VIII

Anduve toda la tarde de aquí para allá, solo. Paseé sin rumbo, sin ningún itinerario previsto, hacia los barrios extremos. Vi las gentes domingueras: matrimonios de obreros, menestrales y empleados, con sus hijos; muchachos y muchachas a la puerta de cines y bailes populares; solitarios y solitarias en las esquinas o junto a las bocas del «metro» esperando a alguien; y soldados y oficiales por doquier. Estos últimos me parecían los mismos de siempre, como si su destino consistiese en dar vueltas y vueltas, constantemente, por las calles, por todas las calles de la ciudad, en una ininterrumpida ronda de vigilancia e intimidación. Tranvías y taxis con gasógeno, coches particulares, sobre todo «Millas», y algún que otro insultante «haiga», cochazo aparatoso del que hacían gala los estraperlistas y los analfabetos adictos al régimen. Comercios cerrados y escaparates llamativos. Bares y tabernas bulliciosos. Me admiraba la vitalidad y el insaciable deseo de vivir de aquellos seres que, después de seis largas y agotadoras jornadas de laboreo, deberían apetecer exclusivamente el descanso. Al día siguiente, esos productores, como se les llamaba eufemísticamente, tendrían que madrugar e ir a sus quehaceres con los estómagos casi vacíos. Sin embargo, daban la sensación, al menos externamente, de tranquila complacencia. ¿Les habría reducido a la insensibilidad y a la resignación absolutas el veneno y la enorme pesadumbre de la autocracia? ¿O sería que la discriminación de que eran víctimas les colocaba al margen de todo ello y, siendo conscientes de la situación, procuraran eludir, de esa manera, toda clase de compromisos y responsabilidades? (Franco y todo eso… ¡bah! ¿Qué nos importa a nosotros? Cualquier día se irá todo a la mierda y entonces… La cuestión es vivir. A mí nadie me va a dar nada. Los días pasan y hay que aprovecharlos. ¿Después, mañana? A saber lo que puede ocurrir mañana. Además, ¿qué adelantaría uno con preocuparse y cabrearse?).

No vi a ningún rico, a nadie que, aparentemente, lo pareciera. ¿Dónde se escondían los ricos y qué estarían haciendo? Seguramente, en sus casas de dentro y fuera de la ciudad, en sus acogedoras y confortables casas, reunidos en tertulias familiares o amistosas, charlando, jugando, bebiendo, intrigando, maquinando negocios o ascensos, adulando, enamorando, seduciendo o fornicando o bostezando y aburriéndose, si bien lejos, naturalmente, de la chusma suburbana. Entré en un cine de sesión continua, y en mala hora, porque su público estaba formado mayormente por parejas refugiadas en la oscuridad de la sala con el único fin de besarse, morderse, acariciarse y gozarse no todo lo silenciosamente que ellas se imaginaban, y porque la película era una sosa y ternurista comedia americana con personajes convencionales y final feliz. Aguanté como pude hasta el final y, aburrido y triste por el doble espectáculo, salí a la calle con ánimo de volver a casa y tomé el «metro» hasta la Puerta del Sol.

Había anochecido completamente, pero no había sonado aún la hora de la cena y mi cuñado se hallaría entregado al relajamiento junto a su aparato de radio, o revisando las cuentas caseras con Alfonsina. Por lo tanto y porque sentía, además, el prurito de seguir acompañado por la multitud, decidí darme un garbeo por la Gran Vía. Calle de la Montera arriba, me topé con algunas pandillas de jóvenes que regresaban de presenciar algún partido de fútbol, porque gritaban soeces insultos contra no sé qué equipo forastero, mezclándolos con vivas y exclamaciones de entusiasmo y nombres de determinados jugadores. Chiquillos de ojos avispados y voz agresiva asediaban a los viandantes ofreciéndoles un pedazo de papel y chillando: «¡Ha salido GOLEADA, con el resultado de los partidos!» Busconas tempraneras, detenidas ante los escaparates, y fingiendo mirar lo que se exhibía en ellos, se ofrecían descaradamente, de reojo, a los transeúntes: gordas, pintarrajeadas, otoñales.

Ya en la Gran Vía, el público aparentaba ser más heterogéneo. Sus grandes y lujosos cines atraían espectadores de catadura burguesa, aunque muchos sólo fueran burgueses de pan pringado: señoras perfumadas y bien vestidas, caballeros de cuello alto, corbata reluciente y largas chaquetas, y parejas zureantes de novios o más que novios, pero jóvenes, con aire de ingenieros, ellos, y de «topolinos», ellas.

Estaba aún fresco el escándalo público que provocara la película «Gilda» por el solo hecho de aparecer en la pantalla la cimbreante y seductora imagen de Rita Hayworth. Los jóvenes imperiales, azuzados por clérigos e inquisidores, irrumpieron en tromba, como monjes fanáticos, un día en el cine, arrancaron los carteles de la cinta cinematográfica y se manifestaron al aire libre después con vivas a la castidad y mueras a las evas tentadoras y a las disolutas costumbres de allende los Pirineos, inficionadas de marxismo, anarquismo y masonismo. España no tenía petróleo, ni oro, ni créditos extranjeros. España era un país hambriento y desharrapado. Pero, gracias a Dios, España seguía atesorando las únicas reservas morales de Occidente, bajo la custodia de Franco, su gran centinela. ¡Qué locura, Dios, la de luises, koskas y alevines totalitarios del Frente de Juventudes! También empezaban a salir de las sombras y de los cubículos y a dejarse ver por las aceras, cafeterías y bares elegantes, las equívocas, pintorescas y sofisticadas, y siempre desconcertantes, figuras de maricas, nocherniegos, proxenetas, sedicentes artistas y faranduleros, traficantes de penicilina y estupefacientes, contrabandistas de moneda extranjera, lunáticos y decadentes de diván y jeringuilla. A pesar de las restricciones de luz eléctrica y de gasolina, a pesar de las estrecheces y carencias que sufría el ochenta por ciento de la población madrileña, la Gran Vía, a partir de las primeras horas de la noche, ofrecía un espectáculo fascinante por su colorido, su animación y su exuberancia vital.

Instintivamente, como inmantado tal vez, fui a detenerme ante la cristalería del café donde conociera, un sábado por la tarde, a Celia. Miré hacia su interior distraídamente, sin tener conciencia de si buscaba algo o a alguien, y la descubrí sentada a una mesa del fondo, frente a un vaso vacío y mirando, como siempre, de reojo a su alrededor. Debió establecerse entonces una comunicación telepática entre los dos, pues, ya iba a marcharme de allí para continuar mi vagabundeo, cuando ella levantó la cabeza y me vio. Creo que sonreí, no lo sé con certeza. Puede que la saludase con algún gesto mecánico. Tampoco lo sé. Lo que sí sé es que ella me hizo una seña, invitándome a entrar y sentarme a su lado. Y, otra vez atraído por su irresistible querencia, penetré en el salón y me dirigí a su mesa. Vi sus ojos oscuros, que brillaban intensamente. Vi su pequeña nariz afilada. Vi su húmeda sonrisa y, en medio de ella, el esplendor de su dentadura. Vi su frágil garganta. Vi su cabello bruno y lustroso. Vi la tenue morenez de su cara y de sus manos. Vi el suave contorno de sus pechos mellizos. Vi todo ello como a la luz de un fogonazo.

—¡Hola!

—¿No quieres sentarte un rato conmigo?

—¿Y por qué no, mujer?

—¿No tomas nada? —me preguntó.

—Es casi la hora de cenar y no acostumbro —me disculpé.

—¿Ni una cerveza?

—Bueno.

Temí que me recordara el mal comienzo de nuestras relaciones, aquel triste episodio en que me creí desahuciado para siempre y estuve al borde de la desesperanza definitiva. Pero ella me dijo:

—He vuelto muchas tardes por aquí, a ver si te encontraba. Tú, no, ¿verdad?

—No, pero si lo hubiera sabido…

Me cogió una mano entre las suyas, muy calientes y secas.

