Seguramente, mecánicos o ebanistas, qué sé yo. Da igual. En el fondo, señoritos, aprendices de señoritos. Imitan los gestos, las ropas y el peinado de los burgueses, y tienen a mucha honra ser confundidos con ellos. No les hables de estudiar, de superarse, de cultivar sus facultades para ser hombres completos y operarios de alta calidad, qué disparate. Se conforman con las rutinas que aprendieron en el taller, con una chaqueta con rajitas a los lados y una corbata de colorines para los días de fiesta.

Jaime echaba lumbre por los ojos. ¡De qué buena gana se hubiera liado a mamporros con aquellos tipos! Ya lo creo que sí. Pero en vez de entrar en acción, como era de temer en él, se desahogó, contra su costumbre, con palabras, hablando y hablando con furiosa elocuencia. Según él, los jóvenes obreros madrileños del día no sabían ser tales. Desgraciadamente, seguían siendo víctimas del apestoso casticismo literario de zarzuelas y sainetes, y persistían en su condición de tipos verbeneros, obrerillos bailarines, sin educación cívica ni social alguna. No tenían más aspiraciones liberadoras que la lotería o la quiniela de fútbol. No se preocupaban de su formación profesional. Trabajaban por accidente, sin amor a su oficio, soñando siempre con algún truco que les redimiera del taller a donde habían ido a parar por una jugarreta del destino. ¿Conciencia de clase, de su valía, de su importancia, de su fuerza? Ni idea de todo ello. (¿Tú crees, Federico, que se han sentido alguna vez forjadores de un mundo nuevo? Pues te engañas). Para valorar el destino común se necesita, ante todo, saber valorar el propio. ¿Y qué se podía esperar de unos obreros como aquellos jóvenes que pensarían que el suyo era un destino frustrado puesto que nacieron para ser señoritos? ¿Qué se podía esperar de un tipo que se siente satisfecho cuando un domingo se ve con sus zapatos de ante, calcetines amarillos, gabardina «comando» y camisa de cuello «clipper»? (¡Cu-rru-ta-cos!).

Y escupió. Aquel insulto final fue en sus labios como una ráfaga de ametralladora.

—¿Y qué me dices —continuó— de su estúpida y abochornante pasión por el fútbol? No piensan más que en el fútbol ni discuten entre sí de otra cosa. Una victoria de su equipo favorito la interpretan como un éxito personal y, una derrota, como una desgracia familiar. Los lunes, por ejemplo, no se oye hablar, donde quiera que vayas, más que de los resultados de los partidos jugados el domingo. Por eso precisamente acordamos reunirnos los lunes en «Casa Felipe». Ya puedes decir y comentar a gritos lo que quieras, porque, si no es de fútbol, no le importa a nadie. Ya lo has visto. Muchas veces levantamos la voz y decimos cosas que podrían costarnos muy caras si hubiera algún chivato o algún miedoso por allí. Pero no hay por qué preocuparse. Los parroquianos del bar ese día no tienen ojos y oídos más que para el aparato de radio. Yo creo que ni siquiera se enteran de que estamos nosotros.

Mi amigo desorbitaba el problema haciendo recaer sobre unos inconscientes el anatema que merece, en realidad, no una sola clase, sino todas las clases, un pueblo entero. Repliqué a mi amigo diciéndole que el señoritismo es un mal que aqueja a todos los españoles y que los obreros, como tales, no han podido evitarlo. ¿Qué son, en general, nuestros ingenieros y nuestros empresarios? Pues unos señoritos de cuello duro que miran por encima del hombro a los ingenieros de otros países, manchados de grasa, o a los hombres de negocios, sean americanos o no, que aparecen descorbatados y con los zapatos sin lustrar. Pesan todavía sobre nosotros, sobre todos nosotros, los prejuicios de nuestros antepasados, que consideraban que el trabajo era un vilipendio. (¿Fulano, dices? Ah, sí. ¡Bah! Es un mercachifle. Es un traficante. Tiene que trabajar. ¡Trabaja!) Así calificaban a un comerciante, a un industrial o a un hombre de empresa. La suprema distinción social consistía en vivir sin trabajar, sin dar golpe, vamos, de rentas, y la importancia de un hombre se medía por ellas. En resumen, era la tradición de nuestros hidalgos del siglo XVII, pobres como ratas, pero altivos como reyes. Por desidia y pereza, aquellos señoritos de entonces abandonaban sus heredades y dejaban que la hiedra carcomiese sus lóbregas casonas. Y luego tenían que vivir a expensas de las argucias y pillerías de un único criado robapollos. Y, por si fuera poco la influencia de esa nefasta filosofía, se nos ha impuesto el fascismo, que conlleva la trasnochada exaltación de los falsos valores que consumaron la ruina de nuestra patria y que es la quintaesencia de lo que nosotros hemos llamado siempre cursilería. (Hasta nosotros, que estamos en contra del fascismo, somos también, en el fondo, unos revolucionarios bastante cursis y señoritiles, Jaime. ¿No lo crees tú así?) Pues entonces, ¿cómo condenar a los menos preparados culturalmente por un vicio del que no están exentas las clases y los estratos sociales de más elevada formación? Por supuesto, debemos luchar inexorablemente contra ese vicio comunitario, pero hemos de aceptar, entre tanto, a la gente tal como es, si queremos edificar algo nuevo con ella.

—Y en cuanto al fútbol —añadí—, no olvides que es una especie de tóxico que el franquismo suministra en grandes cantidades al pueblo a fin de desviar su atención de sus propios problemas a un juego que le purgue de sus accesos de rabia, de malhumor y de rebeldía. Entre el miedo, por un lado, y el fútbol, por otro, la dictadura ha conseguido hasta ahora mantener sujeto al pueblo, no domesticarlo, eso, no, pero sí tenerlo sometido a su poder con la brida, la fusta y el juego.

Jaime se revolvía nerviosamente mientras yo hablaba. Al fin, medio convencido, dijo:

—Sí, a mí me costó un gran esfuerzo, lo confieso, arrojar en la marcha el peso de esa tradición, pero lo logré, creo yo.

—Y yo, y otros, y muchos, hemos procurado hacer lo mismo, aunque ello no quiera decir que lo hayamos logrado.

Se nos agotó el tema y nos callamos, y después de andar en silencio unos minutos, nos despedimos.

—Ya sabes: a las diez en punto.

—De acuerdo.

—Y ojo, ¿eh?

—Descuida.

Yo llegué puntualmente a la cita. Me habían precedido Ramón e Ibáñez, y, luego, con intervalos de cinco minutos, fueron apareciendo los demás, hasta completar el número de ocho hombres. Nos recluimos en un pequeño cuartucho, al fondo de la nave que servía de garaje. Ni las luces ni nuestras voces podían ser percibidas u oídas desde el exterior. Uno de los asistentes era el mismo guarda nocturno del edificio.

Se habló poco hasta estar todos reunidos. Entonces, Ibáñez expuso el objeto de la asamblea con su habitual estilo ampuloso.

—Os hemos convocado —empezó diciendo— porque algunos compañeros estiman que ha llegado el momento de estar a la altura de las circunstancias. ¿No es así, Ramón?

—Por supuesto. Hay que estar a la altura de las circunstancias —contestó el aludido.

Y otras voces corroboraron:

—Sí, hay que estar a la altura de las circunstancias. Es cierto.

—Ya era hora de que nos pusiéramos a la altura de las circunstancias.

—Claro que sí.

—Naturalmente.

—Pues bien —continuó diciendo Ibáñez—, hemos creído, y esta es una propuesta de Jordán, que el primer paso en ese sentido debe ser la creación de un periódico que dé a conocer nuestros puntos de vista a la opinión antifranquista y que nos valga como instrumento de penetración y de proselitismo. Necesitamos que se nos conozca y no se nos confunda con nadie. Unos nos creen monstruos, con el cuchillo entre los clientes, mientras que otros piensan que somos unos habladores incapaces de hacer nada práctico. Ni lo uno ni lo otro, compañeros. ¡Y vamos a demostrarlo!