—Tú no eres como los demás, ¿sabes? —Ya no me miraba a los ojos y añadió—: Nos tratan como si una no fuese como las demás mujeres. En cambio, tú… Eres tan distinto…

—¿Por qué?

No contestó. No encontraba las palabras precisas para expresar en qué consistía esa diferencia entre los demás hombres y yo.

—No sé cómo decírtelo. Pero ni miras, ni hablas, ni nada, como los otros —me dijo después de un silencio. Parecía cohibida, como si sintiese vergüenza—. Tendré que decírtelo al oído, pero no aquí —y me apretó la mano, y se arrimó a mí, y sus piernas casi se enroscaron a las mías.

A nuestro alrededor había otras parejas, con las manos enlazadas, con los ojos recíprocamente prendidos, susurrando decires o intensamente silenciosas. Yo percibía la proximidad cálida y viva de Celia, el ritmo de su respiración que transmitía a todo su cuerpo tenues palpitaciones.

—¿Quieres que pasemos la noche juntos?, ¿eh?

Aquellas palabras me estremecieron, porque expresaban la misma pregunta que me estaba yo haciendo y porque me hicieron recordar inmediatamente mi precaria situación económica que me impedía contestarla como yo hubiera deseado. ¿Embarcarme en esa aventura sin tener apenas dinero para mis indispensables gastos de transporte y para adquirir mi ración de tabaco? Imposible. ¡Imposible!

—Ya quisiera, ya… Pero no puedo. Es una lástima, pero no puedo, Celia —contesté sin mirarla.

—¿Por qué? ¿Porque no tienes dinero?

Sentí como un aguijonazo en mi amor propio y reaccioné violentamente:

—Y a ti, ¿qué te importa?

Ella bajó la cabeza.

—Perdona. No he querido ofenderte.

Su actitud me apaciguó, y confesé:

—Es verdad. No tengo dinero, y a mí me gusta hacer bien las cosas. Por lo tanto…

Pero no me dejó terminar:

—No importa, hombre, no importa. Conozco una casa, cerca de la calle de Echegaray, donde sólo cobran quince pesetas por dormida, y el servicio es bueno.

—No. Ni aun así, ¿comprendes?

Había alzado yo la voz sin darme cuenta y ella me susurró al oído:

—¿No ves que la gente se ha vuelto a mirarnos? —y añadió—: Si no te importa, yo puedo pagar la mitad o todo. Bueno, te lo presto. Ya me lo devolverás.

No contesté al pronto. Recordaba de nuevo el trance de nuestra primera entrevista. Gracias a su comprensión y a su experiencia pude yo superar la prueba. Y la vi como en aquellos momentos decisivos, desnuda e inerme, temblorosa y entregada. ¿Cómo renunciar, pues, a lo que ella misma me ofrecía? (Mira que no tener el maldito dinero necesario. Bueno, sí lo tengo, pero ¿qué voy a hacer el resto de la semana sin cinco céntimos en el bolsillo? ¡Qué situación tan grotesca la mía, Dios!).

La miré de reojo. Ella me contemplaba sonriendo tímidamente, expectante, quizá temerosa.

—Anda, no seas tonto —insistió en un hilo de voz.

—Está bien —dije al fin—, pero pagaré yo.

—Como quieras, hombre.

—Antes tendré que pasar por mi casa para decirle a Alfonsina que no se alarme si no vuelvo en toda la noche.

—Claro, claro.

Convinimos que yo cenara con mi familia, como siempre. Celia, por su parte, reservaría entre tanto la cama y luego cenaría en la taberna próxima a mi casa, donde nos reuniríamos después. Y abandonamos el café y echamos a andar, Gran Vía arriba, cogidos del brazo, muy juntos, sintiendo yo todos los movimientos de su cuerpo. Éramos un hombre y una mujer más entre tantos seres desconocidos. Nos había unido el azar, pero seguíamos siendo extraños el uno para el otro y, no obstante, enlazados misteriosamente por una fuerza superior a nuestra voluntad. Porque, ¿qué podía buscar Celia en mí? Y yo, ¿qué buscaba en ella? Puede que el placer inmediato fuera el pretexto de nuestra mutua atracción, pero para llegar a él plenamente era preciso que le precediese una recíproca simpatía irresistible, o quizá la misma necesidad angustiosa y apremiante de fusión con otro ser, como cuando nos miramos al espejo buscando nuestra identidad. Celia no era para mí una hembra de alquiler. Entre ella y yo no mediaban ni el lucro ni el oficio, ni siquiera una promesa. Era algo instintivo, absolutamente puro, sin principio ni fin, irrazonable. Éramos un hombre y una mujer cuyas vidas se juntaban en un punto, sin que ninguno de los dos supiera por qué ni para qué ni hacia dónde. Tal vez fuese la analogía de nuestras respectivas situaciones la que nos empujara al uno en brazos del otro, ya que ambos habíamos perdido la guerra y era la derrota la causa de nuestro extravío en la vida. Ella y yo formábamos una pareja de solitarios, de fugitivos, de supervivientes, que buscaban refugio y compañía.

—¿En qué piensas? —me preguntó Celia—. Estás muy callado y a mí me gusta oírte hablar —y dándome con el codo, añadió—: Anda, dime algo, hombre.

La gente discurría junto a nosotros, rozándonos a veces, pero sin vernos, sin advertir que existíamos, como si fuésemos una farola o una esquina. Pese al movimiento y al bullicio que nos rodeaban, era como si anduviéramos solos por un descampado.

—¿Qué quieres que te cuente? ¿Algo de la guerra o de la cárcel?

—No, por Dios —y, tras una pausa me preguntó—: ¿No tenías novia antes de la guerra?

—Sí.

—¿Y ahora?

—No.

—¿Os habéis peleado?

—No ha hecho falta. Ella se hartó de esperarme y se casó. Y me parece que hizo bien, no creas, porque, ahora, nuestras relaciones no tendrían razón de ser.

—¿Por qué?

—Pues porque esas relaciones son para casarse y yo no puedo ni quiero oír hablar de eso.

—Vaya, hombre, pues es una pena.

—No lo sé.

—Pues a mí me parece que sí, que es una pena que no pienses en casarte.

Miré su rostro iluminado por la luz de un escaparate. Había desaparecido la sonrisa de sus labios y sus ojos, velados por una sombra de tristeza, dejaban traslucir su desilusión. Fue entonces una sorpresa para mí que pudiera interesarle tanto a Celia mi falta de interés por el matrimonio. ¿Cómo ni por qué explicarle que, en mis circunstancias, el matrimonio sería una aspiración ridícula e insensata que no merecería ser invocada ni en broma? Y me callé.

—Sí —siguió diciendo Celia—, porque no hay nada mejor que el matrimonio, te lo digo yo. Ya sé que hay muchos que se llevan mal, pero eso mismo pasa en todo. También hay padres, hijos y hermanos que se llevan a matar. Depende de la suerte. Pero yo he estado casada y sé muy bien lo que me digo.

Yo la escuchaba en silencio. Eran las mismas palabras que había oído anteriormente en otros labios, en otras mujeres, en otras circunstancias. Las mismas palabras, de verdad. Ahora me sonaban como una de tantas mentiras o ficciones dejadas atrás. Antes de la guerra sí pensaba en casarme, pero después, vistos los fallos humanos y, sobre todo, por el peso muerto que supone en la vida de un activista político, el matrimonio me parecía una renuncia, una deserción. Si por algo me felicité a mí mismo en la cárcel fue por haber permanecido soltero, porque me preservó de la mayor de las torturas que afligen a un preso, como es la de pensar en la mujer joven que ha dejado en la calle y, acaso también, en los hijos pequeños abandonados. La mujer es una rémora, sobre todo si ve la vida a través de un prisma distinto al nuestro. Desengáñate: nosotros no podemos perder tiempo y energías con la mujer. Debemos concentrarnos, no dispersarnos, había oído decir a Jaime, y estaba en lo cierto. El matrimonio es incompatible con la acción política, a no ser que se busque en la esposa a la secretaria o a la enfermera o, simplemente, a la criada. Para el burgués sí es una meta, la más importante, porque la familia constituye su ciudadela particular, el nudo de intereses y la justificación de su actividad en la lucha por la conquista de los bienes sociales y económicos. ¿Para qué atesorar, para qué aspirar al dominio y a la influencia, si no se tiene una familia que participe de ello, que herede y prolongue en el tiempo la situación lograda? Claro, lo que es bueno para el burgués tiene que ser malo para el antiburgués. Luego el matrimonio es el mayor peligro de frustración para el luchador político que aboga por una sociedad nueva, donde no prosperen ni se mantengan las situaciones de privilegio heredadas, y que ha de arrostrar, por ello, una vida azarosa e insegura. No. Terminantemente no Otra cosa es el amor, por supuesto. El amor es necesario a todo hombre como el aire que respira. Al principio, pueden confundirse amor y matrimonio, pero la experiencia demuestra que muy pronto se disocian ambos conceptos, hasta el punto de convertirse generalmente en antagónicos. Por lo tanto…

—¿No me oyes?

Era la voz de Celia que se interrumpía a causa de mi silencio.

—Sí, claro que te oigo.

Habíamos llegado a la esquina próxima a mi casa.

—Pero no dices nada.

Nos detuvimos. Le tomé la barbilla con las puntas de los dedos y se la sacudí suavemente.

—Es que prefiero oírte a ti, mujer.

Ella sonrió, complacida.

—Te habrán parecido tonterías las cosas que he dicho ¿verdad? —Yo denegué con la cabeza y ella prosiguió diciendo—: La verdad es que, paseando cogida a tu brazo, me parecía estar viviendo otra vez mis tiempos de casada y me sentía muy contenta —y, al tiempo de separarnos, añadió—: Luego te diré otra cosa, cuando estemos solos. Y no tardes, eh, no tardes.

En la taberna de enfrente, una voz de mujer cantaba por la radio:

La Lirio, la Lirio tiene,

tiene una pena la Lirio:

que se le han puesto las sienes

moraítas de martirios.

Me esperaban para cenar. Con el paso de los días, se había establecido entre mis familiares y yo el compromiso tácito de no hablar de aquellas cosas del pasado o del presente que pudieran enfrentarme a mi cuñado, rendido a todas horas y acosado todo el día por las moscas pertinaces del sueño. Como era hombre de escasas ideas, era casi imposible sostener con él una conversación medianamente interesante. A veces, cuando se sentía más comunicativo, solía pedirme noticias acerca de los temas que oía comentar en el «metro» o en el tranvía: atropellos, incendios, crímenes… Otras veces, sin que yo pudiera hallar la razón, se sentía interesadísimo por las cotizaciones de los valores en la Bolsa.

—¿Cómo van las cotizaciones, Federico?

—En alza, creo.

—Estupendo.

Al principio, Alfonsina y yo nos mirábamos, asombrados. ¿Qué podían importarle a él, pobre multiempleado, las oscilaciones bursátiles? Pero nos fuimos acostumbrando a la infantil, yo diría que freudiana, curiosidad de Fernando.

—¿Qué tal Altos Hornos?

—Se mantiene.

—¿Y las eléctricas?

Yo solía mirar el periódico antes de contestar.

—Subiendo.

—Mira a ver cómo andan los Monopolios.

—Igual.

—Entonces es que todo va bien.

Mientras tanto, engullía su cena rápidamente, como era costumbre en él. Si yo le contestaba de cuando en cuando: Bajan, mi cuñado se ensombrecía y murmuraba entre bocado y bocado: ¡Hum!

Como siempre, aquella noche apenas habló y, a pesar de haber dormido una larga siesta y relajado sus nervios escuchando las retransmisiones deportivas a través de la radio, se levantó de la mesa tan pronto ingurgitó el último sorbo de agua, y se dirigió a su dormitorio, dejando a su espalda un reguero de bostezos, y murmurando:

—Perdonad, chicos, porque mañana me espera un día de padre y muy señor mío.

Acostumbrados ya a oírle decir poco más o menos lo mismo todas las noches, mi hermana no trató de disculparle. ¿Para qué? Cuando nos quedamos solos ella y yo, le dije:

—Voy a salir, ¿sabes?

Ella me miró, inquisitiva.

—Está bien, pero no tardes mucho, Federico.

Me encogí de hombros.

—A lo mejor no vuelvo en toda la noche —y sonreí, añadiendo—: Es mejor que lo sepas para que no te preocupes.

Alfonsina me miró fija y gravemente a los ojos.

—Haz lo que quieras, claro, pero, por favor, ten mucho cuidado y, si vuelves, procura hacer algún ruido para que yo me entere, ¿estamos?

—Lo haré así, pero no temas; no me pasará nada.

Mi hermana se quedó moviendo la cabeza de arriba abajo y con una chispa de malicia en los ojos que delataba su tolerante complicidad. (¡Ay, estos hombres, estos hombres!…).

El callejón estaba desierto. En la taberna donde me esperaba mi amiga quedaban pocos parroquianos y la radio había enmudecido. Gertrudis, la patrona, de codos sobre la barra, parecía dormitar. Al penetrar allí me envolvió una vaharada de olores pringosos, a pescado frito, a guisotes, a anís… Celia, nada más verme, se levantó y vino a cogerme de un brazo.

—Anda, vámonos —me dijo apresuradamente, y, cuando estuvimos fuera, añadió—: Se me ha hecho una eternidad, porque aquellos dos tipos que bebían en el mostrador no hacían más que mirarme y hacerme señas, aunque yo procuraba no verles.

Por la calle de Carretas, la Puerta del Sol y la carrera de San Jerónimo se veían pocos noctámbulos. Renqueaban los tranvías casi vacíos y, de cuando en cuando, un taxi catarroso corría por la calzada despidiendo chispas y peste a carbón. En el café de Levante, paletos trasnochadores y busconas en retirada consumían aburrimiento e insomnio. Guarecidas en los portales o en las bocas del «metro», cigarreras y estraperlistas pregonaban cansinamente sus ofertas al paso de algún transeúnte: Tengo tabaco. ¿Quiere pan de pueblo, tocino fresco, harina de almortas? Hay leche condensada. Nos cruzamos con dos borrachos enlazados por los hombros que se detenían de vez en vez para berrear la misma cantinela:

Rascayú,

cuando mueras, ¿qué harás tú?

Tú serás

un cadáver nada más.

(¡Cuántas cosas estarán ocurriendo ahora en las innumerables habitaciones que hay en esta ciudad tan castigada por el hambre y el miedo! ¿Cuántas personas se habrán acostado esta noche sin cenar? ¿Cuántas otras no dispondrán siquiera de una mala colchoneta de borra donde tumbarse? Alguien estará naciendo, alguien se estará enfrentando con la muerte, alguien estará gozando, alguien estará sufriendo, todos a la vez, voces distintas, notas diferentes en la gran sinfonía nocturna de la ciudad).

Celia se me arrimó aún más, escalofriada.

—¿Sabes que tengo frío?

Yo también acusaba el frescor de la noche otoñal que descendía de la sierra en alentadas penetrantes. Estreché las manos de Celia y me sorprendió que la tuviese tan ardorosas.

—Menos mal que, como es domingo, habrá poca gente y no tendremos que esperar para que nos den la cama.

Le castañeteaban los dientes ligeramente al hablar. Llevaba puesto un vestidillo veraniego y se abrigaba apenas con un jersey liviano. El otoño es en Madrid cambiante y traidor. Tan pronto sofoca con aires del sur como traspasa de frío con sus vientos del norte. Mañanea con sol primaveral y anochece con escarchas invernales. Apretamos el paso.

—¿Está muy lejos? —pregunté.

—No, ahí mismo.

Era una calle angosta y oscura.

—Ya puedes llamar al sereno.