Contábamos sólo ocho hombres. No obstante, nuestra procedencia ideológica era tan diversa que representábamos allí todas las tendencias que lucharon, más o menos conjuntadas, mejor o peor avenidas, más peor que mejor, contra el fascismo. Nos unía el hecho de que ninguno de nosotros estuviera conforme con el proceder, por separado, de las organizaciones o partidos en que originariamente habíamos militado. Después del estrepitoso fracaso de la llamada Unión Nacional y del desastroso fin de las guerrillas, y, por último, de las desavenencias surgidas con los monárquicos de don Juan de Borbón, por las vacilaciones de éste y de sus seguidores, las fuerzas políticas de la oposición al régimen franquista se habían dividido, subdividido, pulverizado en suma, perseguidas, arrinconadas, diezmadas y represaliadas por un omnipotente y omnipresente aparato represivo, alimentado por la soplonería y por las confesiones arrancadas mediante toda clase de violencias y torturas. Las prisiones empezaban a poblarse otra vez con presos políticos de todas las procedencias, bajo acusaciones de actividad ilegal clandestina, de pertenecer a comités, a células y alianzas, de ser enlaces, correos o activistas, y los consejos de guerra funcionaban a pleno rendimiento, sin descanso y sin fatiga, aplicando con todo rigor las penas que las leyes, los decretos o las disposiciones de emergencia tarifaban en cada caso. Vivíamos entonces una fase de guerra civil subterránea, más sórdida, cruel y despiadada que la que libráramos anteriormente en campo abierto. No se oía ni un grito ni un disparo. Un silencio macizo y la más densa oscuridad caían desde lo alto, desde el poder, sobre los hechos y sus consecuencias. La Prensa callaba. La Universidad callaba. Los pretorianos callaban. El extranjero callaba o no se oía. España era un gran sepulcro donde únicamente resonaban los vítores de los vencedores, sus desafíos, sus mentiras, su retórica delirante y sus histéricos pregones de grandezas y victorias. Tan sólo los familiares de los victimados recibían las noticias siniestras, pero tenían que callarse y disimular, aunque el horror les llenara la boca. Era un momento histórico sumamente grave para nosotros, y nosotros éramos conscientes de ello.

Ibáñez siguió en el uso de la palabra durante un largo rato todavía, exponiendo las gestiones previas que se habían llevado a cabo en orden al propósito que nos convocaba. Carlos, por ejemplo, había resuelto el problema económico de los primeros números con una generosa aportación en metálico, y se disponía de una imprenta que se prestaba a editarlo. La única cuestión pendiente, y que tenía que ser resuelta aquella noche, era la distribución.

—Yo me encargo del norte —dijo Ramón.

—Ya nos lo suponíamos —apostilló, sonriendo afablemente, el ciceroniano Ibáñez.

—Y yo organizaré los grupos de reparto en Madrid —dijo Jaime.

También estaba previsto. Salvo Ibáñez y Jordán, que se reservaban todo lo concerniente a la composición y tirada del periódico, los demás asistentes fueron designados por orden sucesivo para encargarse de la distribución en distintas zonas o regiones. Todavía no se me había aludido a mí para nada, cuando alguien advirtió:

—Falta el enlace con el sur.

—Tengo un compañero ferroviario en Alcázar de San Juan —dijo entonces Ibáñez, y añadió—: Creo que nadie mejor que él puede colaborar en el envío de los paquetes por las rutas de Andalucía y Levante. Y he pensado que el compañero Olivares podría visitarle en mi nombre. Estoy seguro de que ese amigo no nos negará su apoyo. ¿Qué te parece, Federico?

—Por supuesto que acepto —contesté sin vacilar—. Pero ahora es conveniente saber qué es lo que vamos a decir en esa hoja. Creo que es lo primero que debemos aclarar y dejar bien sentado.

—Hombre, eso es fácil de suponer —e Ibáñez se esponjó de suficiencia—. En el primer número haremos una llamada previa a la concordia y a la unión de todos los antifascistas, y luego seguirá una especie de manifiesto en que queden bien claros nuestros puntos de vista tácticos. ¿No os parece bien, compañeros?

La respuesta fue un asentimiento general. ¿Qué otra cosa podía hacerse, si no? Se trataba de un ritualismo indispensable. Así se empiezan siempre estas cosas, poco más o menos, y no existía ninguna razón especial para proceder de otra manera.

Intervino Carlos para proponer.

—Y unas cuantas consignas claras, rotundas, que se metan por los ojos y los oídos y se queden clavadas en el cerebro, como, por ejemplo…

—Sí, sí, entendido, Carlos, entendido —y, al interrumpirle, Ibáñez nos miró como para cerciorarse de que interpretaba fielmente nuestra impaciencia unánime ante tan innecesarias sugerencias.

—Es que yo creo que la literatura no vale para nada, Ibáñez. No hay nadie que se lea los panfletos si son muy largos y apelmazados. Hay que dar las ideas en forma muy concentrada, en píldoras.

—De acuerdo, Carlos, de acuerdo en que la gente es perezosa, pero no debemos olvidar, y este es mi criterio, que es necesario, ante todo, dejar claramente expuesta la postura ideológica del grupo. A veces, compañero Carlos, no está de más un poco de literatura.

¿Qué postura ideológica? ¿Acaso pretendíamos descubrir el Mediterráneo una vez más? ¡Siempre las ideas consabidas, las filosofías manoseadas, las mismas promesas programáticas! No me gustaba nada ese plan. Y de hacer, ¿qué?

—¿Quién va a escribir el periódico? —pregunté.

—Todos podremos colaborar en sus páginas —contestó Ibáñez—. Por de pronto, ya tenemos pergeñado el manifiesto. Lo ha escrito Jordán. Tú, si quisieras, podrías escribir el llamamiento a la unidad.

—Aquí tengo unas cuartillas —terció el experiodista Jordán—. Os las puedo leer ahora mismo si queréis, aunque pienso retocarlas un poco todavía.

—No leas ahora nada de eso —le interrumpió Duarte, el abogado—. Déjalo para cuando lo tengas listo del todo.

—¿Quedamos, Federico —insistió Ibáñez—, en que tú te encargas de escribir el llamamiento a la unidad?

Me encogí de hombros. Me resignaba aunque no sentía ningún entusiasmo por la idea.

—No creo que sea yo el más indicado para ello —dije, no obstante.

—Pues yo creo que tú lo harás muy bien —remachó Jordán.

—Me parece a mí —seguí diciendo— que no se trata de redactar un documento brillante, sino de decir sólo lo justo y de la manera más sencilla. En todo caso, pienso que ese llamamiento a la unidad no va a dar ningún resultado práctico. No le va a interesar a nadie ni vamos a convencer con él a ninguno de nuestros discrepantes.

—Pero al menos, no se nos podrá tachar de sectarios —dijo Ibáñez.

—Bueno, bueno, como queráis —accedí finalmente.

Se habló todavía más de una hora sobre diversos aspectos de la empresa que pensábamos acometer. Solamente Jaime y yo permanecimos callados y, por lo que a mí se refiere, en lucha con mi escepticismo. Yo tenía la impresión de estar soñando, porque los personajes, las palabras y el lugar parecían salidos de mis lecturas o de mis visiones oníricas y flotar en un ambiente quimérico. En cuanto a la mudez de Jaime, quizá se debiera a que pensase, inducido por su espíritu militar, que con todos aquellos hombres apenas podría organizar una escuadra de combate. La razón y la experiencia me avisaban, por otra parte, de que pretendíamos correr una aventura insensata, llena de riesgos y sin contrapartida posible. ¿Un periódico para decir vaciedades, sacar a relucir los trapos sucios de casa y airear las disputas de familia? Todos los grandes movimientos revolucionarios, políticos o religiosos, que conmovieron al mundo nacieron así, en una cripta, entre unos cuantos iniciados, aparentemente débiles y desasistidos, pero enfervorizados y dispuestos a todo. Pero no era ese nuestro caso. Nosotros no pretendíamos alumbrar una nueva fe ni una doctrina esotérica. Nosotros queríamos galvanizar a un pueblo oprimido, cuyo patrimonio se repartían amigablemente, o en subasta, los grandes y pequeños caudillos de la conquista, en primer término y, en segundo lugar, sus cortesanos, fámulos, servidores, escribas, corifeos y bufones, y no se podía hablar a ese pueblo con un lenguaje desacreditado ni irle con soflamas líricas, ni con planteamientos ideológicos, ni con literatura pedante. Todo eso estaba ya dicho y requetedicho. A ese pueblo había que ir con propuestas simples que no comportaran peligros graves ni exigieran heroísmos trágicos… Me callé. Mientras, decía Ibáñez:

—Compañeros, es evidente que esta noche hemos dado un paso decisivo para la destrucción del régimen franquista. Debemos sentirnos orgullosos de ser nosotros quienes iniciemos la lucha final. A estas horas, Franco estará durmiendo tranquilamente en su palacio de El Pardo, rodeado de su guardia mora, sin sospechar siquiera que hay aquí un puñado de hombres dispuestos a cargar la bomba que le haga saltar por los aires. Que siga, que siga tranquilo. Mejor. Nosotros, a lo nuestro.

Era la arenga final. Después, nos numeramos para salir. A mí me tocó ser el último en abandonar el garaje. Cada cinco minutos desaparecía uno de los conjurados. Jaime, antes de marchar, se me acercó y me habló al oído:

—¿Piensas ir a Alcázar de San Juan?

—¡Y qué remedio!

—Pues toma —y me dio un papel—. Ahí van las señas del hombre con quien tienes que entenderte. Apréndetelas de memoria y rómpelo luego en pedazos o quémalo —y, como yo hiciera un gesto de duda, agregó—: No te preocupes. El caso es empezar. Luego, cuando hayamos liado la zambra, ya no quedará otro remedio que bailarla cada cual como mejor pueda o sepa.

Yo me limité a recoger en silencio el papelito y leer el nombre y la dirección escritas en él, y, antes de abandonar el garaje, quemarlo con una cerilla.

La noche era oscura y fría. De la sierra bajaba un aire sutil batiendo alas de carámbanos, y la gabardina no era un parapeto suficientemente seguro para defenderme de él. Por eso y por la nostalgia del lecho caliente, apreté el paso casi a ritmo gimnástico. El silencio me envolvía como una sombra más densa aún que las de la noche y sólo oía el repiqueteo de mis propios zapatos sobre la tierra endurecida.

Me quedaban como unos cien metros de descampado para alcanzar la primera bocacalle, cuando descubrí un automóvil detenido al borde de la carretera. Pronto estuve junto a él y entonces vi a un hombre elegantemente vestido que, después de haber hurgado en el motor, se metía en el coche e intentaba en vano ponerlo en marcha accionando sobre el arranque. Ni siquiera me detuve, pero sonó una voz a mi espalda:

—¡Eh! ¡Oiga!

Entonces me volví. El conductor había descendido del coche y se me acercaba con la cartera en la mano, de la que, torpemente, pudo extraer un billete de banco.

—Torne cinco duros —me dijo— y haga el favor de avisar al primer taxi que encuentre, para que venga a recogernos.

—¿Qué le pasa? —le pregunté.

—No sé. Que no quiere andar.

El hombre elegante hablaba con dificultad, como si estuviera embriagado. Era joven y presentaba el aspecto inconfundible de un señorito metido en juerga.

—Y a mí, ¿qué? —le dije, molesto por su insultante modo de proceder.

—Bueno, le daré diez duros, hombre.

—No.

Le volví la espalda, dispuesto a alejarme de allí a buen paso, pero entonces una voz de mujer gritó:

—Dale cien pesetas, Toni, a ver qué pasa.

El desafío de la mujer, que me sonó a burla y a escarnio, me hizo volverme y acercarme al automóvil. En él, asomada a la ventanilla, una mujer, aparentemente joven y hermosa y envuelta en pieles, me miraba y sonreía con aire de broma.

—¡Ni por mil duros! ¿Se entera? —le repliqué violentamente.

—Pero usted no es rico, ¿eh? —me replicó ella con voz turbia.

—No, claro que no —e inicié de nuevo el movimiento para seguir mi camino.

—¿Que no le importa ganarse ese dinero? Eso quiere decir que es usted uno de esos revolucionarios de novela que andan por ahí —y la mujer rompió a reír estrepitosamente.

Estuve tentado, la verdad, de soltarle unas cuantas groserías, pero me contuvo su condición de mujer. Me contenté con decirle:

—Y usted, ¿qué sabe de eso?

Sentí entonces que el hombre me tiraba de un brazo hasta obligarme a quedar frente a él. El borracho me miraba con expresión de asombro.

—¿De veras es usted un revolucionario? Entonces debe odiar a los ricos, ¿no?

—Sí, Toni, sí —contestó la mujer entre carcajadas.

—¿Tira usted bombas? —insistió él.

—Sí, Toni, sí. Es de ésos. No hay más que verle —dijo ella.

—Pues chóquela, hombre, chóquela —y el hombre me cogió una mano y me la estrechó vigorosamente.

Pensaba en desprenderme violentamente de él y lanzarlo contra el automóvil, pero, entre tanto, la dama había echado pie a tierra y sentí que me agarraba también, diciéndome:

—Usted no puede irse ahora, camarada. ¡Con las ganas que tenía yo de conocer un hombre así!

Despedía un suave y penetrante aroma, mezcla de perfumes indefinibles con olor a tabaco rubio y a licores. Indudablemente, estaba ebria, al igual que su compañero. Ambos me impedían marcharme.

—¿Quieren dejarme en paz? —les grité, ya encolerizado.

Ella movió la cabeza en sentido negativo.

—¿Verdad que no, Toni?

—¡Ni hablar del peluquín! —contestó Toni.

—Pero, ¿a dónde va usted tan deprisa a estas horas, señor bombero? —me preguntó ella.

A punto de estallar, sacudí bruscamente los brazos y quedé libre. Toni salió despedido contra el coche y la mujer cayó al suelo.

—¡Jesús, qué tío! —exclamó ella.

Temí haber sido demasiado brutal con la dama o lo que fuese y me incliné para levantarla. Mientras tanto, se me aproximó Toni a gatas, gimiendo:

—¡Piluca, por Dios! ¿Te has hecho daño?

—Eche una mano y déjese de lamentos —le ordené.

Entre los dos, y a duras penas, porque Toni se tambaleaba, la colocamos dentro del automóvil. Ella fue abriendo los ojos lentamente, como si volviera de su sueño y, al encontrarse con que tanto su acompañante como yo la contemplábamos con ansiedad, se sonrió maliciosamente y dijo a Toni:

—¿Ves cómo tratan los rojos a las mujeres de los ricos? —y, dirigiéndose después a mí, me preguntó—: Porque tú eres comunista, ¿verdad?

—Frío —contesté.

—Pues serás anarquista.

—Te acercas.

—Ahora sí que no entiendo nada. Pero da lo mismo. Y es fantástico. ¡Fantástico, Toni, fantástico! Ya verás cuando se lo contemos a los amigos.

—¿Es ésta tu mujer o qué? —pregunté a Toni.

—Pues claro que es mi mujer. —Luego, preguntó a Piluca—: ¿Te encuentras bien?

—Estupendamente, Toni. Oye: ¿por qué no nos vamos los tres a casa, a tomar una copita? Así sabría éste lo que es bueno, ¿no?