Di unas palmadas y el sereno, que rondaba muy cerca de allí, apareció en seguida, con su blusón abierto, mostrando las llaves colgadas de su cincha de cuero y golpeando las piedras con su garrota herrada.

—¡Va!

Zaguán sombrío, escalera chirriante, luz roja, timbre, alcahueta.

—Pasen.

Me rasqué el bolsillo.

Al quedar encerrados en la habitación, Celia empezó inmediatamente a desnudarse. Tiraba las prendas sobre una butaca de ajada cretona y poco a poco fue cobrando su carne resplandores carmesíes a la luz de la tulipa encarnada que lucía sobre la mesita de noche. Era el suyo un cuerpo casi adolescente, delgado, terso, airoso.

—Anda, desnúdate y no te quedes ahí mirándome, que me da vergüenza. Date prisa —y, sin quitarse la última y definitiva prenda, se ocultó tras el biombo.

Yo seguí su consejo, desvistiéndome a zarpazos. Luego, la recibí en la cama con los brazos abiertos. Ella se agarró a mí.

—Acaríciame. Dame calor.

Tiritaba y, sin embargo, le ardía la piel. Yo, en cambio, tenía calor de sobra para los dos. Me sentía fuerte, pero procedí con mucho miramiento.

—Contigo me da vergüenza, ¿sabes?

Yo quise entonces saber la razón de tan extraños pudores, pero Celia no supo contestarme más que con vagas palabras. Al fin dijo:

—Es que tengo miedo de no gustarte, ¿comprendes? ¿Te gusto?

—Claro que me gustas, y mucho.

—Es que yo quisiera gustarte más que todas las mujeres que has conocido.

¿Por qué? ¿Por coquetería? A lo mejor temía que pudiera parecerme una desvergonzada o demasiado profesional, dadas sus circunstancias. Descarté, por supuesto, la idea de que empezase a enamorarse de mí. ¿Cómo podía enamorarse de mí si yo no tenía nada que darle ni que ofrecerle? Yo era un ser con las manos vacías…

Ella se me había enroscado y me salpicaba de besos rápidos y glotones. En una pausa, me susurró al oído:

—Lo que tenía que decirte es que si tú quisieras…

Pero no la dejé terminar. Yo estaba ya demasiado enardecido para oír más palabras y la arrastré conmigo, impetuosamente, irresistiblemente, hasta la cumbre jubilar del pasmo y la agonía.

En el descenso, ella prosiguió con voz fatigada:

—Pues sí, lo que iba a decirte es que, si tú quieres, yo dejo esta vida ahora mismo y me pongo a servir. Ya he servido antes varias veces desde el final de la guerra, pero tuve que dejarlo siempre porque me hacían trabajar como a una negra y encima me mataban de hambre.

Sí, eran familias encopetadas, de gente bien, con dos o más muchachas de servicio. Los señores y los señoritos se daban la gran vida: vestidos, diversiones, comilonas, veraneos, juergas, de todo lo cual los servidores pagaban las consecuencias: más trabajo, más ajetreo, sin que participaran nunca, ni siquiera de rechazo, en tales despilfarros. Celia solía desempeñar el cargo de primera o de segunda doncella (Celia, dame el albornoz. Celia, ayúdame a ponerme el vestido. Celia, ve… Celia, ven. Celia, lleva… Celia, trae… Ese polvo, Celia… Tienes que dejar la plata como un espejo, Celia). Y el baño, y servir la mesa, y abrir la puerta, y sonreír, y sí, señora; sí, señor; sí señorita; sí, señorito, y mándeme, y dígame, y repetir el señor no está en casa, la señora ha salido, la señorita está en misa, cuando el señor estaba en casa, la señora recibía masaje en su habitación y la señorita se encontraba en vaya usted a saber qué bar tomando el aperitivo con un amigo. Y, por si fuera poco, la comida buena, la que se sacaba a la mesa, sólo para los señores y, para el servicio, puré de San Antonio y chicharros o sopa de ajo y unas croquetas que la cocinera preparaba con las sobras del día anterior. La carne, el pescado, el azúcar, el café, el aceite y hasta el pan, bajo siete llaves.

—Yo me vengaba a veces escupiendo en las fuentes después de que las recogía en el «office». Una chiquillada, ¿verdad? Pues mis compañeras hacían aún cosas peores.

A las doce y media de la noche caía rendida en la cama y, dando las siete de la mañana, ya se ponía en pie y empezaba el trajín que no le permitía ningún sosiego hasta la hora de irse a dormir. Además, en una de esas casas era obligación de las chicas del servicio rezar el rosario en familia, ellos, claro está, con la tripa llena y nosotras, con el estómago vacío. Eran enchufados del régimen. Había que oírles hablar de los rojos, todos ladrones y criminales, bazofia, gentuza, peores que animales, y de negocios, de millones, de viajes, de coches de importación, de chanchullos, de comisiones, que si el ministro me ha prometido, que si vamos a constituir una nueva sociedad para conseguir esa exclusiva e hincharnos, que si nos vamos a poner las botas con la reserva de azúcar, que si el mandamás está muy satisfecho con los resultados… ¡Y cuántos regalos!

—Por Navidad o en los cumpleaños no saben dónde poner las cestas con jamones, licores de todas clases, conservas y golosinas, a cuenta de los favores otorgados, y que luego venden al tendero de la casa o vuelven a enviar a qué sé yo quién, por los favores recibidos. Y, a nosotras, medias usadas y prendas interiores viejas, nunca vestidos, porque no estaría bien que una criada pueda parecer una señorita, no faltaba más, y cuatro perras a primeros de mes… Así hasta que me cansaba, pedía la cuenta y me iba a la calle en busca de lo que saliera, ¿comprendes?

Claro que comprendía. Era la vida aperreada de los inferiores, pertenecientes a otra casta, sobre cuyos sufrimientos y humillaciones se elevaban los otros, los nacidos para los altos fines de mandar, ordenar y gozar, por la gracia de Dios.

—Así que si tú quieres —siguió diciendo—, doy una buena propina en la agencia, la llevan monjas, ¿sabes?, y encuentro pronto una casa tranquila, sin tanto postín, aunque gane algo menos. No me importa perder un poco con tal de que pueda poner el giro todos los meses a mi madre. Además, en ese plan, la sisa compensa. Nos podríamos ver todos los jueves y domingos y ya me las arreglaría yo para que pudiéramos pasar alguna noche entera juntos, no te preocupes.

Era evidente que Celia buscaba en mí una ilusión para seguir viviendo. Y yo deseé entonces no haberla conocido, porque presentí que era un dolor más, el suyo, y una frustración más, la suya, con los que yo tendría que cargar a saber hasta cuándo. Una vez más me salía al paso el infortunio ajeno, como si yo estuviera condenado de por vida a compartir sólo la desgracia y el sufrimiento de los demás, a no salir del infierno, en resumidas cuentas. Me había tropezado antes con otras mujeres como Celia, pero siempre ocurrió en circunstancias en que yo podía darme a chorros y comunicar alegría, juventud, amor despreocupado y hasta suerte. Eran los tiempos en que aún no habían hollado mi patria los jinetes del Apocalipsis y uno creía en el espíritu caballeresco de las revoluciones y de las guerras, y, aunque, por desgracia, la muerte alevosa empezara a sorprendernos con sus sucias faenas, el estruendo de la trompetería nos enajenaba y no nos permitía oír los crujidos premonitorios de la ruina ni ver la miserable realidad que nos amenazaba. Luego, con el silencio de las armas y la oscuridad de la derrota, llegó para nosotros el tiempo de la soledad, el abandono y la impotencia. El odio, la ira, la iniquidad y la venganza nos acorralaron, y ya no fuimos más que despojos. Solos, rehuidos, supervivientes casuales de la catástrofe, apenas si éramos algo más que unas sombras errantes, despojadas de todo derecho, sostenidas únicamente por la tremenda fuerza interior de la vida. Si yo necesitaba de todo mi carácter, de toda mi entereza y de los restos de fe en mí mismo para no dejarme arrastrar por la corriente, mal podía, en tales condiciones, servir de cirineo a Celia ni a nadie. Pero su actitud me conmovía. ¡Qué hubiera dado yo entonces por poder ofrecerle algo sólido a que asirse! Y, sin embargo, Celia era capaz aún de saltar a la orilla si encontrase una mano compasiva que tirase de ella.