—¡Formidable, Piluca! —exclamó Toni.

Y, la una por delante y el otro por detrás, se me agarraron de nuevo, con todas sus fuerzas, aquellos dos extraños personajes.

—Tú no te escapas. ¡Ni hablar del peluquín! —decía él mientras me empujaba hacia el interior del coche.

—¿Se puede saber a dónde querías ir tú ahora? —decía ella tirando de mí desde dentro.

En el forcejeo, Piluca se abrazó a mí, envolviéndome en la ola de perfumes que despedía su cuerpo. La seda de su piel me rozaba el rostro y sentí junto a mis labios la tersura y el calor de su garganta.

—Tú te vienes ahora mismo con nosotros —balbuceaba él, volcado sobre mí.

El jadeo de Piluca por la brega me abrasaba y los empellones y el peso de su marido me dolían. Por otra parte, empezó a intrigarme la aventura y decidí correrla con aquel par de locos y ver en qué acababa. Dejé, por lo tanto, de hacer resistencia y quedé aprisionado entre los dos. Entonces, Toni manipuló en los mandos del vehículo y su motor empezó a funcionar inmediatamente.

—Estos «haigas» son la monda —comentó Toni.

—Pero…, ¿no estaba averiado? —pregunté yo, ingenuamente.

Una doble carcajada fue la respuesta. Yo, por completo desconcertado, miraba alternativamente a una y a otro, y ambos reían con muestras de gran contento mientras que el coche daba bandazos de un lado a otro de la vía con riesgo de rompemos el bautismo. Entonces comprendí que había sido objeto de una pesada broma de señoritos curdas y, enrabiado, me reproché el haberla consentido.

—¿De verdad te lo creíste? —me preguntó Piluca entre hipos de risa.

Guardé silencio por no insultarla. Ella, cuando se hubo serenado un tanto, me explicó:

—Fue una ocurrencia mía, ¿sabes? Te vimos, solo, como un alma en pena, y yo le dije a Toni: «Para y haz como si el coche se hubiese averiado, a ver qué pasa». Y ya ves…

Toni, acometido por un nuevo ataque de risa convulsiva, soltaba el volante, se encogía, se estiraba, se llevaba una mano al vientre, echaba hacia atrás la cabeza… En uno de esos movimientos el coche se le fue y remontó la acera, pero Toni, reaccionando con una presteza increíble, evitó, con un volantazo enérgico, que topase con una farola. Yo cerré los ojos, esperando lo peor. Pasado el susto, los abrí de nuevo y observé que Piluca, a quien se le había congelado la risa, tenía la cara oculta entre las palmas de las manos. En cambio, Toni se mantenía en plena lucidez alcohólica, entre jadeos, saltos y retortijones.

—Tenéis mieditis, ¿eh? —gritaba, manejando el volante como si fuera una zaranda.

—No nos mates, Toni; no seas bárbaro. Me da miedo cuando te pones así —se quejó ella, con voz temblona, no sé si fingida o real.

—¿Y tú, bombero?

—¿Yo? ¡Tengo unas ganas de perderos de vista!

—¿De veras? —y Piluca se apretó aún más contra mí, añadiendo, al advertir mi turbación—: Me gustan los asesinos.

—Por eso te casaste con este matarife, ¿no?

—Ca, hombre. Toni no es capaz de matar ni un pollo. En cambio, tú… ¡Me das escalofríos! —y gritó a su marido—: ¡Estoy helada, Toni!

Pero Toni no le hizo ningún caso, porque me dio con el codo y dijo:

—A Piluca le gustan las películas psicológicas, de complejos. No te lo imaginabas, ¿eh, bombero? —y se volvió a nosotros, tan bruscamente que el coche casi viró en redondo. Por suerte, era el nuestro el único coche que circulaba por la ancha y nueva avenida, a cuya circunstancia debíamos, sin duda, el que no nos hubiésemos estrellado todavía. A mí, el contacto con Piluca me hizo olvidar el peligro y ya me disponía a aventurar una mano entre las sombras cálidas de su cuerpo, cuando un seco frenazo detuvo al automóvil frente a uno de esos modernos edificios de amplias cristaleras y grandes terrazas decorativas cuyas pérgolas y plantas les dan el aspecto de jardines colgantes.

—Ya hemos llegado —dijo Toni, súbitamente laxo, como si acabara de desinflarse. Pasada la excitación de la carrera, las nubes del alcohol volvían a oscurecer su mente y a desmadejar sus nervios, hasta el punto de hacerle abatir la cabeza sobre el pecho, como si ya no pudiese mantenerla erguida. Piluca, pasando un brazo por encima de mí, le agarró por un hombro y le sacudió fuertemente:

—Vamos, hombre; no te duermas ahora.

Hubimos de empujarle los dos para que saliese del automóvil. Ya en tierra los tres, cada uno de ellos se me colgó de un brazo. Piluca temblaba y Toni apenas podía mantenerse en pie. Así atravesamos el vestíbulo y penetramos en el ascensor. A la luz que allí se encendió pude contemplar detenidamente a mis acompañantes. Toni era un hombre de poco más de treinta años, robusto, tendente a la obesidad, de rostro más bien agradable, cuya expresión no pude precisar por su estado de sueño y embriaguez. Ella, de cuerpo fino y delicado, me pareció una mujer muy atractiva. Tenía verdes los ojos, castaño claro el cabello, pequeña la nariz, rasgada la boca y voluntariosa la barbilla. Su expresión era descarada, atrevida, incitante. Estaba cubierta con un abrigo de pieles blancas que le cubría el cuello y dejaba al descubierto sus pequeñas manos, en una de las cuales lucía una esmeralda rodeada de brillantes. Permanecimos en silencio durante la ascensión, mirándonos como extraños, y nos recibió un servidor enjuto y canoso, con pinta de aristócrata arruinado, quien, al verme, se quedó atónito. En efecto, nos conocíamos. Aquel hombre había sido ayuda de cámara de un viejo marqués que murió, víctima de la revolución en la zona republicana, durante la guerra civil. Naturalmente, fue a parar a la cárcel al día siguiente de ser ocupada Valencia por las tropas franquistas. Nos encontramos en la prisión de Aranjuez, donde se destacaba por cantar en el orfeón penitenciario con su espiritual voz atenorada y por las sabrosas anécdotas de la aristocracia que solía contarnos con esa gracia auténtica de quienes no saben que la tienen. Estaba al tanto de la vida de los grandes títulos nobiliarios y, al parecer, sabía, hasta en sus menores detalles, la historia de cada uno de ellos.

—Todos están podridos —acostumbraba decir.

—Tú los conoces bien, ¿eh?

—Cómo que si los conozco. ¡Como si los hubiera parido!

—Pues entonces, ¿qué vas a hacer cuando salgas de la cárcel?

—Cualquier cosa. Me da lo mismo. Todo antes que servirles otra vez. Eso se acabó para mí.

Sin embargo, allí estaba, como ayuda de cámara o algo similar, y, aunque yo me hice el desentendido, él me guiñó un ojo cuando pasé por su lado.

En el salón adonde me llevaron, Piluca y Toni se desprendieron de mí y, después de quitarse los abrigos con la ayuda de su servidor, se dejaron caer pesadamente sobre unos cómodos y mullidos sillones.

—Ponte cómodo tú también y túmbate en el diván, si quieres. Estás en tu casa, bombero —dijo Toni, a tropezones con las palabras.

Yo obedecí a medias. Me senté donde Toni me indicara, pero sin despojarme de la gabardina, a pesar del cálido ambiente del salón, a fin de ocultar ante Piluca el poco presentable atuendo que cubría. De pronto, los tres nos miramos muy sorprendidos. Efectivamente, ¿qué pintaba yo allí, qué teníamos que decirnos, qué esperábamos, qué…?

—Vamos a beber —dijo Toni, y llamó—: ¡Eh, tú, Pericles: sírvenos coñac!

—¿Pericles? —pregunté yo asombrado.

—Bueno, Pendes o Aristóteles o demonios… ¡Qué más da! Nunca me acuerdo de su nombre. Puede que no lo tenga siquiera.

—Jacinto, Toni, Jacinto —terció Piluca, riendo.

Toni cloqueó de risa.

—Oye, camarada —me dijo—, ¿tú crees, en serio, que se puede uno llamar Jacinto con esa cara de ciprés?

El criado había acudido ya con la botella y el servicio de copas y, aunque oyera los comentarios de Toni, su rostro impasible no lo demostró. Realmente tenía un aire misterioso y fantasmal, desagradable. Con gesto medido, mecánico y exacto llenó las copas.

—Puedes retirarte ya —le ordenó Toni cuando el criado hubo terminado de servirnos. Después, apuró su copa de un solo trago.

Piluca y yo probamos el licor mirándonos por encima de las copas. Mientras, decía Toni, refiriéndose a Jacinto:

—Su presencia me hiela, no lo puedo remediar. Yo creo que me espía.

Piluca soltó una carcajada.

—Es que Toni desconfía de todo el mundo. No le hagas caso.

Miré al hombre, a quien le brillaban intensamente los ojos alcoholizados.

—¿Por qué desconfías de todo el mundo? Di, Toni, ¿por qué?

Pero, en vez de contestarme, se despatarró completamente en su asiento y me preguntó, a su vez:

—¿Cómo te llamas tú? Porque todavía no lo sabemos.

—Federico.

—¿Nombre de verdad o nombre de guerra?

—De verdad.

—Huy, no me gusta. Es demasiado largo, ¿verdad, Toni? Verás… Yo creo que Fede… ¿Te parece bien que te llamemos Fede? —insinuó Piluca.

—Bien, como quieras.

—Bueno, Fede, ¿qué te ha parecido el coñac? —me preguntó Toni.

—Hombre, yo no entiendo mucho de licores, pero me parece bueno, sí.

—Es estupendo, hombre, francés. Se ve que no estás acostumbrado —dijo Toni, añadiendo—: Y sienta maravillosamente después del whisky.

—A mí me gusta más el whisky —opinó Piluca.

—Como que es más caro, ¿eh, nena?

—Sí, creo que es más caro.

—Oye, ¿a cómo nos cobran la botella de whisky donde tú sabes?

—Me parece que a mil seiscientas pesetas.

—Mil seiscientas pesetas… —repitió Toni, tartamudeando—. ¿No te parece, Piluca, que nos estafan?

—No lo creas. Es lo que cobran a todo el mundo.

Aquel diálogo incoherente entre marido y mujer apenas resultaba inteligible para mí. ¿Cómo podía nadie gastarse esa cantidad, justamente el doble de mi sueldo al mes, en una botella de whisky y lo comentase después con tanta frivolidad? Por eso, se me ocurrió preguntarle a Toni:

—Oye, ¿cuánto pagas mensualmente a tu chófer, porque supongo que tendrás chófer, no?

—Claro que tengo mecánico. ¿Y qué decías tú de…?

—Fede te ha preguntado que cuánto le pagas —intervino Piluca.

—¿Cuánto qué?

—Yo te lo voy a decir, Fede. Mil quinientas pesetas mensuales —dijo Piluca.

—Menos de una botella de whisky —comenté yo.

—Sí, pero me roba otra —alegó Toni.

—Y a Jacinto, ¿cuánto le pagas?

—Otra botella.

—Supongo entonces que a tus demás sirvientes les pagas por copas, ¿no es así?

—Tienes razón, Fede, pero todos me roban. ¡Me roban, me roban, me roban! —y, con mano insegura, Toni llenó su copa y se la llevó después a los labios. Se conoce que el alcohol le pedía más alcohol constantemente. La llama voraz de la borrachera necesitaba más y más combustible.

—Pero vamos a ver, ¿qué es lo que te roban, Toni?

—¿Que qué me roban? Pues mi dinero, hombre, mi dinero.

—¿Tanto dinero ganas?

—No, hombre, no. El que ganó su padre vendiendo pieles antes de la guerra y el que sigue ganando ahora, a montones, con toda una serie de negocios que tiene organizados. Antes, un pielero, y, ahora, un traficante por todo lo alto, ya ves —y Piluca se echó a reír.

Toni lanzó a su mujer una buida mirada de odio, acometido por un estremecimiento de cólera y gritó, golpeando los brazos del sillón con sus puños.

—¿Y tu padre? ¿Quieres decir a Fede lo que era tu bendito padre? Anda, díselo, preciosa.

Piluca dejó de reír. Con el cabello caído por la frente, se encrespó ante su marido, como un gallo de pelea. No gritó, pero sus palabras fueron saliendo de entre sus labios como saetas.

—Por supuesto, hombre, por supuesto. Mi padre fue siempre más que el tuyo: un señor arruinado.

Toni se incorporó a medias sobre el sillón y sonrió triunfalmente mirándome a mí.

—Ya lo estás oyendo: un tipo arruinado por el juego y las mujeres.

—Claro —replicó ella—, como se arruinan los señores.

Toni soltó una carcajada incongruente.

—Señores, señores… —y preguntó—: ¿De qué? Viviendo a sablazo limpio, ¿no? ¿Qué te parece, bombero? —dijo, gritando entre golpes de una risa fría y trémula.

Fue entonces cuando Piluca respondió a Toni con una de esas muecas femeninas de asco y de desprecio que afean el rostro más hermoso. Yo, un poco avergonzado, creí llegado el momento de intervenir entre ambos para evitar que aquella estúpida discusión degenerase en una riña.

—Qué importa ahora lo que hayan sido o sean vuestros padres. Lo mismo da. Yo creo que lo que debe preocuparos sois vosotros mismos. Lo demás son historias de familia que a mí no me interesan —y, cambiando de tema, añadí—: ¿A qué te dedicas tú, Toni? ¿En qué trabajas?

—¿Trabajar?

Y Piluca rompió en el aire otra risa.

Toni, por su parte, se me quedó mirando estólidamente, con el belfo caído. Murmuró:

—¿Trabajar?

—Sí, trabajar he dicho. Dedicar las horas del día a algo más que a divertirse. Producir algún valor material o espiritual, aunque sea superfluo. Algo que te justifique ante la sociedad trabajadora en que vivimos. Está claro.

Piluca se retorcía de risa y su marido seguía mirándome con la misma expresión de asombro e incredulidad.

—Pero si soy rico, ¿entiendes? —balbució al fin Toni.

—¿Y qué tiene eso que ver? Podrías dedicar algún tiempo a escribir, pongamos por caso, ¿no? —dije.

—Pero, ¿para qué? Lo que yo hago es comprar libros. Luego te enseñaré mi biblioteca y verás cuántos tengo, más de cinco mil volúmenes.

—Bien, ¿y por qué no pintas? Creo que…

—¿Pintar? —me interrumpió—. Mira —y señaló los cuadros que pendían de las paredes del salón—. Y de las mejores firmas: un Dalí, un Nonell, dos Zuloagas, un Sorolla y hasta un Gauguin… ¿Te suenan?

—Claro que me suenan. Son joyas —dije—, verdaderas joyas de coleccionista. Pero no se trata ahora de eso, sino de que tú emplees tu tiempo, el mucho tiempo que te sobra, en algo útil, o inútil, si quieres, pero que te obligue a realizar un esfuerzo. ¿No te aburres?

—Mucho. Más que una ostra.

—Pues entonces… Podrías hacer investigaciones históricas, científicas…

—No te esfuerces, Fede —se adelantó a decir Piluca—. Nosotros lo compramos todo. ¡Todo!

Toni había cambiado de expresión. Me miraba con ojos humildes y bovinos, a punto de lagrimear.