Su cabeza descansaba sobre mi pecho.

—Somos dos náufragos —murmuré y la apreté más contra mí.

Ella empezó a gemir dulcemente, de puro gozo, y yo la besé. Nos besamos y nos besamos mutuamente en forma de delirio. La sangre batía mis sentidos como baten las olas los acantilados en día de galerna. En la densa oscuridad explotaban las estrellas y se sucedían los relámpagos. Luego, empecé a percibir en su pecho y en su garganta un sordo ronroneo que yo atribuí a los hervores del placer que ella sentía, pero, cuando aplacada la excitación, me aparté un poco para poder retener por un instante, en mis ojos, la imagen de su desfallecimiento, quedé espantado. Vi que tenía la boca hinchada y que por entre sus labios fluían burbujas sanguinolentas.

Yo no sabía qué hacer, tan asustado estaba. Ella, más serena y más dueña de sí, me indicó con la mirada y con un gesto apremiante de la mano que le trajese una toalla, y obedecí mecánicamente, dando traspiés, completamente trastornado por el miedo.

—La toalla, la toalla, ¿dónde está? Ah, sí.

Al fin la hallé y se la di: Toma, toma, y Celia vertió en ella la bocanada de sangre que había estado conteniendo difícilmente hasta entonces. Yo la veía hacer en silencio, petrificado por el estupor. No obstante, mi mente empezó a cavilar, estimulada por el egoísmo y la cobardía. (¿Y si se muere ahora?) Me vi envuelto en una investigación policíaca que, dados mis antecedentes penales, me conduciría de nuevo a la prisión, y no por un delito político, sino por quién sabe qué relación con la muerte de una mujer en una casa de citas. Era necesario y urgente, pues, dar la alarma para que alguien pudiese testificar, llegado el caso, que se trataba de un accidente ajeno a mi voluntad.

—Voy a llamar para que venga un médico —dije en voz alta, pero Celia movió enérgicamente la cabeza en sentido negativo y me quedé inmóvil, aunque dentro de mí siguiera inquietándome la misma voz admonitoria.

Celia, después de limpiarse la boca, me instó por señas que la levantase un poco. Doblé la almohada y la coloqué bajo su cabeza. Había palidecido hasta el punto de que su morenez se tornara olivácea. Le tomé el pulso y me pareció normal. Le acaricié la frente y las mejillas y advertí que estaba helada. Entonces, la abrigué con toda la ropa que hallé a mano: mi chaqueta y mis pantalones, su vestido y su chaquetilla de punto. Ella seguía con la mirada todos mis movimientos.

—¿Tienes frío, verdad? —le pregunté.

Me contestó con un leve gesto afirmativo y, comprendiendo, sin duda, mi perplejidad y mis dudas acerca de lo que debería hacer para aliviar su frío, me dijo como en un suspiro:

—Acuéstate a mi lado.

Me ceñí a ella por debajo de las ropas para transmitirle el calor de mis venas, pero sin oprimirla, por miedo a que su vida se quebrase entre mis manos. Y rogué, pedí a todos los dioses, no sé a qué dioses, dioses innominados y desconocidos, dioses remotos y crueles, que salvaran la vida de aquella muchacha, y ya no por mí, porque había perdido el miedo, sino por ella, porque la ternura desbordaba mi corazón y sentía el nudo de la congoja en mi pecho. No sé cuánto tiempo permanecí así. Era una situación tan irreal, tan alucinante, que ha dejado grandes claros en mi memoria. Mis recuerdos se reanudan cuando sentí que sus dedos revolvían mi cabello. Celia se había recobrado notablemente y, aunque tenía cercos oscuros en torno a los párpados, su rostro no aparecía con la palidez verdosa que lo empañara. Ni un rastro de sangre en sus labios, ni una mancha de sangre en la ropa.

—Tienes que ir a trabajar —dijo, con voz apagada. Recobré inmediatamente el conocimiento y la conciencia de la realidad.

—Ni hablar de eso —dije—. No puedo dejarte así. Pero ella insistió tercamente.

—No te preocupes por mí. Continuaré acostada hasta las diez o las once y, mientras tanto, pensaré cómo arreglármelas yo sola.

Me opuse una y otra vez, pero al fin me convenció:

—¿Ves? Ya no pasa nada. No es tan grave lo que tengo, como parece. Ahora, márchate a tu obligación. De todas maneras, tendrás pronto noticias mías.

No tuve más remedio que sobreponerme a mis escrúpulos y acceder a los deseos de Celia. Era temprano aún, la hora de los obreros madrugadores en camino hacia la fábrica, el taller, el tajo o el almacén. Los tranvías circulaban abarrotados. Las bocas del «metro» eran grandes turbinas que absorbían y expulsaban, a la vez, constantes oleadas de gente entumecida por el sueño. Yo opté por el «metro» que me llevaría hasta la estación de Manuel Becerra. Entré a empujones y tomé el vagón al asalto. La masa, silenciosa y malhumorada, se movía en bloque compacto, siguiendo un mismo impulso, sin protestas ni gritos, como un rebaño de ovejas. Dentro del vagón íbamos pegados unos a otros, boca contra nuca, pecho contra espalda, comprimidos casi hasta la asfixia. Lo único reconfortante en aquella situación de sardinas en lata era el calorcillo animal que nos envolvía. De cuando en cuando, los vaivenes del tren nos lanzaban de un lado a otro, con peligro de que reventaran las puertas o de que alguien pereciese aplastado. En estos momentos, se oían violentas imprecaciones contra la Compañía, contra los enchufados que estarían durmiendo tan ricamente en sus camas, y contra los responsables anónimos de la escasez de convoyes, de energía eléctrica y de tantas otras calamidades como tenían que soportar los paganos de siempre. Aunque, en prevención de posibles sospechas, los hombres viajábamos con las manos pegadas al pecho, no faltaban voces de mujer denunciando a gritos el pellizqueo y el sobeo a que se veían sometidas, con la complicidad de las apreturas, por algunos desaprensivos viajeros. Por mi parte, no podía desasirme de los recuerdos de la noche ni dejar de pensar en la situación de Celia. Parecía haberse recobrado, pero… (¿Estará herida de muerte? Y si es así, ¿qué puedo yo hacer por ella? Desde luego, no tiene salud para seguir la vida que lleva, pero tampoco para realizar un trabajo que exija esfuerzos físicos. Entonces, ¿qué hacer?, ¿cuál es el remedio?) Una y otra vez, obsesivamente, comenzaba mi razonamiento y lo concluía con la misma pregunta, para la que no hallaba respuesta. Sin embargo, me consideraba comprometido, sin quererlo y sin saber por qué, en hallarla. Lo exigía la voz interior de mí conciencia. Era un callejón sin salida, sí, pero tal certeza no aliviaba mi aflicción y mi desasosiego. Fue aquél el peor de mis días desde que abandonara la cárcel. Hasta el señor Julio advirtió mi especial estado de ánimo. (Le veo como ido. ¿Qué le pasa?) Y tuve que inventar respuestas evasivas y esforzarme en disimular mejor mis preocupaciones. Al llegar la noche y no recibir noticias de Celia me tranquilizó un poco, porque deduje de ello que nada grave le habría ocurrido. En casa, mi cuñado se limitó a decirme:

—Conque de picos pardos, ¿eh? Es natural. Hasta que te cases y entonces… —y me guiñó un ojo.

Y ya no se habló más del asunto.

Dos días más tarde, recibí una carta de Celia: Estoy en el Hospital del Rey, en la sala de T.P., y me encuentro casi bien del todo. Te espero el domingo, de 5 a 7, decía entre otras cosas. La noticia me alivió mucho y acudí a la cita. Celia me aguardaba, impaciente, y, tan pronto me vio, vino a mí, me tomó de un brazo y me llevó a pasear por el patio, una especie de descampado de tierra apisonada, donde se erguían algunos raquíticos árboles desnudos. Mi amiga había recobrado su aspecto normal, sin huellas apreciables de la crisis que padeciera aquella noche. Parecía muy animada y alegre, y observé que sus hermosos ojos resplandecían más que nunca al mirarme y hablarme:

—Estoy con los T.P., pero no te preocupes.

—¿Qué son los T.P.?

—Pues, hombre, T.P. quiere decir tuberculosis pulmonar. Pero yo no tengo bacilos, ¿comprendes? De verdad, no tengo bacilos —Me miraba intensamente—. No tengas miedo —insistió.

Necesitaba apremiantemente que yo creyera que su enfermedad no encerraba ningún peligro de contagio.

—Verás, es que a mí, cuando estoy débil, se me rompen algunas venillas en los pulmones y entonces me viene el vómito de sangre. Esto es todo. Puedes preguntárselo a la monja si quieres. Anda, vamos al pabellón a preguntárselo.

Me resistí y no volvimos al pabellón. Por el contrario, le pregunté:

—¿No hay por aquí ningún sitio donde podamos estar solos?

Corría un viento frío que había hecho retirarse a la mayoría de los enfermos y visitantes, por lo que quedábamos muy pocos paseando al aire libre.

—Ven.

Me llevó tras el muro de un pequeño edificio, al pie del cual se veía un banco solitario que quedaba al resguardo del viento.

—Aquí estaremos bien.

Nos sentamos y entonces la atraje hacia mí y, sin mediar una palabra, la besé sostenidamente en los labios, diciéndole después:

—¿Ves como no le tengo miedo a tu enfermedad?

Era la segunda hemoptisis que padecía y también la segunda vez que se internaba en el Hospital del Rey. Cuando le sorprendió el primer vómito de sangre se hallaba sirviendo en casa de un alto capitoste de los sindicatos y ocurrió de noche. Y fue su compañera de trabajo y de dormitorio, a quien, al día siguiente, le faltó tiempo para ir a contárselo a la dueña de la casa. Ésta llamó inmediatamente a Celia para hacerle saber que no podía continuar allí ni un día más, que cogiese sus cosas y se largara.

—¿Cómo se te ocurrió entrar a servir en las condiciones en que tú te encuentras? ¿No comprendes que puedes contagiar tu mal a toda una familia?

Celia se vio en la calle, enferma, sin tener a dónde recurrir y sin fuerzas para defenderse, y se echó a llorar.

—Yo no lo sabía, se lo juro, no lo sabía —creo que le dije, ahogada casi por la congoja. Entonces, la señora se compadeció de mí, se conoce, porque me dijo que esperara a que volviese el señor a mediodía para comer, pero a condición de que no tocase nada y de que me quedase aislada en mi habitación. Yo no hablé ni vi al señor, pero, poco después de la comida, la señora vino a verme y me dio una carta para que aquella misma tarde me presentara con ella al administrador de este hospital. Así lo hice y así fue como vine a parar aquí la primera vez. El otro día no me hizo falta más que hablar con el administrador para ser admitida nuevamente.

Su plan consistía en permanecer hospitalizada hasta que terminase el tratamiento de calcio y de vitaminas que le estaban aplicando, quince o veinte días, pienso yo, y, después, buscar una buena casa donde servir como doncella, según ya me tenía dicho. Una buena casa cuyo trabajo fuera llevadero y no una de esas que, sí, aparentan mucho, tienen mucha tontería y todo eso, pero donde te matan de hambre.

—No es que aquí la comida sea mala —continuó diciéndome—, pero, como la guisan en grandes cantidades, resulta poco apetitosa. Pero yo procuro comerme todo lo que me dan, aunque me cueste trabajo. Con eso y con que estoy casi todo el día echada en la tumbona haciendo reposo, creo que me recuperaré del todo en muy poco tiempo, en dos o tres semanas, como ya te he dicho. Hasta puede que engorde. No te importará que me eche algún quilo encima, ¿eh? Te aseguro que con un par de ellos hasta te pareceré más joven. Seguro.

Le sugerí que se marchase a su pueblo. Allí, durante una temporada, con aires puros y comida sana, podría curarse definitivamente y volver a Madrid fresca y fragante como una fruta del campo, pero ella me replicó que ya había pensado en ello, pero que no podría hacerlo hasta que hubiese ahorrado un buen puñado de pesetas, con el fin de no ser una carga más para su madre.

—Madrigal es un pueblo mísero y mi madre se gana la vida lavando ropa y ayudando en la época de la siega y de las matanzas, y yo no puedo presentarme allí con los bolsillos vacíos y decirle que me mantenga como a una señorita durante un par de meses por lo menos. No. Conque tengo yo que mandarle todos los meses algún dinero para que pueda ir tirando… Además, allí hace ahora mucho frío. Tendría que ser en el verano, si para entonces tengo ahorradas unas perras.

Se había hecho de noche y estábamos completamente solos en el patio. Las palabras confiadas de Celia, que me descubrían su intimidad sin tapujos, como si fuéramos unos viejos amantes sin secretos, habían logrado provocar en mí una honda turbación y sentimientos contradictorios. Por una parte, me consideraba afortunado por tenerla junto a mí, tan dócil y tan sumisamente sometida a mi voluntad. Pero, por otra parte, me sentía disgustado conmigo mismo y con ella, porque me veía empujado hacia una trampa. Celia se filtraba en mi vida subrepticiamente, aprovechándose quizá de mi debilidad compasiva y de mi hambre de mujer. Así, cuando ella me abrazó para murmurarme al oído: Me parece que te voy a querer más que a nadie en el mundo, reaccioné como si me hubieran pinchado:

—No. Ahora, no —y me puse en pie.

Ella se me quedó mirando con tal aire de desconsuelo y de temor que me sentí avergonzado.

—¿Qué te pasa, Federico? ¿Te he molestado? Yo creía que… —murmuró.

Y me dio también tanta lástima que olvidé instantáneamente mis temores, me acerqué a ella y, tomando su cara entre mis manos, le mentí:

—Es que de repente me entró miedo de que alguien nos sorprendiera abrazados. Por ti, naturalmente; no por mí.

Creo que la convencí, porque se levantó y cogiéndose a mi brazo, me dijo:

—Tienes razón. Nos hubiéramos cegado y… luego, yo no habría podido dormir. Además, puede que ya me esté echando de menos la monja.

Volvimos al pabellón, completamente serenos ya. Allí nos recibió el flato del hospital, una penetrante y agria emanación que se desprendía de las paredes, los muebles y las ropas, a vísceras enfermas, a residuos putrefactos y a medicinas, que corrompía el aire. Flato más desagradable aún que el que se respira en cuarteles y cárceles, quizá porque es el aliento de la muerte que espera.

—Casi todos los días muere alguien aquí —me susurró al oído Celia—. Esta misma mañana amaneció muerta una chica de mi sala. Se fue sin que nadie se diese cuenta, ahogada por una hemoptisis.

Todos aquellos seres depauperados eran los despojos que arrojaba al remanso del hospital la resaca del hambre y de la miseria. Eran pobres enfermos pobres, con los pulmones destrozados y con la sangre envenenada. El hospital hacía, pues, las veces de gran cloaca por donde desaparecían definitivamente, sin ruido, como en un escamoteo de prestidigitador, los desperdicios humanos que la sociedad tritura y exprime. (Ellos son el orujo de la gran molienda). Llegaban, en su mayoría, condenados ya irremisiblemente, marcados con el hierro de la muerte, igual que reses de matadero, y eran muy pocos los que lograban salir de allí con vida, sólo aquellos a quienes el bacilo siniestro no había atacado aún, en espera de que la propia debilidad del organismo abriese una brecha en sus defensas. Era un espectáculo sombrío que me inspiraba pensamientos aterradores.