—Pero, ¿no ves que no soy más que rico, hombre?

Sus palabras traslucían resentimiento, amargura, desencanto. Eran una humillante confesión de fracaso. El alcohol dejaba al descubierto el fondo desolado y dolorido de su conciencia.

—Eso es nuestra desgracia, sí —dijo, a su vez, Piluca, repentinamente seria.

¿Desgracia ser rico? Yo no podía entenderlo.

—Tú no sabes lo que significa no ser más que ricos —insistió Piluca, mirándome a los ojos y dejándome ver en los suyos una inmensa desilusión.

—No valgo para nada. No tengo talento. Bien quisiera hacer algo, pero nunca se me ocurre qué.

La voz de Toni era lastimera. Siguió diciendo:

—Y no soy malo y quiero bien a todo el mundo. Lo que pasa es que a mí nadie me quiere. Sólo quieren mi dinero.

Luego, se encaró conmigo bruscamente, en un súbito e inesperado acceso de energía.

—Tú también harías lo mismo si estuvieras en mi lugar. Lo hace todo el que puede. ¿Voy a regalar mi dinero para ponerme a picar, después, en una carretera? ¿Eso es lo que queréis que haga? ¡Pues, no; no lo haré, pase lo que pase!

El grito de protesta le dejó exhausto, completamente desarbolado. Con mano temblorosa y vacilante asió la botella del coñac y empezó a beber directamente de ella. Fue un trago de desesperación. El dorado líquido le rezumaba por los labios y le corría por el cuello. Hasta que Piluca se levantó de su asiento y fue a arrebatarle la botella.

—¡Vas a reventar, hombre!

Toni cerró los ojos, chascó la lengua y se dejó caer sobre el respaldo del sillón. Yo le hubiera dicho que su problema no consistía en repartir su dinero, como otro Francisco de Asís, y ponerse a picar en una carretera, pero que el trabajo es la mejor terapéutica para los males del alma y del cuerpo y que el hombre que consume bienes sin producir ninguno, directa o indirectamente, es como un salteador de caminos. (Todo lo que dilapidas y destrozas lo produjeron otros seres humanos que acaso mueran sin poderlos gozar. Supón que a un niño pobre, cuando alcanzase el uso de la razón, se le mostrara uno de esos globos terráqueos que hay en todas las escuelas al pie de la mesa del maestro y se le dijera: Mira, niño, esta es la imagen del mundo. ¿Lo ves bien? Pues está repartido mucho antes de que tú nacieses. Para ti no ha quedado ni siquiera el pedazo de tierra necesario para cubrir tu cuerpo cuando mueras. Si entonces el niño preguntase qué debería hacer para poder vivir, ¿qué le contestarías tú, Toni, el rico?).

Toni, liberado por el alcohol de inhibiciones y respetos humanos, mostraba desvergonzadamente su obsesión por el dinero, su dinero, y yo renuncié a mi discurso y a la diatriba consiguiente, pero, por una extraña asociación de ideas, surgió en mi memoria el recuerdo del rey de Francia Luis XVI, aquel pobre bobo que no supo ser bueno, siéndolo, y que también tenía la desgracia de no ser más que rey

Toni había abierto un ojo, volviendo a cerrarlo inmediatamente. Ese parpadeo fue como el último chisporrotazo de su conciencia antes de apagarse en el sueño. Me levanté, me acerqué a él, le sacudí y le grité al oído:

—¿Te acuerdas de Luis XVI? Él, por lo menos, hacía cerraduras, hombre.

El beodo abrió sus párpados de rana. A pesar de la modorra en que yacía, mis palabras le conmovieron. Levantó la cabeza y, mirándonos alternativamente a Piluca y a mí con sus pupilas nubladas, movió con dificultad los labios para decir:

—Sí, y le mataron —y dejó caer de nuevo hacia atrás la cabeza.

—También mataron a su mujer —añadió Piluca, escalofriada.

Aquella siniestra evocación congeló el aire entre nosotros. Toni, pisando ya el umbral del sueño, balbucía:

—Te voy a enseñar mi despacho… Ya verás qué mesa tengo para trabajar, pero cuando me siento en mi sillón y… quiero pensar… no se me ocurre nada… nada… No sé… no valgo…

Siguieron después unas palabras ininteligibles, más bien un murmullo que se fue apagando hasta concluir en resoplidos. Piluca le contemplaba con un gesto de desolación irremediable. Luego, dirigió sus ojos a mí y se cruzaron nuestras miradas como dos espadas calientes.

—Me voy —dije de pronto.

Piluca se estremeció, sorprendida, y se puso en pie silenciosamente. Me pareció cohibida por primera vez e intimidada por mi presencia.

—Te pido que nos perdones la broma —dijo gravemente.

—No te preocupes por eso. A mí me ha parecido una extraordinaria aventura de la que no me olvidaré fácilmente.

Ella, muy turbada, no desplegó los labios. Bajó los ojos y se quedó mirando la esmeralda de su sortija. Entonces, yo, sin ninguna frase trivial de despedida, me dirigí a la puerta, pero antes de poner mi mano en su pomo dorado, oí la voz de Piluca:

—¡Espera!

Me quedé quieto, esperando, sin volver la cabeza y, a poco, se me acercó Piluca, con la mano extendida, diciéndome:

—Guárdala en prueba de que no ha sido un sueño.

Me ofrecía su sortija, la de la esmeralda rodeada de brillantes. La rechacé suavemente y le dije:

—No la necesito para recordar.

Nos miramos derechamente a los ojos hasta que los de ella empezaron a parpadear.

—Pero vale algún dinero, Fede, y podría serte útil para remediar alguna necesidad de tus amigos.

Pero yo insistí en mi negativa.

—Es poco. Yo quiero más.

La insinuación, tan clara, le hizo dar instintivamente un paso atrás. Tal vez la esperaba o la temía, pero quizá no tan bruscamente. Siguió una pausa tensa y quedamos en un silencio sólo interrumpido por el ronco resoplar de Toni, quien de esta manera se hacía presente y contaba los segundos de la indecisión de su mujer. Piluca, al fin, abatió la mirada y balbució:

—No sé. No podría. No lo he hecho nunca, aunque tú tal vez no lo creas.

Y yo dije:

—Te creo.

Y ella añadió:

—Gracias. Si nos encontramos otra vez…

Le interrumpí:

—Será difícil.

Piluca volvió a mirarme fijamente a los ojos.

—¿Te acordarás de mí?

Yo me encontraba sereno, completamente dueño de mí, y contesté:

—¡Siempre!

Entonces la vi retroceder, buscar en los bolsillos de Toni y acercarse luego a mí con una tarjeta de visita en la mano.

—Aquí tienes mi dirección y mi teléfono. Si alguna vez me necesitas, no dudes en llamarme o en venir a verme.

Tomé la tarjeta que me ofrecía y la guardé pausadamente en el bolsillo interior de mi chaqueta, dando tiempo al tiempo para no sabía qué. Algo inexplicable me retenía aún allí, indeciso, hasta que Piluca me abrazó, diciéndome:

—Y ahora bésame, bésame y vete, por Dios.

Y estampé un beso impetuoso en los labios de aquella mujer que olía como una cortesana de lujo, a alcohol y a perfumes insólitos. Era una burguesita, sin embargo, una criatura a veces despreciable y, a veces, tentadora, impúdica y ruborosa, osada y tímida. ¿A dónde iba? ¿Qué buscaba? ¿Qué quería? Cuando nos separamos, llamó a Jacinto y siguieron unos breves segundos de espera que aprovechamos para reponernos de nuestra turbación.

—Acompaña al señor hasta la puerta de la calle —dijo al criado, cuando éste apareció envuelto en sueño.