Nos habíamos apartado a un rincón, pero ya casi no hablamos. Una monja que circulaba por entre los grupos, saludando aquí y allá, se acercó a nosotros.

—Hermana —le dijo Celia—, le presento a un amigo.

La monja, ni guapa ni fea, y más joven que vieja, me miró atentamente, de arriba abajo, y luego sonrió.

—¿Amigo o novio? —preguntó en voz baja.

—Que lo diga él —respondió Celia.

Entonces, la monja clavó sus ojos descaradamente en los míos.

—Y usted, ¿qué dice?

—Que sí, hermana, que Celia es mi novia —respondí.

—Vaya, pues tiene suerte, joven. Celia es muy buena chica y no tiene nada grave. Sólo necesita muchos cuidados; vamos, llevar una vida tranquila, ¿me comprende?

La monja sonrió de nuevo y nos dejó solos. Entonces, Celia me apretó el brazo y oí que me decía, muy contenta:

—Gracias por haber dicho que eres mi novio. Así, la monja se ha quedado más tranquila y yo, más feliz.

¿Qué otra cosa podía haber dicho en el aprieto en que me colocaron las dos mujeres? Ciertamente, no era más que un juego de palabras y, sin embargo, promovía otra vez dentro de mí la perplejidad y el desasosiego. Y el disgusto conmigo mismo. Allí estaba la trampa, la trampa. Yo no caería en ella, no. ¿Y si no volviese más a ver a Celia? Lo intentaría. Debía intentarlo. Pero acudí todos los domingos a su cita en el hospital.

* * *

El invierno se adelantó en el calendario. El invierno, con sus largas noches serenas y frías y sus breves días ateridos. Mañanas, a veces, con sol reverberante en la escarcha, y atardeceres lívidos con remolinos de viento helado en las esquinas o con chubascos de agua-nieve azotando los cristales. A mí me cogió desprovisto de ropa y tuve que comprar una gabardina a plazos, prenda que, en realidad, no abrigaba mucho, pero cubría, al menos, las apariencias. Fue un consejo de mi hermana:

—Es lo que usa Fernando también. Te evitará mojarte cuando llueva y, si hace mucho frío, pues te abrigas bien por dentro y en paz.

En definitiva, no valía para nada y constituía la prenda comodín para los que no podíamos comprarnos un gabán y un impermeable por separado. Ambas cosas a medias y sin ser ninguna de ellas enteramente, servía para «ir tirando» con decoro. Era el símbolo de una época en que vivir era «ir tirando». (¿Qué, cómo te va? ¡Psché!, tirando, chico).

Yo seguía en la obra de Ventas, redactando los partes de trabajo, componiendo el fichero dos veces al día, preparando las nóminas y ganando un jornal de dieciocho pesetas con setenta y cinco céntimos. Los obreros, por su parte, trajinaban liados en trapos: bufandas, chalecos, chaquetones y gabanes, viejos y desgarrados. En la altura de los andamios corría siempre un fino viento guadarrameño que acuchillaba las carnes. Las manos de aquellos hombres, constantemente mojadas en las manipulaciones del yeso y del cemento, se entumecían y se cubrían de llagas purulentas. Para defenderse del frío, encendían fogatas, junto a las que se calentaban intermitentemente, provocando de esa manera la afluencia de sangre a las extremidades congeladas. Sólo los cavadores, sometidos a ejercicio tan violento, seguían sudando, pese a las escarchas y a las gélidas nieblas matutinas. El aire les secaba el sudor de las frentes mientras que los organismos, oxigenados por el fuelle de los pulmones, continuaban quemándose como braseros. Detenerse era congelarse. Por eso, los cavadores de zanjas hacían pocos altos en su tarea.

Entre los cavadores descollaba, como siempre, Juan el Jaro, más alto y musculoso que los demás, insensible a los rigores del clima como campesino habituado a las inclemencias del tiempo. Él había nacido en un campo de la Mancha, sin árboles y sin ríos, y su cuerpo se había forjado, como los buenos aceros, en el contraste extremado del frío y del calor, que así son de excesivos en su tierra los veranos calcinantes y los inviernos heladores.

Yo pasaba casi todo el tiempo de la jornada en la oficinilla, donde daba calor una pequeña estufa alimentada con tarugos de madera. Los largos ratos en que no tenía nada que hacer me entretenía contemplando el ir y venir de los trabajadores, a través de los vidrios de la puerta. Me retenía dentro la atmósfera tibia de la chabola, pero no fue precisamente la intemperancia del tiempo lo que me hizo suspender mis habituales paseos por los tajos en que enhebraba breves paliques con albañiles y peones, sino un voluntario retraimiento por mi parte. Yo ya no veía a aquellos hombres con la fraterna y despreocupada alegría de los primeros tiempos. Entre ellos y yo se había interpuesto un velo de suspicacias y temores que me inhibía. Primeramente, fueron las advertencias y recomendaciones del Jaro: Tendría que estar usted cavando como ellos para merecer su confianza. Después, la amonestación del señor Julio a los pocos días del incidente con el Jaro. El señor Julio me llamó la atención discreta y respetuosamente por no haber desquitado del jornal de aquel obrero el importe de las horas no trabajadas.

—Yo sé que usted obró así porque el Jaro se lo merece. Había faltado unas horas, es verdad, pero se puede decir que, en las que trabajó, su rendimiento fue casi el doble que en las trabajadas por otros muchos. De acuerdo. Así lo dije en la oficina principal y que si no se le descontó nada al Jaro fue por orden mía. Como ve, me eché la culpa y por eso no pasó nada. Pero no lo repita. Aquí hay gente que no es de fiar y que es capaz de saltarse un ojo por ver ciego a un compañero. Ya le digo que a mí, personalmente, me parece muy bien lo que usted hizo por su cuenta, pero si, ocurriera otra vez, estaríamos expuestos a tener un disgusto y me sabría muy mal que usted fuera el pagano.

Por último, al salir un día de la obra me encontré con un grupo de trabajadores que se hallaba a la puerta de una taberna próxima. Les saludé amigablemente, pero, entonces, uno de ellos me convidó a echar un trago. Yo no tolero las bebidas alcohólicas, ni siquiera el vino, si no es durante o inmediatamente después de las comidas, y rehusé la invitación con las mejores palabras. El otro insistió pegajosamente y hube de cortar el forcejeo dándole unas cordiales palmadas en el hombro y despidiéndome del grupo antes de seguir mi camino. Y, apenas anduve unos pasos, oí que decían a mi espalda:

—Ya te dije que darías en hueso. ¿No ves que es el escribiente, coño?

—¿Y qué? Una mierda como nosotros, eso es lo que es.

Estuve tentado de volverme, pero preví que réplicas y contrarréplicas sólo servirían para agriar más la cuestión y opté por proseguir mi marcha como si no hubiera oído nada. Pero, en adelante, reduje al mínimo mis relaciones con el personal, a sabiendas, no obstante, de que tenía una gran parte de él a mi favor.

Solamente con el Jaro hice una excepción, pero fuera de la obra. Muchas tardes, como aquella primera, las pasé en su casa, contando a Fuensanta fantásticas historias y aventuras de amor y de guerra mientras Juan hacía las labores de la casa, con mi colaboración, a veces. Entonces, junto al lecho de la enferma y sentado en cuclillas sobre un taburete, yo descortezaba y partía las patatas al tiempo de ir relatando famosos hechos, verídicos o imaginarios, que ella escuchaba absorta. Fuensanta tenía una sensibilidad y una imaginación infantiles. Le gustaban las luchas de buenos y malos si, al fin, vencían aquellos, y los relatos de amor siempre que terminaran en boda.

—¡Pero qué malo es ese hombre! —solía interrumpirme, sin poder contenerse, o exclamaba, cuando los protagonistas vivían un mal momento—: ¡Pobrecitos míos!

Y, a veces, lloraba enternecida.

Me aguardaba siempre con verdadera ansiedad.

—La pobre no me dice nada, pero yo veo que sufre mucho. Como pasa todo el día sola, sin poder moverse, quieta en la cama, está deseando ver a alguien, hablar con alguien. Antes era ella la que me contaba a mí las fábulas que urdía, pero desde que se ha acostumbrado a que sea usted quien se las cuente a ella, y tan bonitas y entretenidas por cierto, Fuensanta no encuentra consuelo cuando usted no va. Yo bien quisiera darle gusto, pero no tengo pico ni sabiduría para ello. Si al menos pudiera comprarle una radio…

Así, cuando Juan le gritaba desde el rellano de la escalera: ¡Voy, paloma! Te traigo a don Federico, ella palmoteaba de alegría.

Y no pude convencerla de que me apeara el tratamiento.

—Huy, ni hablar. Eso sí que no —protestaba ella—. Un hombre que sabe lo que usted sabe, tiene bien merecido el don.

—¿Y si me enfado? —amenazaba yo.

—¡Quite allá, don Federico! Usted no es capaz de enfadarse conmigo por tan poca cosa.

Me contó que en su pueblo había un veterinario, antiguo herrador, que había logrado el título por no se sabe qué extraños procedimientos. El hombre no sabía más que herrar, pero estaba tan orgulloso de su carrera que exigía el tratamiento de don a cada paso.

—Fíjese que cuando le llevaban un animal para que lo herrara su dueño tenía que gritarle: Quieta, Tunera, que te va a poner herraduras nuevas don Narciso, porque si no, don Narciso decía que era una falta de respeto y se negaba a hacer su trabajo. Pues si el herrador de mi pueblo tenía derecho al don, usted se merece el de excelencia.

En ocasiones, como yo me enardeciera y narrara accionando y dando a mi voz el tono propio de cada escena y aun el de los diversos personajes, el propio Juan se asomaba al dormitorio, intrigado por aquellas voces que parecían de verdad, con la escoba o con una sartén en las manos. Y se quedaba después embebido en el relato hasta su final y ajeno a cuanto de rodeaba.

—Parece talmente, ¿eh? —decía luego a su mujer—, como si lo estuviera viendo y viviendo.

Se me ocurrió preguntarles entonces si habían estado en un teatro alguna vez.

—Yo, nunca —contestó rápidamente Fuensanta—. Lo único que he visto han sido las funciones que daban las farándulas que pasaban por el pueblo. Y eso, antes de ser novia de Juan, porque, después, ni eso.

—¿Y por qué no después de ser novios?

—Juan lo sabrá.

—Cosas de la poca experiencia —dijo el Jaro—. Uno pensaba entonces que las mujeres se encalabrinan con las palabras melosas de los faranduleros y que luego no gustan de las que pueda decir el novio o el marido.

—Qué atraso, ¿verdad, don Federico? Pero diga usted que era por celos. ¡Como si una fuera a enamorarse así, de golpe, de un trotamundos como aquellos! De sobra sabe una que todo lo que llevan es postizo: las barbas, los ropajes, las espadas y todo eso. Si hasta lo que dicen no es de su caletre, sino aprendido, hombre —y movía la cabeza compasivamente por la testarudez y la ceguera de los hombres como su Juan.

Pero no todos los días me encontraba yo con la dosis de humor suficiente como para ir a contarle historias a Fuensanta. Por otro lado, las tardes, después del trabajo, me resultaban insufriblemente aburridas. Eran horas vanas. No podía ir a un cine ni entrar en un café por falta de dinero y carecía de lecturas por la misma razón. Tampoco me era posible reunirme con algunos amigos para hablar de cosas interesantes y evadirme de la rutina oficinesca, porque el que más y el que menos andaba aperreado hasta última hora en sus múltiples empleos, y en mi casa me encontraría con las escenas y conversaciones familiares de siempre. Tan sólo los lunes acudía a la tertulia del bar «Casa Felipe» para cambiar impresiones con el grupo de Jaime, y siempre a instancias de él, que se presentaba a recogerme puntualmente a la salida del trabajo, aunque yo sintiera cada día menos entusiasmo por las inacabables e inútiles discusiones, siempre sobre los mismos temas, con que allí matábamos el tiempo.

De todos aquellos contertulios, el que más me interesaba era Ramón, el asturiano, tipo de hombre resuelto y nada proclive a las abstracciones ni a los vanos discursos. Los demás pertenecían a la clase de los discutidores empecinados, llenos de buenos propósitos, pero incapaces de realizar algo positivo. No eran aptos para dirigir, pero por nada del mundo se hubieran dejado llevar tampoco por nadie. Habían cristalizado ya en una postura y resultaba vano todo empeño de cambiar su manera de ser. Así como a Arquímedes le mataron los romanos mientras, ignorante de cuanto sucedía a su alrededor, trazaba figuras geométricas sobre la arena, los acontecimientos, fuesen cuales fuesen, sorprenderían a los amigos de Jaime discutiendo en torno a una mesa de café. Yo ya había llamado la atención de Jaime sobre la condición absolutamente inoperante de aquellos sujetos.

—No hay nada que hacer, Jaime. Con ellos no hay nada que hacer.

Jaime guardaba silencio, un silencio hosco y concentrado, y yo no comprendía cómo aquel militante, todo él energía y acción, podía acompasarse a la mentalidad discursiva y bizantina de los demás.

—¿Cómo es posible que te entiendas con ellos, Jaime? ¿Qué esperas sacar en limpio de todas esas reuniones? —le pregunté un día.

Entonces, con el ceño fruncido, contestó:

—¿Y qué quieres que haga? No hay más que eso: o lo tomas o lo dejas.

—Pues déjalos —me permití aconsejarle.

Acusó mis palabras como si hubiera recibido un golpe, y me miró como si quisiera atravesarme con sus ojos incandescentes igual que ascuas.

—Y mi vida, ¿qué, Federico?

—No creo que tú los necesites para vivir.

—Pero, ¿no ves que mi vida es la revolución? He quemado mis naves y ya no me queda más remedio que seguir sin mirar atrás ni a los lados, o morir.

No quise violentarle más, impresionado por la actitud y la expresión fanática de aquel hombre. Jaime era como una flecha lanzada al aire, en dirección a un punto del espacio ignorado por él e inexistente para mí. ¿Cómo hacerle entender, en su estado de ánimo, que la revolución no es cosa de un día ni tiene prisa, y que para cruzar sus revueltas aguas constituye un acto temerario embarcarse en cualquier falucho desarbolado, sin Piloto de altura y sin marineros duchos en la maniobra y que, por lo tanto, es mejor esperar al navío fuerte, al piloto seguro y a los marineros experimentados? Jaime era de los hombres que no saben esperar y que, en su impaciencia, sólo siguen el impulso de su voluntad frenética sin detenerse a adecuar los medios al fin.

Así las cosas, me decidí a alquilar un par de novelitas de quiosco, pero, cuando mostré a Fuensanta los libritos y yo esperaba oír en pago una de sus alegres exclamaciones, vi con asombro que se ensombrecía su expresión.

—Gracias, muchas gracias, pero yo no sé leer —me dijo, bajando la cabeza.

Estaba avergonzada. ¿Por qué no había previsto yo aquella eventualidad? Era mía toda la culpa y, por eso, traté de consolarla.

—¿No le gustaría aprender a leer, Fuensanta?

La mirada de la enferma pasó de la incredulidad al asombro y del asombro al entusiasmo.

—¿De veras? ¿Me lo dice de veras, don Federico?

—Pues claro que de veras.

—¡Pero si es lo que más he deseado en mi vida después de Juan! Conozco las letras y junto algunas, pero no me entero de nada.

Desde aquel día me obligué a enseñar a leer a Fuensanta, que aprendía con avidez, haciendo progresos sorprendentes, sólo posibles en un enfermo condenado a inmovilidad perpetua.

—Así, luego podré yo enseñarle a Juan.