Seguí a Jacinto sin volver la vista atrás y oí el chasquido de la puerta al cerrarse a mis espaldas. Jacinto parecía mi propia sombra. La gruesa moqueta apagaba el ruido de nuestros pasos. Yo no volví en mí hasta que me encontré en el ascensor y empezó a hablarme Jacinto.

—He escuchado algo de lo que les decías. Yo los controlo, ¿sabes? No son aristócratas. Es gente normal, con mucho dinero, eso sí, pero no mala. Ya me comprendes, ¿no? Lo que yo no comprendía era que Jacinto los controlara.

—¿Por qué?

—Hombre, por si se arma otro follón.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo. Que el hecho de que tengan mucho dinero no le da derecho a nadie, y menos a los grupos incontrolados, a meterse con ellos, como pasó la otra vez.

Era asombroso. Era desconcertante. Era inverosímil.

—De manera que tú los controlas, como dices, para evitar que nadie pueda hacerles daño, ¿eh? Vamos, que tú saldrías en su defensa si estallase otra revolución, ¿no es eso?

—Eso es.

A pesar de su aspecto de personaje atrabiliario de espía o de traidor de película, Jacinto tenía alma de ángel custodio y velaba por sus amos con la complacencia y la solicitud de un fantasma familiar. Y, sin embargo, Toni le tenía miedo.

Al despedirme de él, le pregunté:

—¿No nos decías siempre en la cárcel que no volverías a servir a ningún amo de esta especie, aristócrata o no? Jacinto se encogió de hombros.

—Se piensan y se dicen tantas cosas en la cárcel…

El aire frío de la noche barrió pronto de mi mente las nieblas acumuladas en ella durante aquella noche de sorprendentes acontecimientos. En primer lugar, la conspiración novelesca del garaje. En segundo lugar, mi extraño encuentro con Toni y Piluca. Finalmente, la reaparición de Jacinto como ayuda de cámara en una fantástica escena de espionaje doméstico. Mis amigos, proponiéndose derribar la dictadura con una soflama mientras el ejército y la policía se mostraban presentes en todas partes y hasta los chiquillos de las escuelas patrullaban la ciudad vestidos de uniforme. Y Toni, lamentando no ser más que rico. Y Piluca, tan pronto dispuesta a sucumbir como a defenderse a ultranza, a provocar como a humillarse, a reír como a llorar. Y Jacinto… Pero, ¿eran recuerdos reales o sólo jirones de una alucinación? Ni con la mente serena pude discernir, mientras me dirigía a mi casa por las calles desiertas, qué había de cierto o imaginario en todo aquello.

* * *

Y, sin embargo, llegué a Alcázar de San Juan, un sábado por la noche, nada menos que para enlazar con un ferroviario desconocido que debería encargarse de distribuir nuestros panfletos por las rutas de Levante y de Andalucía.

No me fue muy difícil dar con su paradero porque vivía en una casita próxima a la estación. El hombre, acabada la faena del día, se encontraba cenando junto con su mujer y sus hijos.

Me recibió con visible recelo, pero con campechana cortesía, y me introdujo hasta el sancta sanctorum de la casa, la cocina, donde me invitó a que les acompañase en la mesa. Como es natural, yo rechacé con la fórmula del caso la rutinaria invitación y hube de contemplar cómo comían, hasta que terminasen, para poder conversar luego a solas con mi hombre. El fuego del hogar, alimentado por unas briquetas en brasas, mantenía una agradable temperatura que, al llegar de la calle, resultaba muy consoladora. Para no mirar tan insistentemente a los comensales, me dediqué a inventariar el mobiliario y los enseres de la estancia, repasándolos una y otra vez: el pequeño armario de pino con pátina de años y de fregoteos, en cuyos estantes se alineaban algunos vasos y lozas; la panoplia de sartenes y cazos; el fregadero de cemento; las cortinas de arpillera; la bombilla sin pantalla, pendiente de un desnudo cordón eléctrico anudado a una escarpia hincada en la techumbre; el suelo de losetas rotas…

Desde el primer momento advertí que la mujer me miraba con ojos descaradamente hostiles, encerrada en un mutismo huraño que duró todo el tiempo de la cena. Los hijos también callaban y comían de prisa. Sólo Lucilo, que tal era el nombre del ferroviario, me dirigía alguna pregunta entre bocado y bocado, con objeto, sin duda, de relajar un tanto la tensión que provocaba mi presencia.

—¿Ibáñez decía usted?

—Sí, Alfonso Ibáñez.

—Me suena, me suena… —y Lucilo, con la vista sobre el plato, hacía lentos signos afirmativos con la cabeza.

—Según tengo entendido —aventuré—, fue también ferroviario. Él me dijo que era amigo de usted.

—¿Era de M.Z.A.?

Yo me encogí de hombros y la mujer y los chicos clavaron sus ojos en mí. Ciertamente, yo ignoraba ese detalle y eso me hizo sentirme copado. Gracias a que Lucilo, viendo mi apuro, me tendió un puente.

—Sí —dijo—, creo que hemos trabajado juntos algún tiempo. Es muy despabilado y tiene un pico de oro, vamos, que se explica muy bien.

El cuchareo trasegando el guiso de patatas continuó y yo me acogí a las palabras de Lucilo para intentar que la charla se afianzase y levantara el vuelo, haciendo un efusivo elogio del ausente. Atribuí a Ibáñez las más brillantes dotes de inteligencia y de bondad y, por último, insinué que estaba muy bien relacionado con las personas más significativas en la política internacional, como, por ejemplo, Truman y Atlee. Y terminé con una sonora exclamación.

—¡Ibáñez es un gran hombre!

Pero toda aquella pirotecnia verbal, pese a mi empeño en hacerla convincente, no despertó el entusiasmo en ningún miembro de la familia.

—Pero, ¿no ha reingresado en el ferrocarril? —preguntó Lucilo por todo comentario.

—No lo sé, pero me parece que no.

Había terminado la cena. La mujer empezó a recoger los cacharros e hizo señas a sus hijos para que se retiraran. El mayor, un mozalbete ya, se despidió de mí en nombre de sus hermanos y los tres desaparecieron tras una de aquellas cortinas de arpillera.

—Bueno, ¿y qué es lo que quiere el amigo Ibáñez?

Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle así, en frío, el objeto de mi visita a quien se parapetaba cautamente al otro lado de un foso de vacío y de desconfianza? Recurrí al truco de siempre: sacar mi cajetilla y ofrecerle tabaco. Lo aceptó y, mientras liábamos cachazudamente nuestros respectivos cigarros, y sin mirarle a los ojos, dije:

—Sin duda tendrá usted buenas relaciones con los maquinistas y los fogoneros de la Compañía, ¿no?

—¡Psché! —murmuró, encogiéndose de hombros.

Rasqué la cerilla. Surgió la pequeña llama. Prendimos lumbre a nuestros tabacos, momento que aproveché para seguir tanteando el terreno.

—¿Buena gente?

—Hay de todo —contestó.

Entonces decidí avanzar más al descubierto. No me quedaba otra alternativa.

—Le será fácil de todas maneras entenderse con ellos, ¿eh? La mujer dejó de fregar para mirarnos de reojo. Lucilo se sonrió bonachonamente y me hizo un guiño.

—Depende de qué se trate.

—Es un asunto que…

—¿Estraperlo? —me interrumpió.

—Pues sí, Lucilo. Estraperlo es. De eso se trata.

El ferroviario avanzó su busto hacia mí, con la expresión ya completamente limpia de recelos.

—Me lo barruntaba —dijo, y rió quedamente. Luego, con ademán francamente amigable, añadió—: Vaya, vaya con Ibáñez. Está en todo. No, si ya le dije que es muy despabilado. Ibáñez es de los que no se pierde ripio.

—¡Y tanto! —exclamé yo.

Yo me reía por dentro ante lo cómico de la situación y sonreí también por fuera sin que mi interlocutor pudiese sospechar la causa de mi aparente regocijo. Me reía de mí mismo, del despabilado Ibáñez, de la retranca del bueno de Lucilo y de la maligna desconfianza de su mujer, quien, atraída por el sesgo que tomaba la conversación entre los dos hombres, se había vuelto a mirarnos, suspensa, abiertos y abrillantados los ojos, con un chispazo de codicia centelleando en sus pupilas oscuras. Me reía, en fin, de la nueva y disparatada aventura en que me veía atrapado pese a mis pretensiones de hombre realista y analítico. La siguiente pregunta del ferroviario, expuesta en su estilo peculiar, fue ya definitiva.

—¿Y qué clase de mercancías vamos a negociar? No me importa el riesgo si la ganancia merece la pena. Ya lo sabe. Se me cortó la risa. La mujer, enjugándose las manos en el mandil, se adelantó hacia nosotros, con la evidente intención de intervenir en el trato.

—Periódicos —dije, de sopetón, pensando que había llegado el momento de quitarse la careta y poner las cosas en claro.

La mujer se quedó quieta de pronto, como pasmada, y Lucilo abrió desmesuradamente la boca.

—¿Ha dicho periódicos? —preguntó el hombre, como si no hubiera oído bien.

La bomba iba a estallar, lo presentía, y yo hubiera querido entonces desaparecer de allí antes de que me alcanzase su metralla.

—Verá —dije, tratando, no obstante, de atenuar en lo posible el efecto de mis palabras—: un grupo de compañeros, que preside y dirige el amigo Ibáñez, tiene el propósito de lanzar un periódico, bueno, una hoja semanal, para hablar de nuestras cosas.

—Una hoja clandestina, ¿eh?

—Pues sí, eso es. Y, claro, necesitamos un compañero de confianza que se encargue de establecer desde aquí su distribución sirviéndose de los fogoneros y maquinistas de los trenes que van a Levante y a Andalucía. Y nadie mejor que usted para eso, según el compañero Ibáñez —dije, poniendo de una vez todas las cartas boca arriba.

—Ya… Y, claro, Ibáñez pensó en mí, ¿no es eso? —y la voz de Lucilo era ronca y trémula.

—Sí —corté.

Siguió un breve silencio. La mujer parecía crispada y Lucilo hizo un movimiento como si se recogiera en sí mismo. Entonces le vi tal como era: tosco, opaco, temeroso. Un hombre sin empuje. Antaño, seguramente un luchador de casta, de esos que acuden al peligro con los ojos cerrados, pero definitivamente fuera de combate ya, quebrado.

—¡Eso sí que no!

Fue un grito sobrecogedor de la mujer, que sonó en la cocina como un escopetazo. Más que un grito, un alarido saliendo del fondo de horrores pretéritos. Se había interpuesto, pálida y desencajada, entre Lucilo y yo.

—¡Tú, no; tú no intervendrás en eso, Lucilo! Y, si lo haces, tendrás primero que renunciar a tu mujer y a tus hijos. ¿Me oyes bien?

Lucilo estaba anonadado. Solamente fue capaz de levantar los brazos, como si así quisiera defenderse de la catarata de improperios que comenzaría a caer de los labios de su esposa. Y me miró con ojos suplicantes.

—¿Por qué se habrá acordado Ibáñez de mí para esto cuando yo empezaba a arreglar mi vida? Con el trabajo que me ha costado volver a…

Pero su mujer no le dejó concluir.

—Tres años —dijo ella dirigiéndose a mí—, tres años ha estado mi marido en la cárcel sin que en tanto tiempo se acordara de él ningún amigo ni compañero. Con estas manos —y casi me las metía por los ojos— he espigado, cogido aceituna, desterronado y hasta segado, para sostenerle a él y a los dos hijos que entonces teníamos. Y las manos me sangraban muchas veces, y me dolían los riñones, y hubo día en que no pude más y me caí desmayada de hambre sobre los surcos. ¡Nadie se acercó a nosotros entonces para consolarnos ni para ofrecernos una miaja de ayuda! ¡Nadie! ¿Dónde estaban, digo yo, los amigos en aquellos tiempos?

—Seguramente, en la cárcel también, señora —le contesté en tono pacificador.

—¡Todos, no! Que yo he visto a muchos vivir tranquilos e, incluso, prosperar, hasta hacerse ricos, sin querer saber nada de los infelices que estaban purgando por todos en cárceles y penales. Hubo quien, y no se me olvidará mientras viva, que se atrevió a decirme que si Lucilo estaba donde estaba era porque se lo había buscado él mismo. ¿Qué le parece?

¿Quién hubiera sido capaz de explicar a aquella mujer, justamente dolorida y escarmentada, ciertas inevitables reacciones del egoísmo y de la cobardía, todo lo despreciables que se quiera, pero profundamente humanas al fin y al cabo?

Por aquella mujer hablaban otras muchas mujeres que habían penado lo indecible para que sus maridos, o sus padres, o sus hijos, o sus hermanos, salvasen la vida. Contra aquella lógica elemental y apasionada de poco servía la dialéctica ideológica. Me levanté y ofrecí calladamente mi mano a Lucilo.

El ferroviario me miraba inmóvil, entre avergonzado y atónito. Antes de que pudiera reaccionar, se adelantó a estrechar nerviosamente mi mano su mujer, diciéndome:

—Usted perdone. No he querido ofenderle. Pero ya ve: al fin hemos conseguido estar reunidos todos de nuevo, hemos traído al mundo otro hijo, tenemos una casa, comemos… Ya dio de sí Lucilo todo lo que tenía que dar. ¿No sería un crimen echarlo todo a rodar otra vez? ¿No lo cree usted así?

De pronto, suplicaba, me suplicaba a mí. Sus ojos, anteriormente duros y relampagueantes, brillaban húmedos, desbordados por las lágrimas. La mujer airada y áspera se había trocado en la hembra solícita y humilde que trataba de salvar su nido de la tormenta y exhibía para ello sus lágrimas y su alma llena de cicatrices, como si fueran sus alas protectoras. Aquella patética lucha por la felicidad recobrada me conmovió. Me imaginé súbitamente al pobre hogar desmantelado por la desgracia, la dispersión y el hambre. Vi a la mujer abatida sobre los duros terrones, ya sin ilusión y sin esperanza. Vi a los hijos merodeando por la estación, convertidos tal vez en ladronzuelos. Vi a Lucilo de rodillas, ensangrentado, pidiendo compasión…

—Comprendo, señora, comprendo.

Yo no podía decir otra cosa y la mujer, no obstante, agradeció mis palabras con una sonrisa que distendió la agria mueca de sus labios. Lucilo, por su parte, me propuso que me quedase con ellos, al amor de la lumbre, hasta la salida del tren, pero rechacé su hospitalidad, porque pensé que cuanto antes me marchara tanto más pronto renacerían la paz y la tranquilidad en la familia.

Salieron a despedirme hasta la calle y, tras los últimos saludos, me embutí en la oscuridad, camino de la estación, sintiendo muy pronto hasta en los huesos el frío relente de aquella noche de invierno manchego. Me volví para saludar todavía una vez más a Lucilo y a su mujer, pero ya no pude verlos. La puerta de su casa aparecía tapiada por las sombras y era ya una más de las que la noche y el miedo cierran para defender el calor y el secreto de las familias. Aquel hermetismo hostil despertó dentro de mí las nostalgias que seguramente sienten los caminantes sin hogar cuando, en medio de la noche tormentosa, divisan una ventana iluminada. ¡Bah! Tú no eres Lucilo. Tú no eres ningún pobre hombre. Tú eres un luchador. Otros muchos, innumerables, antes que tú, pasaron por este mismo trance y supieron sobreponerse a la flaqueza y a la fatiga y lograron al fin coronar su obra, me dije a mí mismo para enardecer mi espíritu y vencer la sensiblería que me amenazaba.